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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

Me llamo Rojo (64 page)

BOOK: Me llamo Rojo
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—El Gran Ilustrador, el Maestro Osman, no quería decir nada malo con eso —le respondí—. Voy a preparar algo de tila para mi invitado.

Pasé a la habitación contigua. Mi amor, llevando el camisón de seda china que le había comprado a Ester la buhonera, se me echó al cuello, me remedó diciendo «¡Voy a preparar algo de tila para mi huésped!» y me puso la mano en el cálamo.

Del fondo del armario, que ella había abierto y que era el lugar más cercano a nuestra cama, cogí la espada de empuñadura de ágata que tenía entre unas sábanas que olían a pétalo de rosa y la desenvainé. Esta espada está tan afilada que si dejas caer sobre ella un pañuelo de seda lo corta en dos y si se trata de una hoja de pan de oro los bordes resultan tan rectos como cortados con una regla.

Regresé al cuarto de trabajo ocultando la espada. El señor Negro estaba tan complacido con su interrogatorio que seguía dando vueltas alrededor del almohadón rojo con la daga en la mano. Coloqué sobre el almohadón una página a medias. «Mira esto», le dije y él se arrodilló con curiosidad intentando entenderla.

Me coloqué a sus espaldas, saqué la espada y le derribé de un golpe echándome encima de él. La daga se le cayó. Mientras le apretaba la cabeza contra el suelo agarrándole del pelo apoyé la espada en su garganta. Mi pesado cuerpo, boca abajo, aplastaba el delicado cuerpo de Negro y al mismo tiempo le apretaba de tal manera la cabeza con la barbilla y la mano que casi tocaba la punta de la espada. Una de mis manos estaba ocupada con su sucio pelo y con la otra apoyaba la espada en la delicada piel de su garganta. Fue lo bastante inteligente como para no moverse porque en cualquier momento habría derramado su sangre. Me ponía aún más nervioso el estar tan cerca de su rizado pelo, de su incitante nuca, a la que en otro momento me habría gustado dar una insolente colleja, y de sus feas orejas.

—Me estoy conteniendo a duras penas para no matarte aquí mismo —le susurré al oído como quien confiesa un secreto.

Me gustó que me escuchara como un niño bueno, sin hacer el menor ruido.

—Sabrás la leyenda por el
Libro de los reyes
—continué susurrando—Feridun Sha comete un error, parte su reino en tres y les da los peores países a sus dos hijos mayores y al menor, Ireç, le da el mejor país, Irán. Tur, decidido a vengarse, engaña a su hermano menor, Ireç, a quien envidiaba, y antes de cortarle la garganta le agarra del pelo como yo te estoy agarrando ahora y, también como yo te estoy haciendo ahora, se echa con todo el peso de su cuerpo sobre su hermano pequeño. ¿Sientes el peso de mi cuerpo?

No me contestó pero comprendí que me había escuchado por su mirada de cordero que se dirige al sacrificio. De repente tuve una inspiración:

—Soy fiel al estilo y a las maneras de los persas no sólo en la pintura sino también en lo que se refiere a apoyar la espada en la garganta y a cortar con todo cuidado la cabeza. Otra versión de esta escena tan popular la he visto también en la pintura donde se describe la muerte del sha Siyavus.

Le conté con todo detalle a Negro, que me escuchaba en silencio, cómo Siyavus se había preparado para vengar a sus hermanos, cómo había quemado su palacio y sus posesiones, se había despedido de su mujer, había montado a caballo y se había puesto en marcha con su ejército, cómo había perdido la batalla, cómo lo habían arrastrado por el suelo tirándole del pelo entre el polvo del campo de batalla cubierto de cadáveres, cómo lo habían tumbado boca abajo, tal y como él estaba ahora mismo, y cómo por fin le habían apoyado una daga en la garganta, y mientras el legendario sha se encontraba en tan triste situación amigos y enemigos habían empezado a discutir sobre si matarlo o perdonarlo y el sha vencido escuchaba toda aquella discusión con la cara aplastada contra la tierra; por fin le pregunté a mi víctima:

—¿Te gusta esa ilustración? Geruy, como yo, se acerca por detrás a Siyavus tumbado en el suelo, se le echa encima, le apoya la espada en el cuello y le corta la garganta agarrándole exactamente así del pelo. De la tierra estéril sobre la que se derramará poco después la roja sangre surgirá primero un humo negro y luego brotará una flor.

Me callé un poco y escuchamos a los erzurumíes que corrían gritando por callejones lejanos. El desastre y el terror de fuera volvieron a acercarnos de inmediato, tumbados el uno sobre el otro.

—Pero en todas esas ilustraciones —le dije a Negro apretando aún más su pelo en mi puño— se nota la dificultad de pintar de manera elegante a dos hombres cuyos cuerpos parecen uno, como los nuestros, pero que al mismo tiempo se odian. Es como si todo el desbarajuste de traiciones, envidias y batallas anterior al momento mágico y magnífico en que se corta la cabeza hubiera impregnado demasiado esas ilustraciones. Hasta a los más grandes maestros de Kazvin les cuesta dibujar a un hombre encima de otro; todo se mezcla. Sin embargo, mira, nosotros estamos mejor dispuestos, en una postura más elegante.

—Me estás cortando con la espada —gimió.

—Muchas gracias por haber hablado, querido, pero no te estoy cortando. Tengo mucho cuidado y no haría nada que estropeara la belleza de nuestra postura. Cuando los grandes maestros antiguos pintaban como si fuera uno solo todos esos cuerpos que se unían en las escenas de amor, muerte o guerra, sólo eran capaces de provocarnos lágrimas de decepción. Mira, mi cabeza está tan próxima a tu nuca que parece una parte de tu cuerpo. Siento su olor y el de tu pelo. Mis piernas se extienden a lo largo de las tuyas con tanta armonía que si alguien nos viera pensaría que somos un grácil animal de cuatro patas. ¿Sientes el equilibrio de mi peso sobre tu espalda y tu trasero? —no hubo respuesta pero no apreté con la espada porque habría podido hacerle sangrar—. Como no hables, te muerdo la oreja —le dije susurrándole precisamente a esa misma oreja.

Vi en su mirada que estaba dispuesto a hablar y le repetí la misma pregunta:

—¿Sientes el equilibrio de mi peso sobre ti?

—Sí.

—¿Y hermosos? ¿Somos hermosos? —le pregunté—. ¿Somos tan hermosos como los héroes legendarios que se matan gallardos en las maravillas de los maestros antiguos?

—No lo sé —me respondió Negro—. No puedo vernos en el espejo.

Al imaginarme cómo nos vería mi esposa, que nos observaba desde algo más allá, desde el interior de la otra habitación, tumbados en el suelo a la luz del candil del café, tuve miedo de morderle realmente la oreja a Negro de pura excitación.

—Señor Negro, que has invadido mi casa y mi intimidad con una daga en la mano y que me has sometido a un interrogatorio, ¿sientes ahora mi fuerza sobre ti?

—Y siento también que tienes toda la razón.

—Ahora vuelve a preguntarme lo que querías saber.

—Cuéntame cómo te acariciaba el Maestro Osman.

—Cuando yo era aprendiz y mucho más delgado, airoso y apuesto de lo que soy ahora, se me echaba encima como yo ahora estoy encima de ti. Me acariciaba los brazos, a veces también me hacía daño pero incluso aquello me gustaba porque admiraba su sabiduría, su talento y su fuerza y no pensaba en nada malo porque lo amaba. Para mí, amar al Maestro Osman era una vía para amar la pintura, los colores, el papel, los pinceles, la belleza de la ilustración, todo lo que se pintaba y, por lo tanto, el mundo y a Dios. Para mí el Maestro Osman era más que un padre.

—¿Te pegaba mucho? —me preguntó.

—Me pegaba como debe pegar un padre, en su momento y con sentido de la justicia, y me pegaba como debe pegar un maestro, haciéndome daño para que aprendiera del castigo. Ahora me doy cuenta de que aprendí muchas cosas mejor y más rápidamente gracias al dolor y al miedo que me daba la regla con la que me golpeaba en las uñas. Siendo discípulo suyo, para que no me agarrara de los rizos y me golpeara la cabeza contra los muros, aprendí a no derramar la pintura, a no derrochar el dorado, a dibujar en mi mente la curva del casco del caballo, a cubrir los errores del que ha trazado los márgenes, a limpiar los pinceles a tiempo y a entregar toda mi atención y mi alma a la página. Como le debo todo mi talento y mi maestría a las palizas que me llevé, ahora pego a mis aprendices con toda tranquilidad de corazón. Sé que incluso una bofetada que se da sin motivo, si no hiere el orgullo del aprendiz, acabará siéndole útil.

—Pero, de vez en cuando, mientras le pegas a algún aprendiz angelical de bonita cara y mirada dulce te das cuenta de que pierdes los papeles y lo haces por puro placer y comprendes que el Gran Maestro Osman te hacía a ti lo mismo, ¿no?

—A veces me daba con tanta fuerza detrás de las orejas con el pulidor de mármol que los oídos me zumbaban y me quedaba atontado durante días. A veces me daba una bofetada tal que durante semanas la mejilla me ardía tanto que me hacía llorar. Me acuerdo de todo eso, pero también sigo amando a mi maestro.

—No —dijo Negro—. Estabas furioso con él. Y la única manera de vengarte de esa furia que se iba acumulando en lo más profundo de ti era pintando para ese libro de mi Tío que imitaba a los de los francos.

—No conoces en absoluto a los ilustradores. Lo cierto es justo lo contrario. Las palizas que recibe de niño unen al ilustrador a su maestro con un profundo amor hasta el día de su muerte.

—El hecho de que a Ireç y a Siyavus les cortaran la garganta apoyándoles la espada desde atrás de manera traidora y cruel, como tú me estás haciendo ahora, se debe a la envidia entre hermanos. Y en el
Libro de los reyes
la envidia entre hermanos siempre la causa un padre injusto...

—Es verdad.

—Y el padre injusto que os ha hecho caer unos sobre otros ahora se prepara a traicionaros —dijo insolente—. ¡Ay! ¡Cuidado, me estás cortando! —gimió. El dolor le hizo gritar un poco más—. Sí, es cuestión de un momento el cortarme la garganta y derramar mí sangre como la de un cordero que se sacrifica. Pero si lo haces sin escuchar lo que voy a decirte, aunque de hecho no creo que vayas a hacerlo, ¡ay!, basta ya, te pasarás años dándole vueltas a lo que iba a contarte. Aparta un poco la espada —le obedecí—. El Maestro Osman, que desde que erais niños os ha vigilado cada vez que dabais un paso y cada vez que respirabais y que observaba feliz cómo esas capacidades vuestras regalo de Dios iban abriéndose como una flor en primavera gracias a sus cuidados hasta convertirse en auténtico talento, os está dando la espalda para proteger su taller y su estilo, a los que ha entregado su vida, como vosotros, por otro lado.

—Te conté tres parábolas el día que enterramos a Maese Donoso para que comprendieras lo feo que es eso que llaman estilo.

—Eran sobre el estilo de ilustradores particulares —respondió Negro con todo cuidado—. Lo que le preocupa al Maestro Osman es proteger el estilo del taller.

Me contó con todo detalle cómo el Sultán le había dado una enorme importancia a encontrar al miserable que había matado a Maese Donoso y a su Tío y cómo, con ese objeto, incluso les había abierto las puertas del Tesoro Privado y cómo el Maestro Osman estaba aprovechando la ocasión para sabotear el libro de su Tío y para castigar a aquellos que le habían traicionado comenzando a imitar a los maestros francos. Me dijo también que sospechaba de Aceituna por los ollares cortados del caballo y por su estilo, pero que iba a entregar a Cigüeña a los verdugos porque, como Gran Ilustrador, estaba seguro de su culpabilidad. Noté que decía la verdad bajo la presión de la espada y estuve a punto de darle un beso por su forma de entregarse a lo que contaba, como un niño. No me preocupó en absoluto lo que había escuchado: porque la desaparición de Cigüeña significaba que yo me convertiría en Gran Ilustrador a la muerte del Maestro Osman, que Dios le dé larga vida.

Lo que me inquietaba no era que todo aquello pudiera convertirse en realidad, sino la posibilidad de que no ocurriera. El vacío que percibí en lo que me había contado significaba que el Maestro Osman no sólo estaba dispuesto a sacrificar a Cigüeña, sino también a mí. Pensar en esa increíble posibilidad no sólo me aterrorizaba, sino que además me arrastraba a una sensación horrible de abandono, como si de repente hubiera perdido a mi padre. Me contuve porque cada vez que se me venía a la cabeza me entraban ganas de clavarle la espada en la garganta a Negro y no intenté discutir la cuestión ni con él ni conmigo: ¿Por qué iba a convertirnos en traidores el que hubiéramos hecho unas cuantas ilustraciones estúpidas inspirándonos en los maestros francos para el libro del Tío? Volví a pensar que tras la muerte de Maese Donoso se ocultaba una conspiración organizada por Cigüeña y Aceituna contra mí y retiré la espada del cuello de Negro.

—Vamos juntos a casa de Aceituna y la registraremos hasta dejarla patas arriba —le dije—. Si tiene la última pintura, por lo menos sabremos que ya no tenemos que temer a nadie. Si no la tiene nos lo llevaremos como apoyo para asaltar la casa de Cigüeña.

Le dije que confiara en mí y que su daga nos bastaría para los dos. Me disculpé por no haberle podido dar siquiera un vaso de tila. Al recoger del suelo la lámpara del café ambos miramos por un momento de manera muy significativa el almohadón sobre el que le había derribado. Me acerqué a él con el candil en la mano y le dije que el corte en su garganta, apenas visible, sería el signo de nuestra amistad. Había sangrado un poco.

Por las calles continuaba el alboroto de los erzurumíes y de sus perseguidores pero nadie nos hizo el menor caso. Llegamos rápidamente a la casa de Aceituna. Llamamos a la puerta del patio, llamamos a la puerta de la casa y llamamos impacientes a las contraventanas: no había nadie, habíamos hecho tanto ruido que estábamos seguros de que nadie dormía allí dentro. Fue Negro quien dijo lo que ambos estábamos pensando: ¿Entramos?

Aflojé el cerrojo de la puerta forzándolo con la parte roma del puñal de Negro, luego introduje la daga por el hueco de la puerta, la desencajé empujando con todas mis fuerzas y rompí el cerrojo. Desde dentro nos llegó un olor a humedad, suciedad y soledad acumuladas durante años. A la luz de la lámpara vimos una cama revuelta, fajines, chalecos, túnicas y dos turbantes tirados descuidadamente sobre los almohadones, el diccionario persa—turco de Nimetullah Efendi el naksi—bendi, un soporte para turbantes, tela de sarga y aguja e hilo para coser, una fuente de cobre llena de mondaduras de manzana, bastantes cojines, una colcha de seda, pinturas, pinceles y todos los materiales necesarios para el ilustrador. Estaba a punto de lanzarme sobre el papel de escribir, las pilas de papel de la India cuidadosamente cortado y las páginas ilustradas que había en su escritorio cuando me contuve.

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