Mestiza

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Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Mestiza
11.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

Los Hematoi provienen de la unión entre dioses y mortales; y los hijos de dos Hematois de sangre pura tienen poderes divinos. En cambio los hijos de Hematois y mortales, no. Los mestizos solo tienen dos opciones: ser entrenados para ser centinelas, cazando y matando Daimons o convertirse en sirvientes en las casas de los puros. Alexandria prefiere arriesgar su vida luchando antes que limpiar retretes, aunque puede terminar en los barrios bajos de todas formas.

Hay reglas muy estrictas que los estudiantes de Covenant deben seguir. Alex tiene problemas con todas ellas, pero especialmente con la regla número 1: Las relaciones entre sangre pura y mestizos están prohibidas.

Por desgracia, Alex se siente atraída por Aiden, un sangre pura irresistible. Pero enamorarse de Aiden no es su mayor problema —mantenerse viva lo suficiente para graduarse en el Covenant y llegar a ser centinela si lo es. Si ella no cumple con su deber, se enfrentara a un futuro peor que la muerte o la esclavitud: se convertirá en un Daimon y Aiden será su cazador. Y eso, no es nada bueno.

Jennifer L. Armentrout

Mestiza

Saga Covenant 1

ePUB v1.0

ariclfrn
16.08.12

Título original:
Mestiza

Jennifer L. Armentrout, 2011.

Traducción: Verónica Blázquez

Editor original: ariclfrn (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo 1

MIS OJOS SE ABRIERON COMO PLATOS, MI EXTRAÑO SEXTO SENTIDO LLEVÓ AL LÍMITE MI INSTINTO DE LUCHA, O HUÍDA. Con la humedad de Georgia y el polvo que cubría el suelo se me hacía difícil respirar. Desde que hui de Miami, ningún lugar era ya seguro. Esta fábrica abandonada había demostrado que tampoco lo era.

Los daimons estaban aquí.

Podía oírlos en el piso de abajo, buscando sistemáticamente en cada sala, abriendopuertas a golpes, cerrándolas con fuerza. El sonido me hacía volver días atrás, cuando abrí la puerta de la habitación de mamá. Estaba en los brazos de uno de esos monstruos, al lado de un jarrón de flores de hibisco roto. Había pétalos morados repartidos por todo el suelo, mezclándose con la sangre. El recuerdo me trajo un dolor áspero en mi interior, pero ahora no podía pensar en ella.

Me levanté de un salto, y —parada en el estrecho pasillo—, traté de oír cuántos daimons había. ¿Tres? ¿Más? Mis dedos temblaban mientras sujetaba el mango de la pequeña pala de jardín. La sostuve en alto, pasando los dedos por sus bordes afilados, chapados en titanio. El acto me recordó lo que había que hacer. Los daimons no soportaban el titanio. A parte de la decapitación —que era muy asquerosa— el titanio era lo único que los mataba. Llamado así en honor a los Titanes. El metal precioso era venenoso para los adictos al éter.

En algún lugar del edificio, una tabla del suelo crujió y cedió. Un grave grito rompió el silencio, empezó como un suave gemido antes de llegar a un intenso nivel agudo. Sonó inhumano, horrible y terrorífico. Nada en este mundo sonaba como un daimon, un daimon hambriento.

Y estaba cerca.

Me apresuré por el pasillo, mis deportivas andrajosas golpeaban los tablones ajados. Tenía la velocidad en la sangre, y mechones de pelo largo y sucio ondeaban detrás de mí. Giré la esquina, sabiendo que sólo tenía segundos…

Una ráfaga de aire rancio me envolvió al agarrarme el daimon de la camiseta, estampándome contra la pared. Polvo y yeso flotaron por el aire. Unos destellos negros me cegaron la vista al ponerme de pie. Aquellos desalmados agujeros negros donde debía de haber ojos parecía que me miraban como si fuese su siguiente cupón de comida.

El daimon me agarró del hombro y dejé que el instinto actuase. Me di la vuelta, viendo cómo la sorpresa se reflejaba en su pálido rostro una décima de segundo antes de darle la patada. Mi pie dio en el lateral de su cabeza. El impacto lo mandó tambaleándose hasta la pared opuesta. Me giré, estampando mi mano contra él. La sorpresa se convirtió en terror cuando el daimon miró abajo y vio la pala clavada profundamente en su estómago. No importaba dónde apuntásemos. El titanio siempre mataba a un daimon.

El sonido gutural escapó de su boca antes de explotar en un polvo brillante azul.

Con la pala aún en la mano, me di la vuelta y bajé las escaleras de dos en dos. Ignoré el dolor en mis caderas y salí corriendo.

Iba a conseguirlo, tenía que conseguirlo. Estaría muy cabreada en la otra vida, si moría en este tugurio siendo virgen.

—Pequeña mestiza, ¿dónde vas tan rápido?

Me tropecé, cayendo hacia un lado sobre una gran prensa de acero. El corazón me golpeaba contra las costillas, era muy doloroso. El daimon apareció unos pocos metro detrás de mí. Como el de arriba, éste parecía un monstruo. La boca completament abierta, enseñando sus aflados dientes aserrados y esos agujeros completamente negros me daban escalofríos por toda la piel. No refejaban luz ni vida, sólo signifcaba muerte. Tenía las mejillas hundidas y la piel extremadamente pálida. Las venas sobresalían, marcándole toda la cara como serpientes oscuras. Realmente parecía algo salido de mi peor pesadilla —algo demoníaco. Sólo un mestizo podía, por momentos, ver través de su encanto. Entonces la magia elemental aparecía, revelando cómo llegó a ser alguna vez. Me vino a la mente Adonis —un impresionante hombre rubio.

—¿Qué haces tan sola? —preguntó, con una voz grave y atrayente. Di un paso atrás, mientras buscaba con los ojos una salida de la sala. El supuesto Adonis me bloqueaba el paso, y sabía que no podía quedarme quieta mucho más tiempo. Los daimons aún tenían control sobre los elementos. Si me daba con aire o fuego, estaba perdida.

Rió, pero sin humor ni vida.

—Quizá si suplicas, quiero decir, suplicando de verdad; dejaré que tu muerte sea rápida. La verdad es que los mestizos no me van. Pero los pura sangre sin embargo —dejó escapar un sonido de placer—, son como una cena de lujo. ¿Los mestizos? Sois más como comida rápida.

—Acércate un paso más, y acabarás como tu compañero de arriba.

Esperé que sonara sufcientemente amenazador. No fue así precisamente.

—Inténtalo.

Levantó las cejas.

—Ahora estás empezando a cabrearme. Ya son dos de los nuestros a los que has matado.

—¿Llevas la cuenta o qué?

Mi corazón se paró cuando el suelo tras de mí crujió. Me di la vuelta, viendo a un daimon.

Se acercó un poco, forzándome a acercarme al otro daimon.

Me estaban acorralando, quitándome toda oportunidad de escapar. Otro gritó en algún lugar. El pánico y el miedo me golpearon. El estómago me dio un vuelco y los dedos me temblaron sobre la pala de jardín. Dioses, quería vomitar.

El cabecilla avanzó hacia mí.

—¿Sabes lo que voy a hacerte?

Tragué saliva y puse una sonrisa burlona.

—Bla. Bla. Vas a matarme. Bla bla. Ya lo sé.

El grito hambriento de la daimon cortó su respuesta. Obviamente tenía mucha hambre. Comenzó a dar vueltas a mí alrededor, como un buitre, lista para rajarme. Mis ojos se clavaron en ella. Los hambrientos eran siempre los más estúpidos —los más débiles del grupo. La leyenda decía que probar por primera vez el éter —la fuerza vital que corre por nuestra sangre— era lo que poseía a un pura sangre. Simplemente el probar un poco te convertía en un daimon y acababa en una adicción de por vida. Había bastantes probabilidades de poder pasarla. Pero al otro… ese era otra historia.

Hice un amago de ir hacia la daimon. Vino directa hacia mí como una drogata buscando su dosis. El daimon le gritó que parase, pero era demasiado tarde. Salí corriendo en dirección contraria, como una corredora olímpica, hacia la puerta que había abierto esa noche. Una vez fuera, las apuestas estarían de nuevo a mi favor. Un pequeño atisbo de esperanza brilló y me empujó a lanzarme fuera.

Ocurrió lo peor que podía pasar. Un muro de llamas se alzó frente a mí, ardiendo entre los bancos y levantándose cerca de los dos metros. Era real. No era una ilusión. El calor me golpeó hacia atrás y el fuego crepitó, atravesando los muros.

Frente a mí, él atravesó las llamas caminando, con la apariencia que tenían los cazadores de daimons. El fuego no le chamuscó los pantalones ni le ensució la camiseta. No le tocó ni un sólo pelo oscuro. Aquellos ojos fríos del color de una tormenta se clavaron en mí.

Era él. Aiden St. Delphi.

Jamás olvidaría su nombre o su cara. La primera vez que le vi en el campo de entrenamiento, me enamoré de él como una estúpida. Yo tenía catorce y él diecisiete años. El hecho de que él fuese un pura sangre no importaba cuando le veía por el campus.

La presencia de Aiden sólo podía signifcar una cosa: los centinelas habían llegado.

Nuestros ojos se encontraron, y entonces él miró por encima de mi hombro.

—Agáchate.

No hizo falta que me lo dijera dos veces. Como una profesional, me tiré al suelo. Un rayo de calor salió por encima mío, dando en el blanco. El suelo tembló por el golpe violento que dio al daimon, y sus gritos de dolor llenaron el aire. Sólo el titanio podía matar a un daimon, pero estaba segura de que ser quemado vivo no sentaba muy bien.

Levantándome sobre los codos, vi a través de mi pelo sucio cómo Aiden bajaba la mano. Un estallido siguió al movimiento, y las llamas se extinguieron tan rápido como habían aparecido. En segundos, sólo quedó el olor a madera quemada, carne y humo.

Dos centinelas más entraron corriendo en la sala. Reconocí a uno de ellos. Kain Poros: un mestizo de un año o así más que yo. Entrenamos juntos hacía mucho tiempo. Kain se movía con una gracia que antes no tenía. Fue a por la daimon, y con un movimiento rápido clavó una daga larga y delgada en su carne quemada. Ella también se convirtió en poco más que polvo.

El otro centinela tenía el aspecto de un pura sangre, pero nunca antes le había visto. Era grande —grande tipo esteroides— y se centró en el daimon que yo sabía que estaba en algún lugar de esta fábrica pero que aún no había visto. Viendo cómo movía un cuerpo tan grande de forma grácil me hizo sentir muy incompetente, especialmente considerando que aún estaba espatarrada en el suelo. Me levanté, sintiendo desvanecerse el subidón de adrenalina del miedo.

Sin aviso previo, mi cabeza explotó de dolor al golpear mi cara el suelo con fuerza. Aturdida y confusa, me llevó un momento darme cuenta de que el aspirante a Adonis me había cogido las piernas. Me retorcí, pero el muy asqueroso hundió sus manos en mi pelo y me tiró de la cabeza hacia atrás. Clavé los dedos en su piel, pero no hizo bajar la presión que sentía en mi cuello. Por un momento pensé que quería arrancarme la cabeza de cuajo, pero clavó sus dientes aflados como cuchillas en mi hombro, pasando a través de la tela y carne. Grité. Y tanto que grité.

Estaba ardiendo. Tenía que estarlo. El drenaje de mi sangre me quemaba a través de la piel; pinchazos agudos se extendían a través de cada célula de mi cuerpo. Incluso a pesar de ser sólo una mestiza, sin estar llena hasta arriba de éter como un pura sangre, el daimon continuó bebiendo mi esencia como si lo fuese. No era mi sangre lo que estaba buscando; bebería litros sólo para llegar hasta el éter. Hasta mi alma cambió cuando lo absorbía hacia él. El dolor se apoderó de mí.

De repente, el daimon soltó la boca.

—¿Qué eres? —Su voz susurraba arrastrando las palabras.

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