Brunetti no pudo evitar que su voz sonara seca al replicar:
—Matar a cinco ancianos es algo más que indecoroso. —Paola no dijo nada, lo miró fijamente y se volvió a echar sal al agua que empezaba a hervir—. Está bien, está bien, ya sé que pruebas no hay muchas —admitió y, en vista de que Paola seguía de espaldas, fue aún más allá en sus concesiones—. Bueno, prueba, ninguna. Pero, ¿a qué viene entonces ese infundio de que ha robado y lesionado a uno de los ancianos? ¿Y por qué la han atropellado y abandonado en la carretera?
Paola abrió el paquete que estaba al lado de la olla y tomó un puñado de la harina de maíz que contenía. Mientras hablaba, con una mano, iba echando harina poco a poco en el agua hirviendo y con la otra removía con una gran cuchara de madera.
—Puede haber sido un atropello fortuito. Y un puñado de mujeres juntas no tienen mucho que hacer, aparte de murmurar.
Brunetti la miraba con la boca abierta.
—¿Y así habla una mujer que se considera feminista? —dijo al fin—. No permita Dios que tenga que oír lo que dicen las no feministas acerca de las mujeres que viven solas.
—Lo digo en serio, Guido. Y da lo mismo que sean hombres o mujeres. —Imperturbable ante su protesta, Paola seguía echando harina y removiendo lentamente—. Si pones juntas a una serie de personas, forzosamente acaban murmurando unas de otras. Y, si no hay diversiones, peor que peor.
—¿Diversiones tales como el sexo? —preguntó él, tratando de escandalizarla o, por lo menos, hacerla reír.
—Especialmente si no hay sexo.
Paola acabó de echar la harina de maíz mientras Brunetti meditaba sobre lo dicho.
—Toma, remueve mientras pongo la mesa —dijo ella, haciéndose a un lado para dejarle sitio delante del fogón y tendiéndole la cuchara.
—Yo pondré la mesa —dijo él levantándose y abriendo el armario. Lentamente, dispuso los platos, las copas y los cubiertos—. ¿Hay ensalada? —preguntó, Paola asintió y él sacó cuatro platos de ensalada y los dejó en la encimera—. ¿Postre?
—Fruta.
Bajó otros cuatro platos.
Volvió a sentarse en su sitio y levantó la copa, tomó un sorbo, tragó y dijo:
—De acuerdo, pudo ser un accidente, y puede ser casualidad que se murmure de ella en la
casa di cura.
—Dejó la copa en la mesa y se sirvió más vino—. ¿Es eso lo que piensas?
Ella acabó de remover y dejó la cuchara atravesada encima de la olla.
—No; yo creo que han querido matarla. Y creo que alguien ha hecho circular la historia de que robaba dinero. Todo lo que me has contado de ella me impide creerla capaz de mentir o robar. Y dudo que alguien que la conozca bien pueda creerlo. A no ser que la fuente sea una persona con autoridad. —Tomó un sorbo de la copa de su marido y volvió a dejarla en la mesa—. Es curioso, Guido, pero lo que estaba escuchando cuando has llegado trata de esta cuestión.
—¿De qué cuestión?
—En el
Barbiere
hay un aria preciosa… y no me interrumpas para decir que hay más de una… Me refiero a la de, ¿cómo se llama?, Basilio, el maestro de música, que trata de la calumnia que, al propagarse, hace que la víctima —y aquí Paola asombró a su marido rompiendo a cantar las últimas frases del aria del bajo con su voz de soprano ligera—:
«Avvilito, calpestrato, sotto il pubblico flagello per gran sorte va a crepar.»
Antes de que terminara, sus dos hijos estaban en la puerta mirando atónitos a su madre. Cuando Paola terminó, Chiara exclamó:
—
Mamma,
no tenía idea de que supieras cantar.
Paola miraba a su marido, no a su hija, al responder:
—Siempre hay algo que descubrir acerca de las madres.
Hacia el final de la cena, salieron a hablar de la escuela, lo que llevó a Paola a preguntar a su hija por la clase de religión.
—Me gustaría dejarla —dijo Chiara tomando una manzana del frutero que estaba en el centro de la mesa.
—No sé por qué no queréis que la deje —dijo Raffi—. Es perder el tiempo.
Paola, en lugar de honrar con una respuesta la aportación de su hijo a la conversación, preguntó a Chiara:
—¿Dejarla? ¿Por qué?
La niña se encogió de hombros.
—Creo que se te ha otorgado el don del habla, Chiara —dijo la madre.
—Mira,
mamma,
cuando me hablas en ese tono, ya sé que no vas a escuchar lo que te diga.
—¿Puedo preguntar a qué tono te refieres? —inquirió Paola.
—Pues a ése —replicó Chiara.
Paola miró a los hombres de la familia en demanda de apoyo frente a este ataque injustificado de su benjamina, pero ellos la asaeteaban con ojos implacables. Chiara siguió pelando la manzana, procurando sacar la piel en una sola tira, que ya llegaba al canto de la mesa.
—Perdona, Chiara —dijo Paola.
Chiara le lanzó una mirada fugaz, acabó de pelar su manzana, cortó un trozo de la fruta y lo dejó en el plato de su madre.
Brunetti decidió reanudar las negociaciones.
—¿Por qué quieres dejar la clase de religión, Chiara?
—Raffi tiene razón. Es perder el tiempo. Me aprendí de memoria el catecismo la primera semana, y lo único que hacemos es recitarlo cuando él nos pregunta. Es aburrido, y podría dedicar ese tiempo a leer o hacer deberes. Pero lo peor es que al cura no le gusta que le hagamos preguntas.
—¿Qué clase de preguntas? —dijo Brunetti aceptando el último trozo de la manzana y permitiéndole con ello empezar a pelar otra.
—Mira —empezó Chiara, con la atención concentrada en el movimiento del cuchillo—, hoy nos estaba diciendo que Dios es nuestro padre, y, al referirse a Dios, siempre decía «Él». Entonces yo levanto la mano y le pregunto si Dios es espíritu. Él me dice que sí lo es. Y yo pregunto si un espíritu es distinto de una persona porque no tiene cuerpo, no es material. Él dice que sí y yo le pregunto cómo, siendo espíritu, Dios ha de ser masculino, si no tiene cuerpo ni nada.
Brunetti miró a su mujer por encima de la cabeza inclinada de Chiara, pero llegó tarde para advertir cualquier vestigio de sonrisa de triunfo en la cara de Paola.
—¿Y qué te ha dicho el padre Luciano?
—Se ha puesto hecho una fiera y ha empezado a gritar. Ha dicho que yo quería presumir. —Miró a Brunetti, olvidando momentáneamente la manzana—. Pero no es verdad, papá. Yo no quería presumir. Quería saber. No le encuentro sentido. Quiero decir que por qué no puede ser Dios las dos cosas.
—No lo sé, tesoro. Hace ya mucho tiempo que yo estudié eso. Supongo que Dios puede ser lo que quiera. Quizá Dios sea tan grande que escapa a nuestras pequeñas reglas sobre la realidad material y nuestro pequeño universo. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?
—No, nunca. —Chiara apartó el plato. Reflexionó un momento y dijo—: Podría ser. —Otro silencio especulativo—. ¿Puedo ir a hacer los deberes?
—Desde luego —dijo Brunetti, inclinándose para revolverle el pelo—. Si tienes dificultades con los problemas de mates, con los más difíciles, me los traes.
—¿Y qué harás, papá? ¿Decirme que no puedes ayudarme porque ahora las mates son muy distintas de cuando las estudiabas tú? —preguntó Chiara riendo.
—¿No es lo que hago siempre con tus deberes de matemáticas,
cara
?
—Sí, debe de ser lo único que puedes hacer, ¿eh?
—Eso me temo —dijo Brunetti echando la silla hacia atrás.
Cuando los chicos se fueron, Brunetti miró a Paola.
—¿De acuerdo?
—¿De acuerdo, en qué?
—En que quizá ya sea hora de que deje la clase de religión.
Paola dejó de recoger la mesa y lo miró en silencio. Estaba esperando.
—¿Te ha contado algo más acerca de las cosas que dice el cura?
Ella movió la cabeza negativamente.
—No; son las otras chicas las que hablan, y diría que, aunque entre ellas se ríen, son cosas que les chocan.
—¡Por todos los santos…! —estalló Brunetti—. ¿Serán todos iguales?
—¿Iguales a quién?
—A este hombre nefasto.
Ella tardó en contestar.
—No; creo que no. —Casi de mala gana, añadió—: Yo reconocería que la mayoría no lo son, lo que ocurre es que sólo nos fijamos en los malos. Y luego generalizamos.
—Siempre creí que no los tragabas —dijo Brunetti.
—¿A quién? ¿A los curas?
—Sí.
Ella sonrió.
—Ésa es la impresión que debo de dar en mis momentos de arrebato. Pero en realidad no los detesto. Yo aborrezco a los déspotas. Y los déspotas espirituales son los peores, los más cobardes. Pero a los curas, no. Hay muchos curas buenos.
Brunetti asintió.
—Eso espero. ¿Qué hacemos? ¿Escribir una carta?
—Sí.
—¿Habrá que dar una explicación?
—Creo que no. Sólo decir que necesita más tiempo para las otras asignaturas.
—¿Y nada más?
Paola asintió.
—Nada más.
Ya que el tema de la religión había invadido su vida tanto en el ámbito doméstico como en el profesional sin que él pudiera impedirlo, aquella noche, Brunetti se dedicó a la lectura de los primeros Padres de la Iglesia, ocupación a la que no era muy dado. Empezó por Tertuliano, cuya manera de despotricar le hizo pasar rápidamente a los escritos de san Benedicto, hasta que se tropezó con un pasaje que decía: «El esposo que, en el transporte de un amor inmoderado, yace con su esposa ardorosamente para satisfacer su pasión y deseara tener comercio con ella aunque no fuera su esposa, comete pecado.»
—¿Comercio? —se preguntó Brunetti en voz alta levantando la mirada del libro y sobresaltando a Paola que estaba a su lado, repasando medio dormida las notas para la clase del día siguiente.
—¿Mmmm? —hizo ella con una vaga interrogación.
—¿Y hemos dejado que esta gente educara a nuestros hijos? —preguntó, y le leyó el pasaje en voz alta.
Él, más que ver, notó cómo ella se encogía de hombros.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
—Quiero decir que, si pones a la gente a dieta, no piensan más que en comer. O, si obligas a alguien a dejar de fumar, no pensará más que en el tabaco. Me parece bastante lógico que, si dices a una persona que debe practicar la continencia sexual, se obsesione con el tema. Y si, encima, le das autoridad para que diga a la gente cómo ha de llevar su vida sexual, tendrás problemas. En cierto modo es como pedir a una persona ciega y sorda que enseñe Historia del Arte.
—¿Por qué nunca me habías dicho eso? —preguntó él.
—Hicimos un trato. Prometí no interferir en la educación religiosa de nuestros hijos.
—Pero esto es demencial —dijo él descargando una palmada en la página del libro.
—Claro que es demencial —repuso ella con voz perfectamente serena—. Pero, ¿es más alucinante que la mayoría de las cosas que ven y leen?
—No sé a qué te refieres.
—Sex-clubs, porno infantil, sexo por teléfono, lo que tú quieras; es el reverso de la medalla del maníaco que escribió eso —dijo ella señalando desdeñosamente el libro que él tenía en las manos—. En los dos casos, el sexo se convierte en obsesión, ya sea porque no puedes hacerlo, ya porque no haces nada más. —Volvió a concentrarse en sus notas.
Al cabo de un momento, Brunetti empezó:
—Pero… —no dijo más hasta que ella levantó la mirada. Cuando vio que le escuchaba, repitió—: Pero, ¿les dicen realmente estas cosas?
—Ya te lo dije en su momento, Guido: todo esto te lo dejo a ti. Fuiste tú el que insistió en que tenían que aprender… Si mal no recuerdo, tu expresión fue «cultura occidental». Bien, san Benedicto… si él es el autor de ese nefando pasaje… san Benedicto forma parte de la cultura occidental.
—Pero no pueden enseñarles estas cosas —él insistió.
Ella se encogió de hombros.
—Pregunta a Chiara —dijo volviendo a sus notas.
Brunetti, al que su mujer había dejado solo con sus diatribas, cerró el libro, lo dejó a un lado y tomó otro del montón que tenía al lado del sofá. Se concentró en
Historia de la guerra judía,
de Josefo, y había llegado a la descripción del sitio de Jerusalén por el emperador Vespasiano cuando sonó el teléfono.
Alargó la mano hacia el aparato que estaba en la mesita lateral y descolgó.
—Brunetti —dijo.
—Comisario, aquí Miotti.
—Sí, Miotti, ¿qué pasa?
—He pensado que debía llamarlo.
—¿Por qué Miotti?
—Una de las personas a las que usted y Vianello visitaron ha muerto.
—¿Quién?
—El
signor
Da Prè.
—¿Cómo?
—No estamos seguros.
—¿Que no están seguros?
—Comisario, me parece que será mejor que venga a ver.
—¿Dónde está?
—Estamos en su casa. Es en…
—Ya sé dónde es —cortó Brunetti—. ¿Qué ha pasado?
—Ha empezado a filtrarse agua por el techo del piso de abajo, y el vecino ha subido ver qué ocurría. Tiene llave, ha entrado y ha encontrado a Da Prè en el suelo del cuarto de baño.
—¿Y…?
—Parece como si se hubiera caído y desnucado, comisario.
Brunetti esperaba más explicaciones y, como no llegaban, dijo:
—Llame al
dottor
Rizzardi.
—Ya lo he llamado.
—Bien. Estaré ahí dentro de veinte minutos. —Brunetti colgó y se volvió hacia Paola, que ya no leía sino que lo miraba con curiosidad, esperando enterarse de la otra mitad de la conversación.
—Da Prè. Se ha caído y se ha desnucado.
—¿El hombrecito jorobado?
—Sí.
—Pobre, qué mala suerte —fue su reacción inmediata.
La de Brunetti tardó más en producirse y, cuando llegó, reflejó la diferencia de mentalidades y profesiones.
—Quizá.
Paola no hizo ningún comentario a esto y miró el reloj.
—Son casi las once.
Brunetti dejó a Josefo encima de san Benedicto y se levantó.
—Pues hasta mañana.
Paola le oprimió la mano.
—Ponte el pañuelo, Guido. Hace frío.
Él se inclinó, la besó en el pelo, se puso el abrigo, fue en busca del pañuelo y salió a la calle.
Cuando llegó a casa de Da Prè, vio a un policía de uniforme frente a la puerta de la escalera. Al reconocer a Brunetti, el agente saludó y, contestando a su pregunta, dijo que el
dottor
Rizzardi ya había llegado.
Arriba, junto a la puerta abierta del apartamento, por la parte de dentro, había otro policía de uniforme, Corsaro, que saludó a Brunetti y se hizo a un lado.