—Está sobrevolando el barco, a veces en línea recta y a veces en círculos. Cuando gira, se inclina; pero no sufre ningún otro cambio. Parece tener un cuerpo pequeño en la intersección de las dos varas…
Barlennan continuó con la descripción, pero el objeto era demasiado ajeno a su experiencia normal para que el mesklinita hallara símiles adecuados en un idioma extraño.
—Si aparece en pantalla, preparaos para entrecerrar los ojos —advirtió uno de los técnicos—. Voy a enfocarla con una cámara de alta velocidad, y tendremos que elevar muchísimo el brillo para obtener una buena exposición.
—Hay varas más pequeñas que se cruzan con la mas larga —prosiguió Barlennan—, y algo que parece una vela muy delgada estirada entre ellas. Ahora vuelve hacia nosotros, a muy baja altura… Creo que esta vez pasara frente a vuestro ojo.
Los observadores se pusieron rígidos, y la mano del fotógrafo se crispo sobre un interruptor de doble polaridad que, al cerrarse, activaría la cámara y aumentaría el brillo en la pantalla. Aunque estaba preparado, tardó en reaccionar, y los presentes echaron un buen vistazo antes de que el fogonazo les obligara a cerrar los ojos. Todos vieron suficiente.
Nadie habló mientras el técnico activaba el generador de frecuencia de revelado, rebobinaba la película, volvía la cámara montada hacia la pared de la habitación y encendía el proyector. Tenían suficiente tema de reflexión para distraerse durante los quince segundos que requirió esa operación.
La proyección estaba ralentizada en un cincuenta por ciento, y todos pudieron observar las imágenes con detenimiento. No era sorprendente que Barlennan no hubiera podido describir la criatura; nunca había imaginado que fuera posible volar hasta su encuentro con Lackland, unos meses antes, y su idioma carecía de palabras para describir semejante arte. Entre las pocas palabras terrícolas que había aprendido, no estaban incluidas «fuselaje», «alas» y «cola de avión».
El objeto no era un animal. Tenía un cuerpo —fuselaje, como lo denominaban los hombres— de un metro de longitud, la mitad que la canoa adquirida por Barlennan. Una vara delgada que se extendía varios centímetros hacia la popa tenía superficies de control en un extremo. Las alas se expandían más de seis metros, y la estructura de un travesaño principal y muchas costillas era fácil de ver a través de la tela casi transparente que las cubría. Dentro de sus limitaciones naturales, Barlennan había realizado una excelente tarea con la descripción.
—¿Qué lo impulsa? —pregunto uno de los observadores—. No tiene hélices ni toberas, y Barlennan dijo que no hacia ruido.
—Es un avión de vela —dijo uno de los meteorólogos—. Un planeador, operado por alguien que tiene la destreza de una gaviota terrícola para utilizar las corrientes aéreas que ascienden desde el frente de una ola. Podría albergar a un par de criaturas del tamaño de Barlennan, y permanecer en el aire hasta que estas tuvieran que bajar para alimentarse o dormir.
Los tripulantes del Bree se estaban inquietando. El silencio total de la maquina voladora los perturbaba, y además no podían ver quien o que iba a bordo; a nadie le gusta ser observado por alguien a quien no puede ver. El planeador no revelaba hostilidad, pero los tripulantes aun recordaban su experiencia de un ataque aéreo, y esa presencia los sacaba de quicio. Dos de ellos manifestaron el deseo de practicar el recién aprendido arte de arrojar, usando cualquier objeto duro que pudieran hallar en cubierta, pero Barlennan lo prohibió estrictamente. Continuaron navegando, intrigados, hasta que la brumosa cúpula del cielo se oscureció con un nuevo ocaso. Nadie sabía si sentir alivio o preocupación cuando el nuevo día no revelo vestigios de la maquina volante. El viento era mas fuerte, y soplaba desde el noroeste, cruzando el curso del Bree; las olas aun no lo seguían y estaban muy encrespadas. Por primera vez, Barlennan noto una desventaja en la canoa; el metano que caía a bordo se quedaba allí. Antes del final del día, juzgo necesario izar la pequeña embarcación hasta las balsas exteriores y poner a dos marineros a achicar el agua, una operación para la cual no tenían ni las palabras ni el equipo adecuados.
La primera isla que avistaron era bastante alta, y el suelo se elevo rápidamente desde el nivel del mar para desaparecer en las nubes. Estaba a sotavento del punto donde la habían avistado por primera vez, y Barlennan, tras consultar el mapa del archipiélago que había garabateado siguiendo las descripciones del terrícola, mantuvo el rumbo. Tal como esperaba, apareció otra isla delante antes de que la primera se hubiera perdido de vista, y Barlennan alteró el curso para pasar a sotavento de ella. Aquel paraje, de acuerdo con las observaciones realizadas desde arriba, era muy irregular y debía de tener puertos naturales; además, Barlennan no tenía intención de bordear la costa afrontando el viento durante las noches que indudablemente necesitaría para su exploración.
Esta isla también parecía alta; no solo los picos llegaban hasta las nubes, sino que la costa los resguardaba del viento. La línea costera presentaba frecuentes fiordos; Barlennan procuraba atravesar la boca de cada uno de ellos, pero Dondragmer insistió en que valdría la pena penetrar hasta un punto que estuviera lejos de mar abierto. Sostenía que cualquier playa ofrecería un refugio adecuado. Barlennan decidió acceder solo para demostrar al piloto cuan equivocado estaba. Lamentablemente, el primer fiordo que examinaron presentaba un brusco recodo a un kilómetro del océano y se abría hacia una especie de lago, casi perfectamente circular y con cien metros de diámetro. Las paredes se elevaban en la niebla, excepto en la desembocadura por donde había entrado el Bree y una abertura más pequeña a pocos metros de la primera, donde un arroyo vertía sus aguas en el lago. La única playa estaba entre las dos aberturas.
Hubo tiempo suficiente para asegurar la nave y su contenido; las nubes pertenecían al segundo de los dos ciclones «normales» que habían mencionado los meteorólogos, y no a la tormenta principal. A los pocos días, el tiempo se despejo de nuevo, aunque el viento continuaba soplando con fuerza. Barlennan pudo ver que la bahía era el fondo de un valle con forma de cuenco, cuyas paredes tenían menos de treinta metros de altura y no eran demasiado abruptas. Era posible ver el interior de la isla a través de la hendidura cavada por el pequeño río, siempre que se trepara un corto trecho por una de las laderas. Haciendo esto cuando el tiempo se despejo, Barlennan realizó un descubrimiento desconcertante: montones de conchas marinas, algas y huesos de grandes animales marinos se hallaban desperdigados en medio de la flora terrestre que cubría la ladera. Nuevas investigaciones le permitieron descubrir que lo mismo sucedía en los alrededores del valle, hasta una altura de diez metros por encima del actual nivel del mar. Muchos restos eran ambiguos y estaban carcomidos o enterrados, lo cual se podía explicar por la acción de cambios en el nivel del mar. Pero algunos eran relativamente recientes, y eso solo podía significar que, en ciertas ocasiones, el mar subía por encima de su nivel actual. En consecuencia era posible que el Bree no estuviera en una posición tan segura como creían sus tripulantes.
Un solo factor limitaba las tormentas de Mesklin hasta el punto de posibilitar el viaje marítimo: el vapor de metano es mucho más denso que el hidrógeno. En la Tierra, el vapor de agua es más ligero que el aire y contribuye enormemente al desarrollo de un huracán una vez que este comienza. En Mesklin, el metano que una tormenta recoge del océano tiende a detener, en un tiempo relativamente corto, las corrientes ascendentes que son responsables de su origen. Además, el calor que irradia al condensarse para formar las nubes de tormenta equivale a un cuarto del que proporcionaría una cantidad de agua comparable, y ese calor constituye el combustible del huracán, una vez que el sol ha dado el impulso inicial.
A pesar de todo, un huracán mesklinita no es cosa de broma. Barlennan, aún siendo mesklinita, lo aprendió de repente. Estaba pensando en remolcar el Bree corriente arriba cuando la decisión quedó fuera de sus manos; el agua del lago retrocedió con pasmosa velocidad, dejando la nave encallada a veinte metros de la orilla. Poco después, el viento viró noventa grades, alcanzando una velocidad que obligó a los marineros que estaban a bordo a aferrarse a las cornamusas, y a los que se hallaban en tierra, a la vegetación. Nadie oyó el estridente ronquido del capitán ordenando regresar a bordo, ya que todos se habían refugiado en el circulo de las paredes del valle; de todas formas, nadie necesitaba una orden. Matorral por matorral, emprendieron el regreso —aferrándose con por lo menos dos pares de pinzas— hasta el lugar donde se encontraba la nave, que amenazaba con elevarse en cualquier momento, arrastrada por el viento. La lluvia —o, mejor dicho, la espuma, que azotaba la isla— los fustigó durante largos minutos; luego, las precipitaciones y el viento cesaron como por arte de magia. Nadie se atrevió a desatarse, pero los marineros más lentos recorrieron el ultimo tramo hasta el barco. Y lo hicieron justo a tiempo. El núcleo de la tormenta tendría cinco kilómetros de diámetro en el nivel del mar y se movía a cien kilómetros por hora. La pausa en el viento fue solo temporal; significaba que el centro del ciclón había llegado al valle. Además, esta era la zona de presión baja, y cuando llegó al mar en la desembocadura del fiordo se produjo la inundación. Las aguas se elevaron, cobrando velocidad, y penetraron en el valle como el chorro de una manguera. Recorrieron las paredes, atrapando al Bree en el primer circulo, y continuaron subiendo mientras la nave buscaba el centro del remolino…, cinco, diez, quince metros…, hasta que el viento atacó de nuevo.
Aunque la madera de los mástiles era dura, estos se partieron. Dos tripulantes habían desaparecido, quizá por haberse atado con demasiado apresuramiento. El viento envolvió la nave, desprovista de mástiles, y la arrojo hacia el remolino; como una astilla indefensa, salió disparada por el chorro líquido que ahora empujaba el pequeño río hacia el interior de la isla. El viento continuó arrastrándola, ahora hacia el costado del río; y cuando la presión se elevo de nuevo, la marejada retrocedió tan rápidamente como había llegado. Sin embargo, el tramo donde flotaba el Bree ya no tenía por donde ir excepto el cauce fluvial, y eso le llevo tiempo. Si hubiera durado la luz diurna, Barlennan habría podido guiar su maltrecha nave por esa corriente mientras aun flotaba; pero el sol se puso en ese instante, y encallaron sumidos en la oscuridad. La demora de pocos segundos fue suficiente; el líquido continuaba retrocediendo, y el sol, al regresar, asomó sobre un indefenso montón de balsas que estaban a veinte metros de un río demasiado angosto y con muy poca profundidad.
D
esde Toorey habían visto buena parte de lo sucedido; los equipos de radio, al igual que la mayoría de los objetos más pequeños de la cubierta del Bree, permanecían en su sitio. No habían podido distinguir mucho mientras la nave giraba en ese vórtice, pero la situación actual era dolorosamente clara. Ninguna de las personas de la sala de pantallas tenía consejos útiles para ofrecer.
Lo mismo les ocurría a los mesklinitas. Estaban habituados a tener barcos encallados en tierra, pues, en su propia latitud, los mares retrocedían a finales de verano y de otoño, pero no a que ocurriera de golpe y con tantas tierras altas entre ellos y el océano. Barlennan y el piloto evaluaron la situación y no hallaron muchos motivos para sentir gratitud.
Aun tenían comida en abundancia, aunque la que llevaban en la canoa había desaparecido. Dondragmer aprovechó la ocasión para señalar la superioridad de las balsas, omitiendo mencionar que las provisiones de la canoa estaban amarradas con negligencia o incluso sueltas, por una errónea confianza en los flancos altos de la embarcación. La canoa seguía en el extremo de su línea de remolque, intacta. La madera de que estaba hecha compartía la elasticidad de las plantas de las latitudes altas. El Bree, construido con materiales similares, pero menos flexibles, también estaba intacto, pero habría sido muy diferente si hubiera habido muchas rocas en la pared del valle redondo. El Bree no se había volcado gracias a su hechura. Barlennan admitió ese punto sin esperar a que el piloto lo mencionara.
—Lo más conveniente sería desmantelarlo, como hicimos antes, y acarrearlo por encima de las colinas. No son muy empinadas, y el peso todavía no es excesivo —sugirió Barlennan al cabo de una larga reflexión.
—Quizá tengas razón, capitán. Pero ¿no ahorraríamos tiempo separando las balsas solo en sentido longitudinal, para tener remos a lo largo de la nave? Podríamos trasladarlas o arrastrarlas hasta el río, y sin duda flotarían antes de un largo trecho.
Fue Hars, que ya se había recuperado del impacto de la roca, quien hizo esta sugerencia.
—Buena idea, Hars. ¿Por que no averiguas que distancia precisa tendría ese trecho? El resto puede empezar a desatarlas como has sugerido, y descargar donde sea necesario. Me temo que parte del cargamento será un estorbo.
—¿El tiempo aun será desfavorable para esas maquinas volantes? —pregunto Dondragmer.
Barlennan miro hacia arriba.
—Las nubes todavía están bajas y el viento arrecia —dijo—. Si los Voladores están en lo cierto, y al parecer saben de que hablan, el tiempo aun es malo. Sin embargo, no estará de más echar una ojeada al cielo. Ojalá veamos otra.
—No es algo que me entusiasme —replico el piloto secamente—. Supongo que quieres añadir un planeador a la canoa. Te aseguro que, en caso de emergencia, llegaría a montarme en una canoa, pero el día en que trepe a una de esas maquinas volantes será una apacible mañana de invierno con ambos soles en el cielo.
Barlennan no respondió; no había pensado conscientemente en añadir un planeador a la colección, pero la idea le interesó. En cuanto a volar en la máquina, bien, a pesar de los cambios que Barlennan había experimentado, había ciertos limites.
Los Voladores informaron que el tiempo empezaba a despejarse, y las nubes, en efecto, se disiparon a lo largo de los días siguientes. Aunque el tiempo mejoró mucho para volar, pocos tripulantes pensaban en mirar los cielos. Todos estaban atareados. El plan de Hars había resultado viable, pues el arroyo tenía profundidad suficiente para las balsas pocos cientos de metros hacia el mar, y anchura suficiente para una sola balsa a poca distancia. Barlennan se había equivocado al afirmar que el peso ya no sería excesivo; todo pesaba el doble que cuando se habían despedido de Lackland, y ellos no estaban habituados a levantar nada. Aunque eran vigorosos, la nueva gravedad puso a prueba su destreza para alzar cosas, hasta el extremo de necesitar descargar las balsas antes de trasladarlas y arrastrarlas hasta el arroyo. Una vez en el agua, la tarea fue mucho más simple; y cuando una cuadrilla de excavación hubo ensanchado las márgenes hasta el punto más próximo al sitio donde descansaba el Bree, la labor se facilitó muchísimo. En pocos cientos de días, la larga y angosta hilera de balsas, nuevamente cargada, era remolcada hacia el mar.