Misterio del gato comediante (16 page)

BOOK: Misterio del gato comediante
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—Y esta tarde, si podemos, comprobaremos lo de John James y el cine, y también lo de Alee Grant —decidió Fatty—Es cuestión de darse prisa, porque me parece que Goon no tardará en actuar. ¡Si vuelve a importunar al pobre Boysie, le trastornará el «poco» seso que le queda!

Daisy buscó una funda de cojín a medio bordar que nunca se había tomado la molestia de terminar, y envolviendo la labor con los hilos de seda que componían el colorido del bordado, dijo a Larry:

—Vamos. No nos costará trabajo averiguar lo de Lucy White, aunque creo sinceramente que es perder el tiempo comprobar «su» coartada. ¡Parece incapaz de matar una mosca!

Al llegar al edificio donde vivía Mary Adams, subieron la escalera que conducía a su piso y llamaron a la puerta. A poco, apareció la anciana señorita en el marco de la misma.

—¡Vaya, «qué» sorpresa! —exclamó, complacida—. La señorita Daisy «y» el señor Larry. Hace mucho que no os veía. ¡Cómo habéis crecido! Vamos, pasad.

La anciana les condujo a su diminuta salita y, tomando una lata de galletas de chocolate de encima de la repisa de la chimenea, les ofreció una a cada uno. Era una viejecita muy menuda, de cabellos blancos, casi paralizada por el reuma, si bien capaz aún de coser y hacer punto de aguja y otras labores.

—Oiga, Mary —dijo Daisy, abriendo el paquete con la labor—¿Podría usted terminarme este cojín antes de Pascua? Quiero regalárselo a mi madre y creo que no me dará tiempo a acabarlo porque le estoy bordando también unos pañuelitos. ¿Cuánto me llevará usted por hacerlo?

—Nada, señorita Daisy, ni un penique —repuso Mary Adams, con expresión radiante—. Será un placer ayudarte, particularmente en algo destinado a tu querida madre. Así podré demostrarte el afecto que te tengo.

—¡«Muchísimas» gracias, Mary! —exclamó Daisy—. Es usted muy amable. En cuanto se abran nuestros narcisos, le traeré un ramo. Este año están muy atrasados.

—¿Otra galletita? —ofreció Mary, tomando de nuevo la caja de hojalata—. «Os» agradezco mucho la visita. Como he estado enferma, he salido muy poco últimamente. Por eso me da tanta alegría recibir visitas.

¡Por fin surgía la oportunidad que esperaban!

—¿Conoce usted a Lucy White? —inquirió Larry—. Esta tarde nos ha firmado un autógrafo. ¿Es amiga suya, verdad?

—Sí. ¡Qué buena es Lucy! La semana pasada, cuando estuve enferma, vino a verme todas las tardes. Tenía una porción de labores de punto empezadas y esa bondadosa muchacha me ayudó a terminarlas todas.

—¿Vino también el viernes? —preguntó Daisy.

—Pareces ese tal señor Goon —comentó Mary—, que ha venido ya tres veces a interpelarme respecto al viernes por la tarde. Pues, sí. Lucy vino a eso de las seis menos cuarto y estuvimos las dos haciendo media hasta las nueve y media, en que Lucy regresó a su casa. Escuchamos las noticias de las nueve y Lucy preparó un par de tazas de cacao con galletas. ¡Lo pasamos «muy bien» juntas!

Al parecer, la cosa no tenía vuelta de hoja.

—¿No la dejó a usted sola ni un solo momento hasta las nueve y media? —insistió Daisy.

—En absoluto. Ni siquiera salió de la habitación. Allí estuvimos sentadas toda la tarde, tejiendo sin parar, y al día siguiente Lucy tomó todos los encargos que habíamos hecho durante la semana y fue a entregarlos en mi nombre. Es un verdadero ángel.

En aquel momento llamaron al timbre.

—No se moleste, ya iré yo —ofrecióse Daisy, levantándose.

Y al abrir la puerta, ¡encontróse de manos a boca con el señor Goon, colorado como un tomate tras el esfuerzo de subir la escalera hasta el piso de Mary!

—¿Qué «hacéis» aquí? —preguntó el hombre, mirando a Daisy con recelo—. ¿Qué se os ha perdido en esta casa?

—Hemos venido a encargar una labor a Mary —replicó Daisy, muy digna.

—¿De «veras»? —repuso el señor Goon, con incredulidad—. ¿Está en casa Mary Adams?

—Sí, aquí estoy —gritó Mary en tono displicente—. ¿Es usted otra vez, señor Goon? No tengo nada más que decirle. Tenga la bondad de marcharse. ¡No puedo perder el tiempo!

—Sólo deseo formularle otro par de preguntas —gruñó el señor Goon, entrando en la salita.

—¡Teófilo Goon! —exclamó Mary Adams—. ¡Conste que desde su más tierna infancia es usted especialista en formular preguntas capciosas!

El señor Goon resopló coléricamente. Los chicos se despidieron al punto y echaron a correr a la calle, riendo.

—¡Apuesto a que «era» un niño insoportable! —profirió Larry, mientras bajaban la escalera—. Bien, Daisy. Ha sido todo muy fácil.

—Por supuesto. Y convincente. Tanto que Lucy White queda descartada. ¿Qué tal les habrá ido a los demás?

Bets les aguardaba en su casa con «Buster». La pequeña había insistido en ir con Pip y Fatty, pero éste le aconsejó que se quedara con «Buster». Entre tanto los dos muchachos recorrieron la orilla del río, por el mismo camino por donde William Orr y Peter Watting aseguraban haber ido.

Por fin, llegaron a una casa alta y estrecha, con una torrecilla. En el portillo, figuraba el nombre del lugar: «La Torrecilla. Café, sándwiches, bocadillos».

—Bien, ya hemos llegado —dijo Fatty—. Tomaremos café, sándwiches y bocadillos. Estoy muerto de hambre.

Ambos entraron en el establecimiento y se instalaron en una mesa con vistas a un florido jardín. Una muchacha muy menudita acudió a servirles. No aparentaba más de doce años, aunque probablemente tenía muchos más.

—Café para dos, por favor —encargó Fatty—. Y unos sándwiches. ¡Ah! ¡Y algún bocadillo!

—Os traeré una bandeja llena de bocadillos —dijo la muchacha, riendo—. Así podréis elegir a vuestro gusto.

A poco, les sirvió dos tazas de café humeante, un plato de sándwiches de huevo, carne en conserva y berro, y una bandeja colmada de apetitosos bocadillos.

—¡Ajá! —exclamó Fatty, contemplándolo con deleite—. «Hemos» escogido el sitio ideal para comprobar coartadas. ¡Fíjate en todo esto!

Los chicos se comieron los sándwiches y luego eligieron un bocadillo. Era delicioso.

—Vamos —instó Fatty—, comamos más bocadillos. Hemos andado mucho y tengo un hambre canina. Si luego no como a la hora de almorzar, me «da» lo mismo. ¡Vale la pena! ¡Qué banquetazo!

—¿Pero ya tendrás bastante dinero para pagar, Fatty? —preguntó Larry ansiosamente—. Yo llevo muy poco.

—¡Aquí lo hay a montones! —aseguró el opulento Fatty, haciendo sonar las monedas en sus bolsillos—. Procederemos a comprobar la coartada en cuanto demos cuenta de nuestra comida. ¡Atiza! ¡«Mira» quién está ahí!

¡Era Goon! Entró como si fuera el dueño de la casa y, apenas dio tres pasos, ¡vislumbró la cara de Fatty!

CAPÍTULO XVIII
MAS COMPROBACIONES... Y UNOS BOCADILLOS

Inmediatamente, el señor Goon acercóse a la mesa de Fatty.

—Adondequiera que voy —refunfuñó el hombre—, tropiezo con alguno de vosotros. ¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí?

—Pues, sencillamente, tomando un piscolabis —respondió Fatty, cortésmente—. ¿Viene usted también a tomar un bocadillo, señor Goon? Lo malo es que ya quedan muy pocos.

—Calla esa lengua —rugió el señor Goon.

—¿No me ha formulado una pregunta? —repuso Fatty—. Acaba usted de decir...

—¡Sé perfectamente lo que he dicho! —interrumpió el señor Goon—. ¡Estoy hasta la coronilla de vosotros chicos! Voy a casa de Mary Adams y me encuentro con dos de vosotros. Vengo acá y tropiezo con otro par. ¡Y apuesto a que si voy a otro sitio allí estaréis también! Sois una verdadera plaga.

—A mí también me sorprende verle a «usted» tan a menudo, señor Goon —replicó Fatty, en aquel tono afable y cortés que tanto exasperaba al señor Goon—. Es un placer.

El policía se puso colorado de ira, como aquel que está a punto de estallar. Pero al ver entrar en la sala a la pequeña camarera, volvióse pomposamente a preguntarle:

—¿Está tu madre? Quisiera hablar un momento con ella.

—Lo siento, pero no está en casa —contestó la muchacha—. Estoy sola aquí. Si quiere usted aguardar un poco..., no creo que tarde.

—No puedo esperar —repuso el señor Goon, contrariado—. Tengo mucho que hacer. Volveré mañana.

Y al dar media vuelta para marcharse, volvióse a mirar a Fatty, recordando de pronto sus mofletes. Lo curioso era que, al presente, éstos habíanse reducido considerablemente de tamaño.

—¿Qué has hecho para deshincharte las mejillas? —le preguntó el policía, con recelo.

—Pues «me parece» recordar que me hice arrancar todas las muelas —respondió Fatty—. Vamos a ver... Oye, Larry, ¿tú te acuerdas si fui al dentista?

—¡Bah! —gruñó el señor Goon.

En cuanto éste desapareció de la vista, la camarerita echóse a reír sonoramente.

—¡Qué gracioso eres! —dijo a Fatty—. ¿No os parece horrible ese individuo? El otro día vino y nos hizo una serie de preguntas a mi madre y a mí acerca de dos hombres que estuvieron merendando aquí el viernes por la tarde.

—¡Ah, sí! —exclamó Fatty—. ¡Ya los conozco! Son actores, ¿verdad? Tengo sus autógrafos en mi álbum. ¿De modo que estuvieron aquí el viernes? Apuesto a que les gustaron mucho vuestros bocadillos.

—Sí, vinieron el viernes —afirmó la muchacha—. Lo recuerdo porque era el día de mi cumpleaños y Peter Watting me trajo un libro. A las seis y media, justamente cuando acababa de escuchar el programa humorístico que dan por la radio, se presentaron aquí.

—¿A las seis y media? —masculló Fatty—. Bien, ¿y qué hicieron entonces? ¿Comerse todos vuestros bocadillos?

—¡No! —replicó la camarerita—. Sólo tomaron café y sándwiches. Me regalaron el libro, que por cierto es precioso, ya os lo enseñaré, y luego, a las siete, escucharon la sesión de Radioteatro. Lo malo es que se estropeó la radio y no oímos el final.

—¡Qué lástima! —exclamó Fatty, desilusionado, pues contaba con aquella audición radiofónica para comprobar la hora—. ¿Qué hicisteis entonces?

—Peter Watting entiende mucho de aparatos de radio —explicó la chica— y dijo que intentaría arreglarlo. Mamá le rogó: «Procure tenerlo arreglado a las ocho, porque me gustaría oír el concierto que dan a esa hora».

—¿Y consiguió tenerlo arreglado para entonces? —inquirió Fatty.

—No —repuso la pequeña—. La avería no quedó reparada hasta las ocho y veinte. Mamá tuvo una desilusión. Menos mal que, de todos modos, la radio volvió a funcionar a las ocho y veinte. Entonces, Peter y William se marcharon. Llamaron al barquero y cruzaron el río en barca.

Todo esto resultaba extraordinariamente interesante. De hecho, demostraba que William Orr y Peter Watting no tenían nada que ver con el robo perpetrado en el Pequeño Teatro. De eso no cabía la menor duda. Saltaba a la vista que la camarerita decía la verdad.

—Bien, muchas gracias por esta estupenda comida —le agradeció Fatty—. ¿Cuánto te debo?

La muchacha lanzó un grito.

—¡Cielos! ¡No me acordé de contar vuestros bocadillos!

¿Recordáis cuántos os habéis comido? Mamá me reñirá mucho si se entera de mi distracción.

—Tu obligación es contar lo que sirves —reprendió Fatty—. Es demasiado pedir que lo hagamos nosotros mientras comemos. Oye, Larry, ¿qué te parece? Calculo que son seis bocadillos por cabeza, los sándwiches y el café.

Así era, efectivamente. Fatty pagó la consumición y dio un chelín de propina a la muchacha para que se compara algo con motivo de su reciente cumpleaños. Luego salió del establecimiento con Larry, sintiéndose completamente repleto.

—Tenemos el tiempo justo de ir al cine a ver si logramos averiguar algo de la visita de John James —murmuró Fatty—. ¡Ojalá no hubiese comido tanto! Estoy algo atontado.

Ambos entraron en el pequeño vestíbulo de la sala de espectáculos. Allí vieron a una muchacha sentada ante una mesa, procediendo a la tarea de marcar inmensas pilas de entradas.

—Buenos días —saludó Fatty—. ¿Po... podría usted decirnos algo del programa de la semana pasada?

—¿Para qué? —repuso la joven con una risita—. ¿Es que pensáis ir? Me parece que ya habéis hecho tarde.

—Mi amigo y yo hemos sostenido una pequeña discusión respecto a este punto —explicó Fatty, improvisando la respuesta, con gran admiración por parte de Larry—. Verá usted, mi amigo cree que el programa era «La abeja» y yo mantengo que fue... «Enrique V».

—No, no —replicó la muchacha, graciosamente—. No era «La abeja», sino «La oveja», y tampoco era «Enrique V», sino «Enrique XV».

Fatty alejóse muy contrariado ante semejante tomadura de pelo. Al salir del vestíbulo, tropezó con alguien que subía los escalones de acceso.

A consecuencia del encontronazo, estuvo a punto de caerse y, para evitarlo, agarróse a la persona con quien acababa de topar. Una voz familiar y muy ronca le gritó al oído:

—¡Eh, suélteme! ¡No hay manera! ¡Adondequiera que voy he de tropezar con alguno de vosotros! ¿Qué hacéis «aquí», si se puede saber?

—¡Querían comprar entradas para el programa de la semana pasada! —gritó la muchacha desde dentro, riendo a carcajadas—. ¿Habráse visto desfachatez? No he tenido inconveniente en mandarlos a paseo.

—Eso conviene —aprobó el señor Goon—. Mandarlos a paseo. ¿Por qué tienen que venir a molestarla con preguntas tontas?

De pronto, cayó en la cuenta de que sin duda Fatty había acudido allí con el mismo propósito que él: la comprobación de una coartada. Y, girando sobre sus talones como un verdadero basilisco, rugió:

—¿Otra vez metiendo las n...?

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