Misterio en la casa deshabitada (14 page)

BOOK: Misterio en la casa deshabitada
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Por fin llegó al último piso. La primera y segunda habitaciones estaban vacías, pero la tercera resultó ser la habitación secreta!

Fatty empujó la puerta queda y pausadamente, a fin de atisbar el interior. La estancia, muy confortable, espaciosa, alta de techo como todas las demás, y magníficamente amueblada, parecía sumida en un profundo silencio, a la luz de la luna.

Fatty dióse una vuelta por ella. Saltaba a la vista que había sido arreglada y limpiada hacía poco. En un estante veíanse varios botes de conservas de carne y fruta. La tetera dispuesta sobre la estufa contenía agua. Sobre la mesa había un bote de té y, en la repisa de la ventana, unos libros. Fatty hojeó varios, sin lograr entender una sola palabra de su contenido, pues estaban escritos en un idioma extranjero.

El sofá hacía las veces de cama, ya que sobre él figuraban varios cojines y unas mantas. Era todo muy extraño.

«Creo que lo mejor que puedo hacer es volver a la glorieta —se dijo Fatty—. Me gustaría encontrar alguna carta o documento que me aclarase algo respecto a esta curiosa habitación. Pero, al parecer, no hay ningún indicio.»

El chico tomó asiento en el sofá, con un fuerte bostezo. Entonces reparó en una pequeña alacena dispuesta en la pared. ¿Qué habría dentro? El muchacho levantóse a verlo, pero la alacena estaba cerrada con llave. En vista de ello, Fatty sacóse una extraordinaria colección, de llaves de bolsillo. Sabedor de que la mayoría de los detectives podían abrir y cerrar cualquier puerta o alacena, el chico llevaba varios días haciendo provisión de llaves.

Pero como en vista de las comprometedoras preguntas formuladas por los tenderos a quienes había acudido, no había podido comprar una llave maestra como las que solían utilizar los detectives para abrir sin esfuerzo cualquier cerradura, Fatty habíase visto obligado a echar mano de todas las llaves viejas que pudo encontrar, gracias a lo cual, al presente, disponía de una buena colección cuyo peso deformaba considerablemente el bolsillo de su americana.

Con suma paciencia y precaución, Fatty probó sucesivamente todas las llaves, introduciéndolas en la cerradura de la pequeña alacena, hasta que, ante su asombro y satisfacción, una de ellas logró abrir la puerta.

Dentro había un librito, una especie de agenda, con muchos nombres y números anotados. Fatty tuvo una desilusión al ver que, aparte de ello, no encontraba nada más.

«A lo mejor, al inspector Jenks le interesaba echarle un vistazo —pensó, metiéndose el librito en el bolsillo y cerrando de nuevo la puerta de la alacena—. No tardaremos en informarle de este misterio y, sin duda, nos agradecerá que le facilitemos todas las pruebas posibles.»

Luego volvió a sentarse en el sofá. Ya no estaba excitado, sino muerto de sueño. Consultó su reloj. ¡Cielos! Era la una y cuarto. ¡Pues no llevaba poco tiempo en Milton House!

«No estará de más que descanse un poco en este confortable sofá, —murmuró Fatty, acostándose.»

A los pocos instantes quedóse profundamente dormido. ¡Qué caro le costó su error!

CAPÍTULO XVI
FATTY PASA UN MAL RATO

Fatty dormía a pierna suelta, rendido de cansancio de resultas de su aventura. El canapé era sumamente cómodo, y, aunque no había fuego en la habitación, las mantas resultaban muy confortables. Fatty permaneció allí soñando en el día en que se convertiría en un detective aún más famoso que el propio Sherlock Holmes.

Tan dormido estaba que no oyó el rumor de un coche a eso de las cuatro y media de la madrugada. Las ruedas del vehículo deslizáronse quedamente por la nieve y se detuvieron ante Milton House.

Fatty no oyó gente por la calzada, ni el llavín en la cerradura de la puerta principal. Tampoco percibió rumor de voces, ni de pasos, aun cuando, súbitamente, unas y otros resonaron en el silencio de la vieja casa vacía.

Fatty siguió durmiendo plácidamente. Estaba caliente y confortable. Ni siquiera se despertó cuando alguien abrió la puerta de la habitación secreta y entró en el interior.

Al principio nadie reparó en él. Un hombre atravesó la estancia en dirección a la ventana y corrió cuidadosamente las gruesas cortinas antes de encender la luz. Una vez echadas las cortinas, era imposible ver un hilillo de luz desde el exterior.

En aquel momento entró otro hombre en la habitación, y, lanzando una exclamación de sorpresa, profirió:

—¡Mira ahí!

Al propio tiempo señaló el canapé donde Fatty seguía durmiendo como un lirón.

Ambos hombres miráronle, asombrados. Su rizada peluca negra, sus enormes cejas y los horribles dientes conejunos conferíanle un aspecto realmente insólito.

—¿Quién en ese tipo? —inquirió uno de los hombres, sorprendido y enojado—. ¿Qué está haciendo aquí?

Casi sin transición, zarandeó a Fatty por el hombro, sin contemplaciones.

Despertándose sobresaltado, el chico abrió los ojos bajo las pobladas cejas. En un periquete, comprendió dónde se hallaba. ¡Habíase quedado dormido en la habitación secreta y habíanle sorprendida allí metido! El chico sintió un escalofrío en la espalda. Aquellos hombres tenían cara de pocos amigos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el más gordo de los dos, un individuo coloradote, con los ojos saltones como el señor Goon, y una corta barba negra.

Su compañero era bajo, con la cara pálida y redonda, los ojillos negros y los labios más delgados que Fatty había visto en su vida.

El muchacho se incorporó, mirando de hito en hito a los desconocidos. Lo cierto era que no sabía qué decir.

—¿No tienes lengua? —interrogó el de la cara colorada—. ¿Qué haces en nuestra casa?

Fatty optó por hacerse pasar por francés,

—«Je ne comprends pas» —farfulló.

Pero, por desgracia, uno de los desconocidos hablaba el francés y soltó una interminable y alarmante frase en francés, de la cual Fatty no entendió ni una sola palabra.

Entonces el chico decidió renunciar al francés y valerse del lenguaje sin sentido que él y los demás solían hablar cuando querían desconcertar a alguien.

—»Tibeltukifikeltopisuik» —profirió Fatty solemnemente.

Los hombres quedáronse boquiabiertos.

—¿Qué idioma es ése? —preguntó el de la cara colorada a su compañero—. ¡Habla francés, chico!

—»Espiki, tarliyondelfititumar» —respondió Fatty, sin hacerse rogar.

—En mi vida había oído hablar así —masculló el de la cara colorada—. Desde luego, este chico parece extranjero. ¿De dónde habrá venido? Tenemos que averiguar cómo se ha metido aquí.

Y, volviéndose de nuevo a Fatty, hablóle primero en inglés, luego en alemán y, finalmente, en un idioma absolutamente desconocido.

—»Espikitarliyonder» — repitió Fatty, meneando las manos como su profesor de francés.

El hombre de la cara pálida habló a su compañero, diciéndole en voz tan baja que Fatty no pudo oírle:

—Creo que está fingiendo. Verás cómo pronto conseguiré que hable en su propio idioma. ¡Obsérvame! Vas a divertirte.

E, inclinándose súbitamente hacia Fatty, agarróle el brazo izquierdo y retorcióselo en la espalda. El muchacho lanzó un grito de dolor, y dijo en inglés:

—¡Suélteme, so bruto! ¿No ve que me hace daño?

—¡Ah! —exclamó el hombre pálido—. ¿Conque «sabes» hablar en inglés, eh? Muy interesante. ¿Qué te parece si ahora hablases un poco más y nos dijeras quién eres y cómo te has metido aquí?

Fatty acaricióse el brazo retorcido con expresión algo alarmada. Sentíase furioso consigo mismo por haberse dormido y dejado sorprender de aquel modo.

Al ver que el chico limitábase a mirarle, enfurruñado, sin pronunciar una palabra, el hombre de la cara pálida murmuró, sonriendo con sus delgados labios y mostrando unos largos dientes amarillentos:

—¡Ah, vaya! ¡Por lo visto este chico es de los que se hacen, rogar! ¿Te apetece que te retorzamos el otro brazo, chaval?

Al ver que el hombre se apoderaba de su brazo derecho, Fatty decidió hablar, dispuesto a no soltar prenda.

—No me toque —barbotó—. Soy un pobre chico sin hogar y no hago daño a nadie durmiendo aquí.

—¿Cómo entraste en la casa? —inquirió el de la cara colorada.

—Por la carbonera —confesó Fatty.

—¡Ah! —exclamó el hombre, en tanto su compañero contraía sus delgados labios hasta hacerlos desaparecer.

Fatty se dijo que el individuo en cuestión parecía muy duro y cruel.

—¿Sabe alguna otra persona que estás aquí? —preguntó el de la cara colorada

—¿Cómo quiere usted que lo sepa? —respondió Fatty—. Todo depende de que me haya visto bajar alguien por el agujero de la carbonera.

—Intenta eludir la pregunta —gruñó el de los labios delgados—. Sólo conseguiremos obligarle a hablar haciéndole daño. Creo que no le iría mal una pequeña azotaina para empezar.

Fatty se asustó, seguro de que aquel hombre no se andaría en chiquitas para enterarse de lo que deseaba saber.

De improviso, sin previa advertencia, el hombre de los labios delgados propinóle un terrible golpe en la oreja derecha. Luego, antes de que el muchacho volviera en sí de su sorpresa, repitió la operación, esta vez sobre la oreja izquierda. Fatty emitió un sonido entrecortado. Ante sus ojos bailotearon varias brillantes estrellas, que le obligaron a pestañear.

Cuando éstas desaparecieron y el chico recobró la vista, contempló, atemorizado, al hombre de los labios delgados, que, a la sazón, empezaba una severa sonrisa.

—Supongo que ahora hablarás, ¿no? —dijo a Fatty—. Aunque, si lo prefieres, continuaré mi «agradable» tratamiento.

Fatty estaba tan asustado que decidió revelar todo el misterio y evitarse con ello nuevos golpes. Al fin y al cabo, con ello no perjudicaría a los demás Pesquisidores y éstos se alegrarían de que hubiera podido salir indemne de aquel mal paso. ¡Qué mala suerte había tenido!

—De acuerdo —farfulló Fatty, tragando saliva—. Con todo, no tengo gran cosa que contar.

—¿Cómo descubriste esta habitación? —inquirió el hombre de la cara colorada.

—Por casualidad —declaró Fatty—. Un amigo mío trepó a ese árbol de ahí fuera y, desde allí, vio este aposento.

—¿Cuántas personas lo saben? —profirió el de los labios delgados.

—Sólo yo y los otros Pesquisidores — respondió Fatty.

—¿Los otros qué? —inquirió el hombre, desconcertado.

Fatty se explicó. Los hombres escuchábanle con suma atención.

—¡Ah! —exclamó el de la cara colorada—. ¿Conque sois cinco chicos? ¿Hay alguna persona mayor enterada de este asunto?

—No —repuso Fatty—. Nos gusta mucho desentrañar misterios, si podemos, pero no nos interesa decirlo a ninguna persona mayor para evitar intromisiones. Por consiguiente, sólo lo sabemos nosotros cinco... Bien, ahora que les he puesto a ustedes en antecedentes, ¿me dejarán que me marche?

—¿Qué estás diciendo? —exclamó el de los labios delgados, desdeñosamente—. ¿Dejarte marchar para que lo vayas contando a todo el mundo? Encima de lo que nos has perjudicado metiéndote en lo que no te importa, ¿quieres que nos arriesguemos a soltarte?

—Si no lo hacen, los demás acudirán a ver lo que me ha ocurrido —declaró Fatty triunfalmente—. Hemos convenido ya que si esta mañana no estoy de regreso en casa, vendrán a averiguar lo sucedido.

—Ya entiendo —gruñó el de los labios delgados.

Luego, el hombre habló rápidamente a su compañero en un idioma desconocido. El de la cara colorada asintió en silencio. Por fin, el individuo pálido, volviéndose de nuevo a Fatty, ordenó:

—Escribirás una nota a los demás diciendo que has descubierto algo maravilloso aquí y que lo estás custodiando. De este modo les faltará tiempo para presentarse aquí.

—Caramba! —espetó Fatty—. Según eso, se propone usted prenderlos y encerrarlos hasta que terminen ustedes la faena secreta que traen entre manos.

—Ni más ni menos —asintió el hombre—. Opinamos que lo mejor es teneros a todos prisioneros aquí hasta que demos fin a nuestros asuntos. Entonces podréis contar lo que queráis de nosotros.

—¡Pues si se figura usted que voy a escribir una carta para tender una trampa a mis amigos se equivoca de medio a medio! —protestó Fatty vehementemente—. ¡No soy tan cobarde como eso!

—¿Conque no, eh? —masculló el de los labios delgados, mirando a Fatty con una expresión que hizo temblar al chico de pies a cabeza.

¿Qué haría aquel horrible individuo si se negaba a escribir la carta? Fatty no se atrevía ni a pensarlo.

El muchacho trató de sostener valientemente la mirada del hombre, pero la cosa era más difícil de lo que suponía. Al presente, arrepentíase de haber emprendido aquella aventura nocturna con tanta ligereza. Ansiaba la compañía de su fiel «Buster». Pero llegó a la conclusión de que acaso era preferible que el perrito no estuviese allí. A buen seguro, aquellos desalmados habríanle maltratado y molido a puntapiés.

—Te encerraremos bajo llave —manifestó el de los labios delgados—. Tenemos que ausentarnos un rato, pero volveremos pronto. Escribirás esa nota en nuestra ausencia. Y si no está hecha cuando regresemos, lo pasarás muy mal, tan mal que te acordarás el resto de tu vida.

Fatty animóse un poco al oír que iban a encerrarle. ¡En tal caso siempre cabía la posibilidad de escapar! Llevaba un periódico doblado en el bolsillo y esperaba poder poner en práctica el truco de salir de una habitación cerrada con llave. Pero, poco a poco, frustráronse sus esperanzas.

—Te encerraremos en esta confortable habitación —declaró el hombre de la cara colorada—, y te proporcionaremos papel, pluma y tinta. Escribirás una bonita y excitada carta a tus amigos para traerles aquí inmediatamente. Una vez escrita, la echarás por la ventana.

Fatty comprendió que jamás podría salir de la habitación secreta. Como el suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra, no había manera de pasar una llave por debajo de la puerta. Por tanto, convertiríase en un verdadero prisionero. Ni siquiera podría descender por el árbol, debido a la reja que protegía la ventana.

El hombre pálido dispuso sobre la mesa una hoja de papel, una pluma y un pequeño tintero.

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