Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (46 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Este conde Hugo de Ampurias debía de ser un sujeto de cuidado: anduvo enemistado con todo el mundo durante sus casi ochenta años de vida. Pero su caso, más allá de la anécdota, nos ilustra sobre el gran problema político que tuvo que afrontar Ermesenda: mantener la autoridad condal de Barcelona. Sabemos que en la tarea tuvo muchos apoyos. Aquí hemos hablado ya del fundamental abad Oliva. Hubo otros nombres: Gombau de Besora, el juez Ponce Bonfill Marc, el abad de Ripoll, el obispo Pedro Roger de Gerona (que, por cierto, era hermano de Ermesenda). Aun así, con frecuencia las ambiciones de los señores feudales serán más poderosas que el interés condal.

No podían faltarle a una mujer así, y en circunstancias tan difíciles, leyendas que extendieran su fama entre las gentes. Una de las leyendas más pertinaces sobre Ermesenda es aquella que convierte a la condesa en jefa de una partida de piratas normandos en lucha contra los moros. Porque dice la tradición que hacia 1018 las costas catalanas sufrían los fre cuentes ataques de los sarracenos de Denia y Baleares.Y Ermesenda, para combatirlos en la mar, llamó en su ayuda al normando Roger, capitán de unos vikingos que pirateaban por la zona. Los normandos de Roger atacaron a los moros y les conquistaron varias plazas fuertes. Este Roger —sigue contando la leyenda—, para amedrentar a los moros, mandaba descuartizar todos los días a uno de los sarracenos presos y lo echaba en el caldero, para que se lo comieran los demás cautivos, e incluso fingía el propio normando comer carne de preso moro, para espantar a los demás. Acto seguido, ponía en libertad a uno de esos desdichados para que acudiera a contar a sus jefes lo que había visto.Y así el jefe moro de Denia, Mudjehid, muerto de miedo, terminó pidiendo la paz a Ermesenda. La condesa, en agradecimiento al normando por su bárbara astucia, dio a Roger la mano de una de sus hijas.

Esta leyenda, al parecer, es enteramente falsa: ni Ermesenda tuvo hijas, ni el jefe de los vikingos que operaban en el Mediterráneo se llamaba Roger —porque todas las demás fuentes le llaman Ricardo— ni consta en ninguna parte que aquellos sucesos ocurrieran de verdad. Pero no deja de añadir una nota de color en nuestra historia.

El pequeño Berenguer llegó a la mayoría de edad en 1023.Ya era el conde Berenguer Ramón 1. La regencia de Ermesenda terminaba. Pero la condesa no tenía la menor intención de dejar los asuntos de Estado. Ella misma se había ocupado de acumular una cantidad importante de posesiones territoriales, de tal modo que su presencia en la corte condal siguió siendo decisiva.Y eso lo vamos a ver enseguida en los grandes desafios políticos del condado, que no eran la lucha contra los piratas de Denia, sino la repoblación de los territorios vacíos.A Ermesenda, en efecto, nos la encontramos de nuevo en los documentos hacia febrero del año 1026 —es decir, con su hijo ya en el trono condal—, actuando como autoridad pública que reconoce a unos campesinos las presuras realizadas en Cervera, Lérida. Así hablaba Ermesenda:

En nombre de Cristo.Yo Ermesenda, por la gracia de Dios condesa, con mi hijo Berenguer, marqués y conde, y su esposa Sancha, condesa, os damos a vosotros Guineguilda, mujer, a tus hijos Mirón, Guilaberto y Amado y a vosotros Bernado Guifré i a tu mujer Sancha y a Bonfill y a tu mujer Amaltruda (…) nuestra tierra yerma situada en la marca del con dado de Osona con su cerro y el castillo que hay allí, que se llama Cervera, el cual vosotros contra los ataques de paganos habéis alzado antes que ningún otro poblador por medio de vuestra presura.

Con este documento se abre la carta de población de Cervera. Una vez más, vemos a unos colonos privados que por su cuenta toman y roturan tierras, y el poder político llega después para sancionarlas. Exactamente como había ocurrido y seguía ocurriendo en Portugal, en León o en Castilla. Porque la Reconquista, digámoslo una vez más, no fue tanto una operación militar o política como una gran aventura popular.Y así tenemos a esta mujer Guineguilda y a sus hijos, con dos matrimonios más, tomando unas tierras contra los ataques moros y devolviéndolas a la vida.

A nuestra amiga Ermesenda le esperaba una larga vida. Una vida, por cierto, en la que abundaron los pleitos con su hijo Berenguer Ramón, primero, y con su nieto Ramón Berenguer, después; pero también las fundaciones monásticas, las donaciones generosas y el impulso a la repoblación. Aquella joven francesa que llegó a la Barcelona herida por Almanzor moría el 1 de marzo de 1057, con ochenta y cinco años, en su castillo del condado de Osona, cerca de la iglesia de San Quírico y Santa Julita. Fue enterrada en la catedral de Gerona. Dejaba detrás una historia que aún sigue impresionando por el carácter de esta mujer.

Crónica de sucesos: el caso del ladrón Arias Oduáriz

A veces para entender una época no hay mejor instrumento que fijarse en un suceso y tratar de sacarle todo el jugo. Las cosas que pasan y los personajes que aparecen nos dan las claves de cómo era aquel mundo y aquel tiempo. Hoy, para entender cómo era la España del siglo xi, vamos a fijarnos en uno de esos sucesos, un hecho que ocurrió a la altura del año 1040 y que es francamente revelador: el escandaloso caso del ladrón Arias Oduáriz. ¿Qué pasó? Vamos a verlo.

Estamos en los alrededores de Orense, entre Allariz y Celanova, hacia el año 1044. El señor del lugar, Menendo González, ha dejado instalarse en sus tierras a unos comerciantes judíos. ¿Desde cuándo hay judíos en Galicia? No lo sabemos a ciencia cierta. Se cree que llegaron a finales del siglo x. Las primeras menciones documentales sobre judíos en Galicia son del año 987, y precisamente en esta zona de Orense, en los alrededores de Celanova. Orense está en una de las vías del Camino de Santiago, alrededor del cual había ido creciendo el comercio y en cuya estela se habían instalado numerosos extranjeros. Podemos suponer que estos judíos de Menendo González llegaron en la misma ola.

Como era costumbre en la época, los judíos, como los otros extranjeros, crearon su propio barrio. Hemos visto capítulos atrás cómo nacieron los barrios francos.También los judíos tenían sus barrios exclusivos, las aljamas o juderías. La aljama orensana de Allariz, escenario de nuestro relato, parece haber sido una de las primeras de España.Y al igual que ocurría con todas las demás aglomeraciones en esta época de formación urbana, los judíos contaban con la protección expresa del señor del lugar.

¿A qué se dedicaban estos judíos? Al comercio de telas: seda, estameña, lienzo… La crónica dice que el noble Menendo había permitido a los judíos instalar su mercado en su propio dominio señorial. Esta práctica es muy importante, porque aquí reside una de las principales fuentes de riqueza del momento: no sólo por la actividad que se desarrolla en torno a los mercados, sino, además y sobre todo, por los aranceles, es decir, los impuestos de paso. Los mercados han de abastecerse con productos; los distribuidores, para enviar mercancías de un lugar a otro, han de pagar unas tasas, y esas tasas van al tesoro del señor del lugar. Así la protección de los comerciantes se convierte en una fuente de riqueza para los señores feudales. Los comerciantes, a su vez, encuentran a alguien que les defiende en unos tiempos en los que la seguridad pública es mínima. Y los vecinos de los comerciantes, por su lado, se beneficiaban de la existencia de nuevas mercancías y del tráfico organizado en torno a ellas. Así, todos contentos.

¿Todos? No. La riqueza despierta siempre la envidia y la codicia.Y así, en aquel año 1044, un infanzón vecino llamado Arias Oduáriz concibió la idea de apoderarse de los bienes de aquellos judíos. Un infanzón, recordemos: la baja nobleza, con frecuencia campesinos de posición desahogada que habían sido ennoblecidos por disponer de armas y caballos y, con ellos, prestar servicio en la guerra. Los infanzones eran, en general, gentes acostumbradas al riesgo, también a la violencia. Sobre ellos recayó en buena medida el esfuerzo bélico en la guerra contra el moro. Pero en todas partes hay manzanas podridas. Por ejemplo, este Arias Oduáriz.

El infanzón Arias Oduáriz, con una partida de los suyos, penetró en los dominios de Menendo González, asaltó a mano armada el establecimiento de los judíos, «atropelló a los hebreos», así lo dice la crónica, y robó cuanto pudo. El botín fue notable: 1.700 libras de seda, 30 libras de estameña (un tejido simple de lana, muy usado) y 40 libras de lienzo. No sabemos exactamente a cuánto equivalía una libra en el siglo xi, pero después, en la medida tradicional española, la libra correspondía a casi medio kilo. Mucho botín, pues. Ciego de codicia, Arias Oduáriz no se detuvo ahí; después de asaltado el establecimiento de los judíos, aún se dedicó a saquear cuanto encontró en los alrededores.

El señor del lugar, Menendo González, actuó con rapidez. Movilizó a su gente y se aplicó a dar caza al ladrón. Le acosó día y noche hasta que, al fin, pudo darle caza. El ladrón Arias Oduáriz se vio envuelto en cadenas y arrojado a una mazmorra.Y con un ultimátum taxativo: no volvería a ser libre hasta que restituyera lo robado. Pero Arias Oduáriz se negó. Pasaron los meses. Pasó incluso un año. Arias, aun encarcelado, no cedía. Sin duda algo más debía de haber, algo que no era sólo la codicia. Tal vez el ataque de Arias escondía algún otro motivo, probablemente una vieja enemistad entre familias, tan común en aquel paisaje. De otro modo, no se explica la terquedad de nuestro protagonista, que prefirió guardar un año de mazmorra antes que devolver el botín.

Cumplido el plazo de quince meses, la cosa se complicó todavía más. El padre de Arias, el caballero Oduario Ariaz, harto de la situación, convocó a sus gentes y atacó las tierras de Menendo. Debió de ser un ciclón: «Taló y quemó sin perdonar ni a un solo molino, por mínimo que fuese», dice la crónica.Y siguió asolando el señorío hasta que logró capturar al nieto del propio Menendo, el joven Pelayo González. Era lo que buscaba: un rehén para negociar.

Estas cosas nos pueden parecer hoy inconcebibles, pero en la época eran muy habituales. No había policía ni nada que se le pareciera. La administración de justicia era un concepto dificil. Quienes aplicaban la ley eran, por delegación, los señores en sus respectivos territorios. Las instancias de apelación existían: la Iglesia o la propia corte del rey, pero siempre era un mecanismo complicado.Y como se trataba de una sociedad muy agudamente jerarquizada, pensada para funcionar de arriba hacia abajo, la justicia se estancaba cuando tenía que dirimir pleitos entre iguales, como era este caso. El conflicto tendrían que arreglarlo las partes por su propia cuenta.

Finalmente, Menendo y Oduario se avienen a negociar. Menendo tiene preso al hijo de Oduario; Oduario ha capturado al nieto de Menendo. La culpa primera es de Arias, el hijo de Oduario, luego es esta familia la que debe dar el primer paso. Arias se compromete a pagar, pero sólo puede satisfacer el coste de 100 libras; el resto del botín ha volado. Menendo, por tanto, no le suelta. La situación de Oduario es dificil. Tiene que devolver a Pelayo, el nieto, pero no ha podido recuperar a su hijo, Arias. Así las cosas, no le queda más remedio que buscar a alguien que avale la deuda, un hombre de palabra en quien Menendo confíe para sacar a Arias de la cárcel bajo promesa de sus bienes.

Así aparece en escena un tercero, otro Menendo: el caballero Menendo Godínaz, rico propietario del lugar, convecino de los litigantes. Menendo Godínaz acude a ver a Menendo González. Empeña su palabra de que le restituirá los bienes robados por Arias. Para asegurar la promesa, pone por testigo a un pariente de los González, Froila, fiador del trato, que firma a la cabeza de veintiún testigos, nada menos.

El asunto tardará en resolverse. Tres años después del robo de Arias Oduáriz, otro documento nos informa de que el ladrón no ha podido devolver el valor del botín. Ante el incumplimiento, Menendo Godínaz, el avalista, ha de cubrir la deuda. Lo hará con las villas de Sotomel y Villarín, que pasan a engrosar el patrimonio de Menendo González. Hay que suponer que Oduario, el padre del ladrón, compensaría a su vez a Godínaz, el avalista. Menendo González, el ofendido, dio el conflicto por resuelto.

¿Y quién resarció a los judíos de Allariz, que eran, después de todo, las verdaderas víctimas del asunto? Pues no lo sabemos, porque la crónica no nos lo dice. Lo más probable es que no vieran ni una sombra de lo que perdieron. Pero conseguirían, con toda seguridad, que el noble Menendo González aumentara su protección. De hecho, consta que la aljama judía de Allariz llegará a ser una de las más prósperas de Galicia durante los siglos siguientes.

Y así, entre nobles linajes encarnizadamente enfrentados, mercaderes en apuros y aljamas judías, entre otras cosas, iban naciendo las ciudades de la España medieval. Un retrato sociológico a partir de la crónica de sucesos: el caso del escandaloso robo del ladrón Arias Oduáriz.

Los hijos de Sancho llegan a las manos

Dejemos la crónica de sucesos y volvamos a la crónica política. Porque era inevitable que García y Fernando llegaran a las manos. Era inevitable que el rey de Navarra y el de León terminaran dirimiendo sus disputas a base de fuerza armada. A partir del año 1050, quizás antes, vamos a asistir a una escalada de tensión que explotará en la batalla de Atapuerca, donde los castellanos y los leoneses se enfrentarán a los navarros. Y fue un episodio trascendental, porque aquel conflicto supuso el final de la hegemonía navarra en la cristiandad española.Vamos a contar qué pasó.

Todo arranca del testamento de Sancho el Mayor. Las últimas voluntades del rey de Navarra habían dejado demasiados cabos sueltos. Recordemos: García ha heredado Navarra, pero no todo el reino de Sancho, sino el solar propiamente navarro; solar ampliado, eso sí, con la mitad del condado de Castilla. Fernando, por su parte, ha heredado Castilla, pero no toda —la mitad se la ha quedado García—, así que se le compensa con los territorios entre el Cea y el Pisuerga, es decir, el este de León. Ahora bien, el rey de León ambiciona también este territorio. Aparecen así dos zonas de conflicto. Una es ésta entre el Cea y el Pisuerga, que enfrentó a castellanos y a navarros contra los leoneses. La otra es esa Castilla segregada, que terminará enfrentando a castellanos y a leoneses contra los navarros.

¿Complicado? Sí, pero eso no es todo.A este paisaje testamentario se añade, además, un elemento que da al asunto aires de culebrón y que vale la pena traer aquí: una acusación de infidelidad, nada menos, contra la reina doña Munia, la esposa de Sancho el Mayor. Dice una tradición de la corte navarra que sobre la pobre reina cayó la sospecha de ser infiel al rey. ¿Quién le acusaba? Según una crónica, García, su propio hijo; según otras, García y Fernando. ¿Quién defendió a la reina? Ramiro, el bastardo, o sea, el único hijo de Sancho que no había salido de las entrañas de Munia. Hoy los historiadores tienden a pensar que el episodio, aunque la crónica lo haya deformado, pudo ser cierto. Más que nada, porque eso explicaría el complicadísimo testamento de Sancho. ¿Verdad? ¿Mentira? No podemos saberlo, pero el asunto no deja de darle a la historia un toque de color.

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