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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (31 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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—¿Sus abuelos saben lo ocurrido?

Una rápida negativa.

—No. Les dije lo mismo que a todo el mundo, que no quería que perdiera clases cuando viniéramos a Venecia.

—¿Cuándo lo decidió? ¿Hacer lo que hizo?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Sencillamente, un día la idea estaba ahí. Lo único que a él le importaba realmente, lo único que amaba realmente era la música, y decidí quitárselo. Entonces me pareció justo.

—¿Ya no se lo parece?

Ella reflexionó un rato antes de contestar.

—Sí. Todavía me lo parece. Pero eso ya no tiene objeto. Para él nada de aquello tenía objeto. Ni objeto, ni mensaje, ni lección. No era más que maldad humana, con los estragos que causa.

La mujer preguntó entonces con súbito cansancio en la voz.

—¿Y ahora, qué?

—No lo sé —respondió él con sinceridad—. ¿Tiene idea de dónde consiguió su marido el cianuro?

Ella se encogió de hombros, como si la pregunta le pareciera incongruente.

—Pudo ser en cualquier sitio. Tenía un amigo químico, o quizá se lo diera alguno de sus camaradas de los viejos tiempos. —Al ver la extrañeza de Brunetti, explicó-: La guerra. Entonces hizo amigos poderosos, y muchos son ahora hombres importantes.

—Entonces ¿son verdad los rumores?

—No lo sé. Antes de casarnos, me dijo que todo era mentira y le creí. Ahora ya no lo creo. —Lo dijo con amargura y, haciendo un esfuerzo, insistió en su primera explicación-: No sé dónde lo consiguió, pero estoy segura de que no supuso ninguna dificultad para él. —Reapareció la sonrisa triste—. Yo también pude tener acceso al veneno, desde luego. Él lo sabía.

—¿Acceso? ¿Cómo?

—No vinimos juntos. Ya no deseábamos viajar juntos. Yo pasé dos días en Heidelberg, para visitar a mi primer marido. —El que enseñaba farmacología, recordó Brunetti.

—¿Sabía el maestro que estaba usted allí?

Ella asintió.

—Mi primer marido y yo somos amigos y compartimos la propiedad de algunos bienes.

—¿Le dijo lo ocurrido?

—Ni pensarlo —dijo ella, levantando la voz por primera vez.

—¿Dónde se vieron?

—En la universidad. En su laboratorio. Está trabajando en una sustancia nueva para paliar los efectos del Parkinson. Me enseñó el laboratorio y almorzamos juntos.

—¿Lo sabía el maestro?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizá se lo dije. Es probable. Se había hecho muy difícil encontrar tema de conversación. Éste era inofensivo y seguramente nos alegramos de poder aprovecharlo.

—¿Usted y el maestro hablaron alguna vez de lo ocurrido?

Ella no pudo fingir que ignoraba a qué se refería; lo sabía.

—No.

—¿Hablaron del futuro? ¿De lo que iban a hacer?

—Directamente, no.

—¿Qué significa eso?

—Un día que yo entraba en el momento en que él salía hacia el ensayo, me dijo: «Espera hasta después de
La Traviata
.» Pensé que se refería a que entonces podríamos decidir qué hacíamos. Pero yo ya pensaba dejarle. Había escrito a dos hospitales, uno de Budapest y otro de Augsburgo y había pedido a mi primer marido que me ayudara a encontrar plaza en algún hospital.

Brunetti comprendió entonces que esto la comprometía. Demostraría que hacía planes para un futuro independiente antes de que él muriera. Ahora era viuda e inmensamente rica. Y, aunque se hiciera pública la información sobre la hija, había pruebas de que, camino de Venecia, había ido a ver al padre de la niña, que seguramente tenía acceso al veneno que había matado al maestro.

Ningún juez italiano condenaría a una mujer por lo que ella había hecho, si explicaba lo de la niña. Con las pruebas recogidas por Brunetti —el testimonio de la
signora
Santina sobre su hermana, las entrevistas con los médicos, incluso el suicidio de la segunda esposa cuando su hija tenía doce años— no había en Italia tribunal que la declarara culpable de asesinato. Pero todo ello dependería de la declaración de Alex, la niña espigada, enamorada de los caballos.

¿Y sin el testimonio de la niña? Se hablaría de la manifiesta frialdad entre el matrimonio, el acceso de la mujer al veneno, su insólita presencia en el camerino aquella noche. Todo ello la incriminaría. Si sólo se la acusaba de haberle puesto inyecciones con el propósito de destruirle el oído, no sería acusada de asesinato, pero, para que se aceptara este supuesto, habría que mencionar a la hija. Y Brunetti comprendía que esto era imposible.

—Antes de que ocurriera eso —empezó él, sin especificar, dejando que ella adivinara lo que quería decir con «eso»—, ¿su marido habló en algún momento de su edad? ¿Temía la decadencia física?

Ella reflexionó, visiblemente desconcertada por la pregunta.

—Sí; habíamos hablado de eso. No a menudo, una o dos veces. Una noche, cuando todos habíamos bebido más de la cuenta, nos pusimos a hablar de eso. Estábamos con Erich y Hedwig.

—¿Qué dijo él?

—Fue Erich quien sacó el tema, si mal no recuerdo. Dijo que, si un día quedaba incapacitado para trabajar, no ya para operar sino incluso para seguir siendo él mismo, y no podía ejercer… como era médico, sabía lo que tenía que hacer para ahorrarse sufrimientos.

»Era muy tarde y todos estábamos cansados. Quizá eso hizo que la conversación fuera más seria de lo normal. Entonces Helmut dijo que le comprendía perfectamente y que él haría lo mismo.

—¿Recordará esta conversación el doctor Steinbrunner?

—Creo que sí. Fue este mismo verano. La noche de nuestro aniversario.

—¿Su marido nunca dijo nada más concreto que eso? —Antes de que ella pudiera responder, puntualizó-: Estando presentes otras personas.

—¿Delante de testigos, quiere decir?

Él asintió.

—No que yo recuerde. Pero aquella noche la conversación era muy seria y todos comprendimos lo que había querido decir.

—¿Lo recordarán sus amigos?

—Creo que sí. Aunque me parece que no me consideraban la esposa idónea para Helmut. —Al decir esto, levantó bruscamente la mirada hacia él con los ojos agrandados por el horror—. ¿Cree que ellos lo sabían?

Brunetti movió la cabeza negativamente, deseoso de convencerla de que no, no lo sabían, no podían saber eso de él y callárselo. Pero no podía estar seguro y, eludiendo el tema, preguntó:

—¿Recuerda alguna otra ocasión en la que su marido aludiera a esta cuestión?

—Están las cartas que me escribió antes de que nos casáramos.

—¿Qué decía?

—Bromeando para restar importancia a la diferencia de edad, dijo que yo nunca tendría que cargar con un marido decrépito e inútil, que ya se encargaría él de evitarlo.

—¿Guarda esas cartas?

Ella inclinó la cabeza y dijo en voz baja:

—Sí; guardo todas sus cartas y todo lo que me dio.

—Todavía no comprendo cómo pudo usted hacer eso —dijo él, no horrorizado ni escandalizado sino sólo perplejo.

—Yo tampoco lo comprendo. He pensado tanto en ello que probablemente he inventado nuevas razones y justificaciones. ¿Para castigarle? O quizá para hacer de él un inválido que dependiera de mí por completo. O quizá sabía que eso le induciría a hacer lo que hizo. No lo sé y no creo que llegue a saberlo. —Cuando él pensaba que había terminado de hablar, ella agregó con voz glacial-: Pero me alegro de haberlo hecho, y volvería a hacerlo.

Entonces él desvió la mirada. Como no era abogado, Brunetti no tenía idea de la índole del delito. ¿Agresión? ¿Robo? ¿Está penado el robo del oído? ¿Y es más grave el delito si para la víctima el sentido del oído es más importante que para otras personas?

—¿Cree que la hizo subir al camerino para que pareciera que lo había matado usted?

—No lo sé. Es posible. Él creía en la justicia. Pero hubiera podido comprometerme mucho más. Desde aquella noche, no hago más que darle vueltas. Quizá prefirió esta ambigüedad para que yo no pudiera estar segura de lo que pretendía. O también porque de este modo él no sería responsable de lo que pudiera ocurrirme. —Sonrió ligeramente—. Era un hombre muy complejo.

Brunetti se inclinó hacia adelante y le puso la mano en el brazo:


Signora
, escuche atentamente todo lo que se ha dicho durante esta entrevista —dijo, tomando una decisión, pensando en Chiara-: Usted me ha dicho que su esposo le había manifestado el temor que le causaba su creciente sordera.

Sorprendida, ella fue a protestar:

—Pero…

El la atajó antes de que pudiera decir más:

—Le habló de su miedo a la sordera. Le contó que había consultado a su amigo Erich en Alemania y a otro médico en Padua, y que ambos le habían dicho que se quedaría sordo. Que ello explica su cambio de actitud, su evidente depresión. Y usted me ha dicho que temía que se hubiera quitado la vida al comprender que su carrera había terminado, que no podría volver a dirigir una orquesta. —Su voz denotaba el cansancio que sentía.

Cuando ella fue a protestar, él dijo tan sólo:

—La única persona que tendría que sufrir si se dijera la verdad sería la única inocente.

Este razonamiento la redujo al silencio.

—¿Qué debo hacer?

Él no sabía cómo aconsejarla, porque nunca había ayudado a un criminal a inventar una coartada ni a ocultar pruebas de un delito.

—Lo importante es lo que me dijo usted acerca de su sordera. A partir de ahí, las cosas vendrán rodadas. —Ella le miraba atónita y él le habló como a una niña torpe que se negara a entender una lección-: Usted me contó esto la segunda vez que hablamos, la mañana en que vine a visitarla. Me dijo que su marido tenía graves trastornos en el oído y que había consultado a su amigo Erich. —Ella fue a protestar otra vez, y él la hubiera sacudido de buena gana, por obtusa—. También le dijo que había ido a consultar a otro médico. Todo esto estará en el informe de nuestra entrevista.

—¿Por qué hace usted esto? —preguntó ella al fin.

Él desestimó la pregunta con un ademán.

—¿Por qué hace usted esto? —repitió.

—Porque usted no lo mató.

—¿Y lo que le hice?

—No se la puede castigar por ello sin castigar todavía más a su hija.

Ella hizo una mueca de dolor ante esta verdad.

—¿Qué más tengo que hacer? —preguntó, ya obediente.

—Aún no estoy seguro. Sólo recuerde que hablamos de esto la primera mañana que vine a verla.

Ella fue a decir algo y se contuvo.

—¿Qué?

—Nada, nada.

Él se levantó bruscamente. Estaba incómodo, aquí sentado, maquinando.

—Eso es todo entonces. Supongo que tendrá que declarar en la investigación.

—¿Estará usted?

—Sí. Para entonces ya habré presentado mi informe y dado mi opinión.

—¿Y cuál será su opinión?

—Será la verdad,
signora
.

—Yo ya no sé cuál es la verdad —dijo ella. Ahora su voz era firme.

—Diré al
procuratore
que de mi investigación se desprende que su marido se suicidó al descubrir que iba a quedarse sordo. Y así fue.

—Así fue —repitió ella como un eco.

La dejó sentada en la habitación en la que había puesto a su marido la última inyección.

CAPÍTULO XXV

A las ocho de la mañana siguiente, cumpliendo las órdenes recibidas, Brunetti depositaba su informe encima de la mesa del
vicequestore
Patta, donde permaneció hasta que éste llegó a su despacho, poco después de las once. Cuando, tras contestar tres llamadas telefónicas particulares y repasar el periódico financiero, el
vicequestore
se decidió a leer el informe, lo encontró a la vez interesante y revelador:

Los resultados de mi investigación me permiten sacar la conclusión de que el maestro Helmut Wellauer se quitó la vida a causa de su creciente sordera.

1. Durante los últimos meses, había perdido más del sesenta por ciento de oído. (Véase transcripción de las conversaciones mantenidas con los doctores Steinbrunner y Treponti e informes médicos que se acompañan.)

2. Esta pérdida de oído le incapacitaba para desarrollar su actividad de director de orquesta. (Véase transcripción de las conversaciones con el profesor Rezzonico y el signare Traverso.)

3. El maestro sufría depresión. (Véase transcripción de las conversaciones con la
signora
Wellauer y la
signorina
Breddes.)

4. El maestro tenía acceso al veneno utilizado. (Véase transcripción de las conversaciones con la signora Wellauer y el doctor Steinbrunner. Existe correspondencia personal, a remitir desde Alemania.)

En vista del aplastante peso de esta información y de la ausencia de sospechosos que tuvieran motivo y ocasión para cometer el crimen, sólo puedo deducir que el maestro recurrió al suicidio como alternativa a la sordera.

Lo que someto a su atención con mi mayor respeto.

Guido Brunetti
,

Comisario de Policía.

—Lo sospeché desde el primer momento, desde luego —dijo Patta a Brunetti, que había acudido al despacho de su superior a petición de éste, para hablar del caso—. Pero no quise decir nada, para no influir en su investigación.

—Una prueba de consideración que le agradezco, señor —dijo Brunetti—. Y una prueba también de sagacidad. —Contemplaba la fachada de la iglesia de San Lorenzo, parte de la cual se veía por encima del hombro de su superior.

—Era inconcebible que una persona amante de la música pudiera hacer algo semejante. —Era evidente que Patta se incluía a sí mismo en tal categoría—. Aquí la esposa dice… —empezó a repasar el informe— …que estaba «visiblemente decaído». —La cita convenció a Brunetti de que Patta había leído realmente el informe, hecho excepcional—. En cuanto a esas dos mujeres, por repugnante que sea su conducta —prosiguió Patta haciendo una pequeña mueca de asco a algo que no aparecía en el informe—, ninguna de ellas parece tener el perfil psicológico de una asesina. —Él sabría lo que había querido decir.

»Y la viuda… imposible, ni aun siendo extranjera. —Entonces, a pesar de que Brunetti no había pedido ninguna aclaración, Patta se la dio-: La mujer que es madre no puede matar con tanta sangre fría. Las madres tienen un instinto que se lo impide. —Sonrió, satisfecho de su perspicacia. También Brunetti sonrió, encantado de lo que oía.

»Hoy almuerzo con el alcalde —dijo Patta, con estudiada naturalidad, relegando el evento a hecho de la vida cotidiana—, y le explicaré el resultado de nuestra investigación. —Al oír el plural, Brunetti pensó que, a la hora del almuerzo, el plural de la investigación habría vuelto al singular, aunque no a la tercera persona.

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