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Authors: Carmela Ribó

Mujer sobre mujer (20 page)

BOOK: Mujer sobre mujer
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Repaso tus cartas, como suelo hacer cuando me siento triste. ¡Dios mío! Una mujer que se alimenta de semillas y que pretende atraerme con pipas de girasol y ciruelas pasas. ¿Nada de costillas agridulces, de chorizos criollos, de riñones al jerez? ¿Nada de sanguinolentos filetes gruesos como el canto de una puerta echados en la parrilla que exuda lamparones de grasa sobre los tizones ardiendo?

Quizá exagero. Soy omnívora, pero no especialmente inclinada a la carne, al menos, no ya, porque la edad y el juicio te aligeran la dieta.

Cuando te tenga cerca, comeré carne, seré tu caníbal, te daré mordiditas por todo el cuerpo, los hombros, los brazos, las axilas, las tetas. Por cierto, ¿las tienes grandes? Eso me ha parecido entender de tus letras. Me gustarán como sean, porque son las tuyas. Las mías son medianas, como habrás visto. Antes las hubiera querido mayores, pero ahora no me importa tanto. Y no son operadas (quizá sea la única entre mis amigas que se conforma con lo que la naturaleza le otorgó). Seguiré con mis mordiditas por la región del ombligo y terminaré hozando en la macetita de albahaca en busca de la perlita escondida para acariciarla con la vibrante lengua.

Tanto tiempo que compartimos ya Mitilene y todavía no te he penetrado con mis dedos inquietos, y mucho menos con Frank, ¿para cuándo lo dejo?

Mi alimento es mirarte. Me he pasado la tarde recorriéndote en tus fotos de una en otra, absorbiendo cada peca, cada ínfimo milímetro de carne, cada cabello, cada pestaña, cada átomo de tu mirada. Y tú persistes en no enviarme más fotos porque crees que te voy a ver gorda o fea. No te sirve de nada saber que estoy enamorada de ti, que para mí eres la criatura más bella del mundo, la Circe que embruja y envenena mis sueños.

Regresando a las mordiditas. También te lameré todo el cuerpo, un traje de saliva, demorándome especialmente en los lugares indicados: las orejitas, el cuello, la nuca, la columna vertebral, allá donde limita con la rabadilla, los pezoncitos (que se endurecerán), el ombligo y el fruto agridulce de la albahaca.

Un beso casi nocturno. Llueve y llueve.

C.

PD: Eufemia está limpiando el polvo en el salón, y mientras lo hace, canta, desafinando bastante: corazón, corazón, no me quieras matar, corazón. Pues eso.

 

Dos horas después:

 

Mi princesa india:

Mañana, ¡qué lata! Tengo que acompañar a Emilio a Córdoba. Me lo ha pedido, de sobra lo sé, porque no puede llevar a la amante, porque la reunión de prohombres incluye esposas. Creo que voy a echarte de menos en Córdoba, una ciudad que adoro. Si estuvieras allí, y fuésemos completamente libres de compromisos, te llevaría a la judería y te apalancaría para un beso largo en la recoleta plaza de Tiberiades, contra el pedestal del monumento a Maimónides. Después pasearíamos de la mano por la calle de los judíos hasta cierta bodega recoleta donde tomaríamos un par de vinos de montilla que abren los apetitos de las damas como ninguno. Te llevaría entonces a la mezquita catedral, sobornaría al sacristán y subiríamos a la torre, donde ningún turista molesta, y te cogería, en postura dorsal, tus manos apoyadas en el muro de la espadaña. Ay, nuestros jadeos estremecidos se mezclarían armoniosamente con el zureo de las palomas que animan en los mechinales de la torre. Luego, en el patio de los naranjos, te volvería a declarar mi amor, como una dama antigua un poco desvergonzada que se dedica a pervertir doncellas. Lo haría junto al añoso olivo que hay junto a la fuente de las abluciones y tú tomarías una ramita como recuerdo para llevarla de vuelta al Brooklyn. Sería ya hora de comer y te llevaría por la plaza del Potro a las bodegas Campos y allí pediría un salmorejo y rabo de toro y más vino de montilla en una saleta recoleta decorada con carteles de toros antiguos y fotos en blanco y negro de divos de la ópera ya olvidados. Tú querrías indagar si alguna vez he recorrido Córdoba con otra mujer, y yo, tomándote de la mano, te besaría en la palma y te diría: es la primera vez que hago todo esto, aunque lo he soñado muchas veces y lo he preparado para que ocurriera exactamente así. Quizá te recitara también algún poema arábigo del tratado de amor cordobés,
El collar de la Paloma
. Iríamos a sestear al hotel y me dormiría en tus brazos no del todo satisfecha del ejercicio del amor y lamentando, como siempre, la fugacidad de la felicidad.

No hay más verdad que mi amor, argentina hermosa. Te quiero beber, te quiero abrazar, te quiero follar, sueño con tu grupa y con tu coño y no tengo ya suficiente con tus tetas.

C.

 

Tres horas después
.

 

Conchita:

Qué carta! Si serás desvergonzada! Cómo podré ir a Córdoba contigo sin demandar todo eso como un derecho?

He hecho mis deberes. Estuve navegando y encontré varias cositas sobre el amor udrí: una página de «Enamorados de la literatura árabe», unos videos de música arabigoandaluza.

Lo que dice el tratado
De Amore
acerca del amor puro me recuerda unas lecturas adolescentes (o más bien miradas muy detenidas) de una revista literaria. No sé qué fue de la revista ni del nombre! En una edición dedicada al arte erótico japonés aparecían unos «Dibujos de primavera» o algo así. Que en realidad eran dibujos pornográficos, muy primaverales, eso sí!

Y por cierto, aquellas «noches de Tobías» me parecen (más que remedio) nitroglicerina pura para una consumación del todo encantadora. Tanto me ha gustado la sugerencia que creo la voy a usar con vos, allá en Mitilene (llegado el caso, y si es que llega).

Así que vos despotricás del platonismo higienista… Bueno, si bien se mira, tal parece que en algo de eso ya estás, estamos incursionando… Y tampoco coincido en eso de que son «pavadas de los poetas hispanomusulmanes», son cosas muy santas y de seguro bien probadas por nuestros sabios ancestros.

Sigo erótica (pero es del todo pasajero, no te asustes): amiga, tu desfachatez es sorprendente! Pedir permiso para un beso, cuando ya robaste uno… En fin, tendré que disculparte, porque vos no tenés aquel excelente manual del siglo VII a. C. en el cual se registran los «Sucesos acaecidos entre una princesa, doña Laura de las Tierras del Sur, y su gentil compañera doña Concha de Madrid».

Como decía, estás perdonada, caracola.

No me contarás más detalles de ese melodrama del gasolinero y la desdichada hija de tu amiga Montse? Qué novelón!

Así que has estado de libros. Un libro de gran vitola me imagino que es de esos que solo sirven para adornar mesas en las mansiones de las revistas de decoración, me equivoco? No es ese mi mundo. Aquí en Brooklyn también hay alguna librería de esos libros de mero adorno, pero las que más abundan son las otras. Y carísimos y todo como son los libros por aquí, las librerías proliferan, porque la gente lee, mi amor, y sigue a sus autores como los enamorados seguimos hasta el olor del ser amado. Eso es ser lector.

Ya me despido. Voy a devolverte aquel beso desmañado. Recuerdo que te ibas apurada, como siempre, a tus cosas, y me besaste así de aquel modo del todo inadmisible. Entonces así la manga de tu abrigo y te hice volver. Te abracé de puntillas para mejor rodearte y te besé (te beso) con muchos besos chiquititos allí, en el preciso límite de los labios.

Laura.

 

Dos horas después:

 

Hoy te deseo tanto, caracola! Me he detenido un momento mientras te escribo. Me acaricio las lolas, las apreso, son como bollos de pan rubio, levándose. Se hinchan, se desbordan de mis manos. Siento los pezoncitos que se engañan pensando son las tuyas. Me miro lenta, detenida, sonriente, para que vos me veas: te gustará mi pan dorado y tibio, mi tierra perfumada de leche y miel… Puedo sentirme en éxtasis solo de imaginarte ahí. Lo sabías, caracola? Deberías recordarlo, mi amor, me lo has hecho muchas veces. Yo también tengo mis ensoñaciones… Así que vos estás penando con mi grupa, con mis ancas de yegua nerviosa y alazana. Ah, los sufrimientos, esos ayunos de Conchita... Me enamoran tus quejas, me atormentan! Guachita linda, ya no puedo escribir. Mis dedos investigan en un lugar extrañamente sedoso y áspero, hoy perfumado con aceite de rosa. Sabías que también uso aceites ahí? Voy a dormir la siesta ahora que estás debidamente advertida y afuera llueve mansamente sobre las calles frías. Después, ya apaciguadas, me contarás cómo estuvo tu viaje. Un beso, amor.

L.

 

Un día después:

 

Querida Pocahontas:

El amor udrí. ¡Mala caja de Pandora he destapado! Ahora me vas a martirizar con esa aberración. ¿No comprendes que, si te quiero, te quiero también en tu cuerpo, en tu todo? Tendrás que dejarme penetrar en tu casa de Mitilene y en algo más, con dulzura, sin atropellos, sin prisas, pero tampoco con retardos injustificados. En mis circunstancias debes ser piadosa. Están bien los besos chiquititos, siempre que los siga un beso grande, largo, muy largo, muy sensual, mientras yo te estrecho contra mí apretadita y te recorro con la mano la espalda y quizá algo más.

Te prometo que no volveré a visitar tu alcoba sin tu permiso. Seré una dama discreta, pero no me pidas que observe la conducta udrí. Soy demasiado primitiva para eso.

Todo el día aguardaré tu carta. Toda la vida aguardaré tu foto. Me prometiste también fotos que no llegan. Eres injusta. Tú lo vas sabiendo todo de mí y tienes mil fotos, mientras que yo paso hambre y sed de ti.

Veo que te gustan las nueces. ¿Has probado a masticar una nuez con un trocito de pan poco mayor que ella durante mucho rato, salivándola bien, hasta que destila en tu boca todo su verdadero y secreto sabor? Ese es un misterio de la nuez que no todo el mundo conoce, pero nosotros, en el siglo VII a. C. y en aquella solitaria playa de Levante, debemos conocerlo y practicarlo.

Regreso a mi vida normal. Son casi las nueve de la mañana. Dentro de un momento saldré a dar instrucciones a Raimundo (hoy le toca ser jardinero) y luego me quedaré en casa para no salir en todo el día.

He comenzado a releer, después de más de treinta años,
El lobo estepario
. En las relecturas no solo reencuentras el texto sino, prendida en sus páginas, a ti misma, a la que fuiste y ya no eres ahora. Es un ejercicio a veces cruel, porque te revela cosas de ti.

Revélame cosas de ti. Quiero abarcarte y poseerte plena.

¿Cuánto hace que eres vegetariana, amiga de marginales y medio
hippy?
¿Estuviste alguna vez en una comuna o algo parecido?

Despliega ante mí todos los pliegues de Laura, que te abarque y pueda perderme en ti, como quiero que tú te pierdas en mí.

¿Lo de saltar el océano y verme es mero deseo o estás albergando esa tentación?

Ese beso húmedo y largo… ¡ummmh! Me perfumaba con tu aliento y saboreaba tu saliva dulce y templada (saliva dulce y templada, así la encontró el rabí don Sem Tob cuando besó a su amada en la escalera. Así la encuentro yo de mi amor furtivo, Laura).

Un beso, tan profundo como tú admitas.

Concha.

 

Seis horas después:

 

Caracola:

Empezaré por contestar a la primera, la que dice «qué locura es esta?». Y sí, es locura, aunque si en algo te consuela es también compartida. Mi primer acto del día es buscarte en mi buzón. Antes que lavarme los dientes, antes del desayuno (un vaso de agua fresca) y antes incluso de cualquier otro acto inaugural del día, mi compu es la primera cosa que despierta conmigo. Salto de la cama pensando: Caracola me habrá escrito? Busco en el desorden de la cómoda un camisón, un suéter, cualquier cosa para ponerme y volar a mi estudio. Entonces te leo con una voracidad que te sorprendería si me vieras!

Después viene la parte segunda del desayuno que (ya sea invierno o verano) es un licuado de frutas con agua y miel. Si hay bananas, será con leche descremada. Cuando ya te he leído unas seis veces, y me he reído del modo en que tus cartas me enternecen (te daré una pista: se me cae la baba), entonces a la ducha! Casi una hora de espumas, jabones Dove y cremas para el pelo. Sí, casi una hora. A veces más. Y es solo ducha, ningún otro ritual de belleza.

No me gustan las bañeras. Aprendí de mis tiempos de yogui que el agua ha de estar siempre corriendo. Te imaginás, caracola, lo que sería si me tentaran las tinas con espumas?

Y tengo otras rarezas. Quizá si te las cuento, comprendas cuán inmensa ha sido esa locura de enamorarte de mí. Yo solo uso mis toallas, las que tienen mi olor. No resisto el olor de las toallas de un hotel, por ejemplo. Aunque sean muy finas y huelan bien. Tampoco me gusta comer fuera de casa. Casi nada de lo que hay por ahí se prepara con la sencillez que yo quiero: verduras crudas, sin aderezos, sin sal sin salsas ni nada que no sea un poco de jugo de limón. A veces unas gotas de aceite de oliva. La de veces que he ido a un restaurante y cuando me dan la carta suceden invariablemente dos cosas: primera, que no entiendo lo que significan los nombres de los platos; segunda, cuando el desdichado y gentil mozo me traduce y explica largamente los ingredientes, encuentro que todo está terriblemente procesado y aderezado de un modo que solo de pensarlo se me fue el apetito. El epílogo es igualmente frustrante: habrías de ver las caras que me ponen cuando les digo: «Puede ser por favor una ensalada de tomates, sin sal, sin aceite, sin…. Solo tomates recién cortados. Y jugo de limón. Ah, y por favor, querida, ¿cuál de los tenedores será el de las verduras?» Todos pasan vergüenza conmigo, menos yo, que me divierto bastante! Mejor se pone si voy una segunda vez: habrías de ver con cuántas ternuras me recuerdan, y se desviven con atenciones porque la señora solo come tomates, zanahorias hervidas o espárragos crujientes. Quizá no haya sido muy buena idea contarte estas cositas. Ahora me perderé tu carita de asombro abochornada, cuando me veas en acción, remilgosa y protestona, agitando la carta como si fuera un papelito de porquería. Y todo porque la comida está inaceptablemente procesada y vuelta a procesar!

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