Read Napoleón en Chamartín Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Napoleón en Chamartín (33 page)

BOOK: Napoleón en Chamartín
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—Es muy posible que lleve pistolas —dijo el diplomático—. No abráis, mientras no venga un pelotón de la guardia.

Pero el criado a quien tan prudentes advertencias se dirigían, no hizo caso de ellas; abriome la puerta, y abalanzándose hacia mí con otros dos de su misma estofa, dijo:

—No te escaparás, no. A ver, registradle bien los bolsillos y sacadle todo lo que lleve.

—Canallas —exclamé, luchando con ellos—. Yo no me llevo nada. Ladrones y rateros seréis vosotros, que no yo.

—Creo que debéis amarrarle, muchachos —dijo el diplomático, entrando con gran arrojo—. Desde luego sospeché que este joven no era mi pariente. Por fuerza ha de tener los bolsillos llenos de alhajas: registradle bien. ¿Decís que estuvo en el cuarto de mi hija más de tres horas? Eso no puede ser, caballerito —añadió encarándose conmigo—. ¿Quién es Vd.? Vive Dios que esto es algo misterio.

—Este es el que en el Escorial sirvió de paje a la señora condesa —dijo uno de los criados empujándome con tal fuerza que me hizo caer al suelo.

—Este estaba en Córdoba hace seis meses, y todos los días venía a la puerta de casa —dijo otro dándome con el pie, una vez que caído me vio.

—Y es, si no me engaño, el que tiraba chinitas a la ventana —afirmó una criada, hundiendo sus uñas en mi carne.

—Me parece que le he visto en casa vestido de fraile —dijo otra dándome en la cabeza con las tenazas de la chimenea.

—Ya le conozco, y sé muy bien lo que le trae por aquí —indicó una tercera tirándome fuertemente del cabello.

—¿Conque nada menos que duque de Arión? —dijo un lacayo dándome una manotada en la chupa con tanta fuerza que me la rasgó de arriba abajo.

—¡Miren el duque de papelón! ¡Pues no vino poco finchado! —exclamó otro anudándome la corbata tan violentamente que pensé morir estrangulado.

—Desnudadle en el acto.

—No: aguardad a que venga la autoridad —ordenó el marqués—. ¿Conque es un paje de Amaranta que fue a Córdoba, y que arrojaba chinitas vestido de fraile? Bien decía yo que esta cara no me era desconocida. En el Escorial, en Córdoba… ¿te llamas tú Gabriel? ¡Gabriel, Gabriel!… Conque Gabriel.

Y diciendo esto, D. Felipe Pacheco y López de Barrientos dio algunas vueltas por la estancia, revolviendo sin duda en su mente contradictorios pensamientos. Juzgue el lector de mi martirio al verme entre aquellos soeces criados, cuyas almas experimentaban deliciosa fruición en degradar al que creyeron duque, y en pisotear mi supuesta nobleza y caballerosidad. Defendime al principio rabiosamente de sus groseros insultos; mas nada podían contra tantos mis fuerzas por momentos enflaquecidas, y me entregué a las vengativas manos de aquella pequeña plebe irritada que no podía tolerar el encumbramiento ficticio de uno de los suyos. Yo creo que me habrían roto los huesos, que me habrían arrastrado en tropel por la casa, que me habrían arrancado pedazo a pedazo los vestidos y con los vestidos la carne; que me habrían deshecho a pellizcos, pinchazos y rasguños, si la llegada de la condesa no hubiera puesto fin de repente a la dolorosa escena de mi crucificación. La vi aparecer cuando ya iluminaban completamente la habitación las primeras luces del día, y pareciome un ángel salvador.

La sorpresa que tal espectáculo le causó junto con lo que a su llegada le contaron, habíanla puesto como fuera de sí. La ira y la compasión se sucedían rápidamente una tras otra en su semblante. Parecía no dar crédito a sus ojos, me miraba casi exánime y maltratado, y reconocía en mis ropas las del duque de Arión, que ella me diera para fugarme. Por de pronto, a pesar de su enojo, me libró de toda aquella canalla, y haciendo que los criados saliesen afuera, quedose sola conmigo, mientras su tío iba en busca de quien me llevase a la cárcel.

- XXVIIII -

—Señora —exclamé comprendiendo con rápida penetración sus pensamientos en aquel instante—, no me condene vuecencia sin oírme; no me juzgue ingrato, desleal y mentiroso si tan impensadamente me encuentra aquí.

—¡De qué indigna manera me has engañado! —repuso con voz turbada por la ira—. Jamás lo creí: yo pensé que tenías en tu baja e innoble alma una chispa del fuego de honor. No: tu abyecta condición se revela en tus actos, y no es posible esperar del miserable pilluelo de las calles sino doblez y maldad. Hipócrita, ¿dónde has aprendido a fingir? ¿Cómo tu despreciable carácter, formado de todas las perfidias y malos intentos, ha podido disimularse con la apariencia de la sencillez honrada y de sentimientos nobles?

—Señora —respondí—, usía me tratará de otro modo cuando sepa qué motivos me han traído aquí.

—No quiero saber nada. ¿Has visto a mi hija? ¿La has hablado?

—Sí señora.

—¡Oh! No es posible que viéndote haya dejado de comprender qué clase de persona eres. ¿Dónde está Inés? Que venga aquí, y si al ver este pillastre desarrapado que se disfraza de gran señor para llegar hasta ella, si al ver una palpable muestra de tu bajeza y vil condición en esta lastimosa figura de duque magullado y roto se arrastra por el suelo pidiendo misericordia, persiste en creerte digno de un recuerdo, Inés no es lo que yo quiero que sea, no es mi hija, no es de mi sangre.

Y en efecto, yo me arrastraba por el suelo, magullado y roto; y confundido por el anatema de la condesa, imploraba con inconexas palabras que me perdonase, indicando a medias frases los hechos que atenuaban mi falta.

—Señora —exclamé prosternándome hasta tocar con mis labios los pies de Amaranta—, verdad es que he faltado a mi palabra. Arrójeme usía de aquí, entrégueme a los alguaciles, permita que me lleven a la cárcel, al presidio; mándeme matar si gusta, pero no me pida, no, de ningún modo me pida que deje de amar a Inés, porque es pedirme lo imposible y lo que no está en mi mano prometer. Usía me hablará de su casa y de todas las casas. Yo confieso mi pequeñez, yo reconozco que al lado de la grandeza de vuecencia soy como un grano de arena comparado con el tamaño de todo el mundo; yo no soy nadie, yo soy un insensato, un malvado, un miserable y todo lo que usía quiera que sea; pero yo no puedo dejar de amar a Inés. Cuando sus padres la abandonaban yo la amé; cuando estaba sola en el mundo yo fuí su amigo; cuando era pobre yo trabajaba para ella. Creí que su repentino cambio de fortuna la apartaría de mí para siempre; prometí en falso, prometí lo que no podía ni debía cumplir, lo que estaba fuera de mi albedrío; prometí renunciar a lo que siempre ha sido mío, y mi ceguera y mi error han durado hasta esta noche en que la he visto y la he hablado, señora condesa; hasta esta noche en que he comprendido que Inés no puede, no puede de modo alguno resistir el peso abrumador de su nobleza.

Amaranta golpeó mi humillado rostro con sus pies. Sentí las suelas de sus zapatos hiriendo mi cabeza, y los encajes de sus faldas barrieron mi frente. La condesa estaba frenética y cruel en su desbordada ira.

—¿Qué has dicho? —exclamó—. ¿Que no renuncias?… ¿Sabes que un miserable como tú puede desaparecer del mundo sin que el mundo lo advierta? ¡Despreciable gusano! ¡No te aplasto por compasión y te levantas para insultarme!

—Yo no insulto a usía —dije—. Yo respeto y venero a la que tantos deseos de favorecerme ha manifestado. Vuecencia puede hacerme desaparecer del mundo si gusta; sin duda lo merezco. Yo prometí a usía no verla más y no he cumplido mi palabra; soy un truhán y un miserable. Vine a este palacio sin intención de verla; encontreme solo y una fuerza irresistible, una fiebre que me devoraba lleváronme a su cuarto, donde la vi y nos hablamos largo rato. ¡Oh! ¿Me pide usía que deje de amarla? No puede ser. ¿Me pide usía que no la vea más? Pues haga Su Grandeza de modo que me den la muerte, porque mientras tenga un solo aliento de vida y mientras me quede fuerza para arrastrarme, correré tras ella, la buscaré, penetraré en lo más escondido y subiré a lo más alto, sin ceder en esta persecución hasta que Inés no me diga que se ha concluido la guerra a muerte trabada entre ella y sus nobles parientes.

—¡Oh! Quiero concluir de una vez —afirmó sin poder contener su agitación—; que venga aquí mi hija; la traeré aquí, te verá delante de mí, y si todavía… No, no puede ser. ¡Dios mío! ¿Qué aberración, qué absurdo es este que presenciamos? Miserable mendigo —añadió volviéndose a mí—, vete. La culpa tiene quien te ha dado más importancia de la que mereces. Inés te desprecia: si has creído otra cosa te equivocas. ¿Por qué no hiciste lo que te mandé? ¿Por qué viniste aquí? Mereces la muerte, sí, la muerte. No soy cruel; pero ¿acaso la vida de un indigno ser, que se perdería en el mundo sin que nadie lo echara de menos, debe estorbar la felicidad de toda una familia, debe estorbar mi reposo y echar por tierra la grandeza de una casa como la mía? No, no puede ser… Vete de aquí; que te lleven, que te arrastren como infame ladrón que eres. Si ella lo siente que lo sienta, si padece que padezca. Así no se puede vivir. Seré inflexible; yo enseñaré a mi hija cuáles son sus deberes; yo le enseñaré el respeto que debe tener a su nombre y me obedecerá, cueste lo que cueste.

—Deje usía —le dije— que la maten los demás; y cuando haya sucumbido a las violencias, a las vejaciones y a la tiranía de sus parientes, quédele a la madre el consuelo de no haber puesto las manos en ella.

—¿Qué dices? ¿Qué has dicho? —preguntó Amaranta mirándome fijamente y cambiando por completo en un instante de tono, de actitud, de expresión—. ¿Qué has dicho?

—He dicho que usía no debe, que no puede contribuir a matarla.

—¡A matarla! —exclamó con estupor y como vacilando entre admitir o rechazar aquella idea.

—Sí señora. Bien sabe usía que Inés es muy desgraciada.

Vi entonces cómo se disipaba la ira en el rostro de Amaranta, cómo se aclaraba su semblante, cómo todo aparato de indignación y de biliosidad y de tirantez nerviosa desaparecía, sucediendo a aquella tempestad aplacada una quietud reflexiva en que al instante se sumergió su espíritu, lanzado desde las cimas de la cólera a los abismos de la meditación. Me miró largo rato y yo la miré. Estaba profundamente pensativa. Estaba en poder de uno de esos invasores pensamientos que vienen de repentey ocupan toda el alma y suspenden todas las sensaciones, y envuelven y embargan las facultades todas. Al fin, sin pestañear, sin apartar los ojos de mí, sin hacer movimiento alguno exhaló un profundo suspiro y después dijo:

—Sí, mi hija es muy desgraciada.

No era sin duda la primera vez que a sí misma se decía aquellas palabras.

Sentada en el sofá, apoyó la barba en los dedos pulgar e índice, y el codo en el brazo del asiento, y así estuvo largo espacio de tiempo. Me parece que la estoy mirando. ¡Cuán hermosa y cuán imponente y subyugadora!
¡Digna concha de tal perla!
como ha dicho, no por cierto refiriéndose a esta, sino a otra, un gran poeta contemporáneo.

Alzó luego la vista, y me examinó atentamente; ¡pero de qué modo, con cuánto interés me miraba! De sus ojos había desaparecido el rayo de la indignación que antes la hacía tan terrible. Yo no me atrevía a decir nada. Una dulce sensibilidad embargaba mi espíritu.

Amaranta, esclava de su pensamiento, volvió a repetir:

—¡Oh! sí: mi hija es muy desgraciada, y yo no puedo hacerla feliz.

Dicho esto, me miró con cierta perplejidad. En sus ojos se retrataba una viva compasión hacia mi persona, quizás algún sentimiento más favorable. Al principio creí engañarme, pero mi corazón con su misterioso lenguaje me indicó que habían cambiado de súbito los sentimientos de la condesa respecto a mí. De mi pecho pugnaban por desbordarse los míos.

Acerqueme a ella y me dijo:

—¿Qué has hablado con Inés? ¿Qué te ha dicho?

No le pude contestar de otro modo que arrojándome de rodillas a sus pies. Pero ella repitió la pregunta intentando con sus manos alzar mi frente que se había adherido con fuerza a sus rodillas.

—Señora —le contesté al fin—, me ha dicho la verdad; me ha dicho que a nadie puede amar más que a mí.

Yo besaba sus manos y la sentí llorar.

Duró poco tiempo aquella situación. Sentimos gran ruido de voces, abriose la puerta y en el dintel apareció la marquesa, terrorífica, abrumadora de cólera y de severidad. Con ella venían el diplomático, D. Diego, el verdadero duque de Arión, algunos criados y soldados de la guardia. Amaranta no dijo nada ni yo tampoco. La actitud en que nos encontraron debió sorprenderles más que la noticia de que había un ladrón en la casa, y estoy seguro de que cada individuo de la familia interpretaba de un modo distinto aquella escena. En cuanto a esto mis
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lectores verán más adelante algo que les interesará.

Como era opinión general que yo era un ladronzuelo, vino gente de la policía, y cuando Santorcaz penetró en la habitación y ordenó a los suyos que se apoderaran de mí, huyeron con el rápido paso del terror las dos nobles damas. La algazara de aquel momento no me impidió percibir lejanos gritos y alteradas voces de mujer en las cuadras interiores. Un oficial de la guardia francesa, llamado a última hora no sé por quién, echó de palacio de un modo algo despreciativo a alguaciles y alguacilado, tratándonos a todos como a gente de perversa ralea.

- XXIX -

No tengáis compasión de mí al verme en esta cuerda ignominiosa, enracimado con otros veinte infelices. No somos ladrones, ni asesinos, ni falsificadores; somos patriotas, insurgentes de aquella gran epopeya, y nos llevan a Francia. Felizmente no se cumplió en nosotros aquel consejo del capitán del siglo que decía a su hermano:
«ahorcad unos cuantos pillos y esto hará mucho efecto»
. Por lo que pasó después, se ha venido a conocer que también Álvarez el de Gerona entraba en el número de los pillos. No nos ahorcaron, pues aún vivo para contarlo, y cuando digo que no me tengáis compasión es porque después de preso, la policía no me supuso otra criminalidad que la traición a la causa francesa, y me juzgó bastante castigado con el destierro.

—Bien sé yo que no eres ladrón —me dijo Santorcaz en Madrid, cuando me ponían en la cuerda que estrechaba en cordial apretón las cuarenta manos de los insurgentes—; pero eres un vil soplón y entrometido, a quien es preciso poner a cien leguas de Madrid. Si te dieras a partido y quisieras ser mi amigo, yo te conseguiría un puesto en la policía, con tal que me sirvieses bien en este negocio.

No con palabras, porque no las merecía, sino con una mirada de desprecio le contesté, y estuve después meditando sobre mi suerte, hasta que la cuerda se movió y los cuarenta pies de aquella serpiente humana se pusieron en marcha. Eramos los
pillos
, que el Gobierno francés, demasiado generoso, no había querido ahorcar, y se nos mandaba a Francia. Con nosotros iba el gran poeta Cienfuegos. Isidoro Máiquez y Sánchez Barbero fueron poco después, aunque no ensartados.

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