Decidió sobrepasar la capa de nubes y mirar un poco el espacio superior. Allí se sentía en su propia casa; este cielo brillante le aburría y le deprimía, y deseaba ver de nuevo las estrellas. Ordenó al computador que elevara la trayectoria y se mantuviera atento al brillo de Capella que, al aumentar, adquiría la forma de dos imágenes del tamaño del Sol, de intenso brillo y tan juntas que parecían tocarse, mientras la pantalla de la nave se oscurecía en compensación. De repente, la cubierta de nubes desapareció, y divisó una enorme llanura ondulante de color blanco, dorado y gris. Conforme continuaba su viaje hacia el oeste, alejándose de Capella, vio formaciones de nubes gigantescas que corrían en dirección paralela a la suya tanto al norte como al sur. Eran éstos los anillos de nubes que rodeaban el planeta, tan evidentes desde el espacio, que se elevaban en cordilleras gigantescas como el Himalaya, pero manteniéndose en movimiento constante. Contempló fascinado cómo las grandes montañas de nubes crecían verticalmente para luego abrirse en impresionantes gargantas y abismos; le parecía estar viendo una película a ritmo increíblemente acelerado sobre la evolución geológica de algún planeta.
Sin previo aviso, la niebla blanca apareció de nuevo por todo su alrededor, y Capella perdió su brillo. El computador, siguiendo la trayectoria programada, había desconectado la visión, como era la práctica habitual, y la nave comenzó a caer hacia su destino. Tansis tomó la decisión de regresar alguna vez a ver con calma ese país glorioso de nubes.
Gradualmente la niebla blanca fue cambiando hasta convertirse en un resplandor brillante por arriba y un paisaje brumoso verde oscuro y gris por debajo. Vio el brillo del agua en innumerables ríos y lagos, y nubes de lluvia de color gris oscuro que navegaban muy por debajo de la capa de nubes permanente. Esas nubes oscuras venían del océano occidental en filas separadas entre sí por varios kilómetros, arrojando sombras sobre el suelo, y el efecto total de nube y sombra, niebla y brillo, era una sensación de grandeza. Luego la escena se alteró completamente al sentirse por debajo del nivel de las nubes de lluvia. El horizonte desapareció y se encontró rodeado de nubes cúmulo-nimbo que con toda claridad iban a estallar en forma de lluvia. Inmediatamente por debajo de la nave divisó un gran río de varios kilómetros de anchura, y la configuración del terreno cubierto de bosques semejaba, a vista de pájaro, una alfombra con bultos.
Los motores iniciaron un gruñido sordo, y la nave, girando de nuevo, se estremeció y vibró al comenzar la maniobra de aterrizaje. Tansis tomó la dirección manual e inspeccionó la zona buscando un espacio abierto. La nave se dirigía hacia el manto forestal con claros cerca del río. Eligió el espacio abierto más grande que encontró, pero luego cambió de opinión porque no le hacía gracia tener que andar más de un kilómetro para contemplar el primer árbol de su vida, y se dirigió por el contrario hacia un camino serpenteante de tierra sin vegetación, de unos cien metros de anchura, que formaba como una cola a partir de aquel gran espacio abierto.
Mantuvo la nave planeando durante unos momentos mientras inspeccionaba el suelo en busca de posibles desniveles, o de agua, y luego hizo descender el artefacto, que rebotó ligeramente. Una nube de humo se elevó cubriendo las ventanas de la nave, al tiempo que se iniciaba un pequeño incendio de matorrales. Luego el humo oscuro se levantó como una ola delante de las ventanas, y Tansis comenzó a preocuparse por si hubiera iniciado un incendio forestal que pudiera obligarle a efectuar un despegue inmediato. ¿Qué sería de él si no pudiera aterrizar en ninguna parte debido a los incendios provocados por él?
Contempló la escena, preocupado y deseando que el humo se debilitara, toqueteando su asiento con nerviosismo y maldiciendo su suerte. En estos días se desconcertaba con mucha facilidad. Sin embargo, el humo pronto se debilitó y vio que se había formado en el terreno una mancha negruzca de unos veinte metros de diámetro, en torno a la nave; aún salía humo de sus bordes, pero ya no había llamas. Mientras lo observaba, la humareda desapareció. Durante unos minutos siguió contemplando atentamente el borde de la zona chamuscada; luego suspiró de alivio y cambió la posición de la nave, haciéndola descender a su parada de reposo. «Me preocupo demasiado —pensó—; de todos modos, tiene que llover pronto».
Se sentó un rato, mirando por la ventana fijamente. Esto sí que se parecía a los paisajes de la Tierra, que conocía tan bien por esas grandes fotografías que parecían reales, colocadas en las ventanas de las cabinas de la nave principal. Algunos árboles aislados llegaban hasta unos cien metros de distancia de la nave. Cuando sus ojos se fueron acostumbrando al paisaje exterior, comenzó a distinguir con claridad objetos aislados. Aquellos no Se parecían en nada a los árboles. No tenían ramas, ni vástagos, ni hojas. Venían a ser grandes matojos de unas cintas tiesas de color verde azulado, atadas por el centro y abiertas en abanico por arriba. Parecían fuentes, quizás, o gavillas de trigo, o… Intentó encontrar una comparación más apropiada, y no lo logró. Cubriendo el suelo se encontraba esa misma materia, que parecía cintas y que había visto antes en la meseta. Las nubes que evolucionaban rápidamente en el cielo hacían que el paisaje pareciera más familiar, y suprimían esa horrible cualidad imperturbable de la meseta. Recordó todo lo que sabía sobre animales, y miró con ansiedad en busca de alguna pista de ellos. Las altas frondas de cintas de los árboles se balanceaban delante y atrás, lentamente, pero en el suelo no se notaba ningún movimiento.
¿Qué debería hacer ahora? Tendría que efectuar pruebas del aire exterior, pero no tenía ganas de comenzar otra vez todo ese trabajo, que no le llevaría a ninguna conclusión segura. Si no podía hacer el trabajo bien, hacerlo mal no tenía sentido. Al final decidió que haría lo que realmente le apetecía: salir al exterior y explorar.
En primer lugar necesitaba un arma y un aparato de alarma. Encontró en la nave un equipo de radar portátil que podría enganchar a la mochila del traje espacial, y le avisaría de cualquier cosa que viniera hacia él a cierta distancia. Para conseguir un arma necesitaba tener acceso al armario de la sala de armas. Y el único autorizado a hacerlo era el oficial con mando en la expedición, que ahora estaba muerto y desaparecido. Tansis, en sentido estricto y según las ordenanzas, había robado la nave. Si ésta hubiera estado totalmente preparada y programada para el aterrizaje oficial, Tansis no hubiera dispuesto para nada de la colaboración del computador, y probablemente no hubiera logrado hacer descender la nave.
Las pequeñas cosas son las que más molestan. El computador no podía ayudarle dándole la combinación que abría aquel armario, porque nunca se le había dado. Inspeccionó a fondo la cabina del comandante, en busca de su diario. No tuvo éxito, porque la información clave se encontraba aún en la nave principal, fuera de su alcance. Volvió a la sala de armas y contempló el armario. Hubiera sido inútil intentar forzarlo, porque sin ninguna duda eso alarmaría al computador, que desde entonces le trataría como a un criminal. Estaba controlado. El largo brazo de la ley le alcanzaría incluso aquí, aunque fuera un brazo muerto y amputado.
Se encogió de hombros con resignación; necesitaba el computador mucho más que necesitaba un fusil. Pero un arma también era importante. Sólo Dios sabía lo que habría en el exterior. Si la vegetación era muy evolucionada —en realidad así lo parecía—, entonces sería probable que hubiera una vida animal lo bastante grande para atacarle. En su imaginación veía cosas semejantes a tigres y leones que acechaban entre los árboles.
De repente, una idea brillante le vino a la mente: podía llevar consigo un cuchillo térmico, de los que se utilizaban para reparaciones. La nave estaba abarrotada de herramientas para que los trabajos de defensa y construcción de bases pudieran efectuarse después del aterrizaje, mientras la exploración estaba en curso. Si adaptaba el cuchillo como si fuera un gran soplete de soldar, con una llama larga y estrecha, ningún animal podría acercársele.
Y así, después de todos los preparativos, Tansis puso pie a tierra en un nuevo mundo, dentro de un traje protector, con el radar olfateando a su alrededor y con un soplete de soldar a punto. Se fue alejando de la nave, avanzando por el círculo chamuscado, dándose cuenta, con fastidio, de que las cenizas estaban tiznando de gris sus botas blancas y brillantes. En realidad no le importaba, porque la suciedad nunca podría entrar en la nave, pero estaba mal de los nervios y las cosas pequeñas le molestaban más de lo debido. La esclusa de entrada de la nave estaba construida de tal modo que, para entrar en ella, había que llevar puesto el traje protector; luego se pasaba por una cortina de plástico líquido que caía del techo formando inmediatamente sobre toda la superficie del traje una lámina de una película fina, transparente y muy resistente. Después de cualquier recorrido por el exterior, como el explorador quedaba cubierto de todo tipo de gérmenes extraños, para entrar en la nave tenía que pasar de nuevo por la cortina de plástico, para recibir otro recubrimiento de película, y de este modo quedaban emparedados todos los gérmenes entre la primera y la segunda capa. Luego había que quitar la lámina del traje y meterla directamente en el incinerador antes de entrar en el espacio habitable de la nave. Todas las herramientas y equipo que no pudieran funcionar recubiertos de esa película, tenían que dejarse en el exterior y ser abandonados al fin de la expedición.
Se detuvo en el borde de la zona chamuscada y se dio cuenta de que la capa que cubría el suelo en forma de cintas era muy profunda; tenía por lo menos un metro de espesor. Quitando las cenizas con la bota, limpió una zona del suelo. Estaba húmedo y emanaba vapor; sin duda, el calor del fuego inicial hacía ascender a la superficie la humedad interior. Parecía evidente que la vegetación de este tipo mantenía el suelo permanentemente húmedo. Aprovechó la oportunidad para mirar cerca de la cubierta, allí donde el fuego la había tajado dejando al descubierto su sección transversal. En realidad, era la primera vez que la miraba en serio, porque allá, en la meseta, estuvo demasiado ocupado y distraído para fijarse en ella.
Las cintas oscuras de color verde azulado medían unos tres centímetros de espesor y nueve o diez de ancho; salían directamente del suelo y se enrollaban y cruzaban apilándose hasta la altura de un hombre, en un laberinto impenetrable. Estiró de una de ellas para separarla del resto, pero no pudo sacarla. Lo intentó con varias más, pero estaban entrelazadas como si fueran un nudo enorme. Tampoco pudo romper ninguno de los haces que semejaban ramas verdes. Evidentemente, aquella sustancia desempeñaba el mismo papel del césped de la Tierra, y decidió llamarla «capa de cintas». Ya se había dado cuenta, allá en la meseta, de que era bastante fácil andar sobre ella, y que hacía rebotar el pie de modo agradable, lo cual constituía una buena ayuda en esta atmósfera de tanta gravedad. Le recordaba un poco las moquetas de goma espesa de ciertas zonas de la nave principal, y tal vez un observador nacido en la Tierra las hubiera comparado a andar sobre brezos. Utilizando la lanza térmica cortó varios fragmentos de cinta, y los puso en su bolsa de muestras.
Miró hacia atrás y luego trepó por la vegetación, llegó a la parte superior y se detuvo. Se le ocurrió una idea, y descendió de nuevo a las cenizas para escudriñar el interior de la capa de cintas, con ayuda de un potente foco. Con toda seguridad, una materia como ésta debería estar repleta de vida. Recordaba haber leído en algún sitio que cualquier campo de la Tierra contenía millones de gusanos, escarabajos y otros bichos. Y, sin embargo, nada se agitaba en las profundidades de esa cinta en montones compactos. Naturalmente, al principio era difícil detectar algo, porque no sabía lo que buscaba. Se dio cuenta de los detalles: las cintas tenían pelos verdes pequeñitos, y algunas también pelos grises, largos: ¿se trataba de animales primitivos, o eran parte de las cintas? También había minúsculas manchas oscuras: ¿polvo, o tal vez ácaros? Empezó a cansarse de estar en cuclillas observando, y decidió abandonar esa tarea hasta que hubiera examinado las muestras que llevaba en la bolsa.
Volvió a subir al montón de la capa de cintas, mirando otra vez inconscientemente hacia atrás, y se dirigió hacia los árboles. Ante todo se dio cuenta de que los árboles estaban muy relacionados con la capa de cintas: eran una forma de cinta arbolada. El tronco era un gran matojo de cintas dispuestas en forma vertical y unidas, formando una columna de unos seis metros de circunferencia y que luego se separaban a unos seis metros de altura para abrirse en abanico, o en forma de fuente. El abanico era por lo menos tan alto como el tronco. Al tocarlo, notó que el tronco era duro, y al golpearlo con la palma de la mano le pareció que estaba formado por una madera ligeramente elástica. Intentó separar las cintas de la superficie del tronco, pero parecían estar ligadas entre sí con mucha fuerza, y no se separaban en absoluto. Sería interesante analizar la estructura interna de la madera, si es que eso era madera. Dirigió la lanza térmica al árbol e intentó cortar un trozo. Cuando la llama azul, fina e intensa, comenzaba a cortarla, esa materia expulsó humo de modo tan alarmante que Tansis inmediatamente dejó de cortar, preocupado por si aquello pudiera causar un incendio forestal. Casi estuvo a punto de golpear el tronco caliente y con rescoldos con su mano enguantada, pero en el momento preciso recordó que, si lo hacía, destruiría la lámina de plástico del traje. Con gran alivio para él dejó de salir humo, quedando en el tronco una llaga negruzca de unos treinta centímetros. Necesitaba un hacha para cortar una muestra. La próxima vez que viniera traería consigo una caja de herramientas y las dejaría en el exterior.
El tronco formaba un círculo casi perfecto y bastante liso, sin salientes ni protuberancias que pudieran utilizarse para trepar. Miró a su alrededor, lentamente, contemplando cientos de árboles que crecían muy cerca y se iban juntando en la distancia, pero que, vistos de cerca, estaban esparcidos y aislados. Todos eran idénticos al que había estado examinando. Este mundo tenía un aspecto bastante aburrido, y notó que volvía de nuevo la depresión, y con ella la soledad, como una enfermedad de la que nunca podría desprenderse.
Miró de nuevo hacia atrás, y decidió comprobar la señal de alarma de su radar portátil, para verificar si era cierto que le servía de protección. Pulsó las teclas del comunicador del traje, y oyó la señal de respuesta del computador. Esto le tranquilizó. El radar de la nave le estaba siguiendo mientras él se encontraba fuera.