Niebla (16 page)

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Authors: Miguel De Unamuno

BOOK: Niebla
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—Y no sospechó usted nada antes, no lo barruntó...

—¡Nada! Mi mujer salía sola de casa con bastante frecuencia, a casa de su madre, de unas amigas, y su misma extraña frialdad la defendía ante mí de toda sospecha. ¡Y nada adiviné nunca en aquella esfinge! El hombre con quien huyó era un hombre casado, que no sólo dejó a su mujer y a una pequeña niña para irse con la mía, sino que se llevó la fortuna toda de la suya, que era regular, después de haberla manejado a su antojo. Es decir, que no sólo abandonó a su esposa, sino que la arruinó robándole lo suyo. Y en aquella seca y breve y fría carta que recibí se hacía alusión al estado en que la pobre mujer del raptor de la mía se quedaba. ¡Raptor o raptado... no lo sé! En unos días ni dormí, ni comí, ni descansé; no hacía sino pasear por los más apartados barrios de mi ciudad. Y estuve a punto de dar en los vicios más bajos y más viles. Y cuando empezó a asentárseme el dolor, a convertírseme en pensamiento, me acordé de aquella otra pobre víctima, de aquella mujer que se quedaba sin amparo, robada de su cariño y de su fortuna. Creí un caso de conciencia, pues que mi mujer era la causa de su desgracia, ir a ofrecerla mi ayuda pecuniaria, ya que Dios me dio fortuna.

—Adivino el resto, don Antonio.

—No importa. La fui a ver. Figúrese usted aquella nuestra primera entrevista. Lloramos nuestras sendas desgracias, que eran una desgracia común. Yo me decía: «¿Y es por mi mujer por la que ha dejado a esta ese hombre?», y sentía, ¿por qué no he de confesarle la verdad?, una cierta íntima satisfacción, algo inexplicable, como si yo hubiese sabido escoger mejor que él y él lo reconociese. Y ella, su mujer, se hacía una reflexión análoga, aunque invertida, según después me ha declarado. Le ofrecí mi ayuda pecuniaria, lo que de mi fortuna necesitase, y empezó rechazándomelo. «Trabajaré para vivir y mantener a mi hija», me dijo. Pero insistí y tanto insistí que acabó aceptándomelo. La ofrecí hacerla mi ama de llaves, que se viniese a vivir conmigo, claro que viniéndonos muy lejos de nuestra patria, y después de mucho pensarlo lo aceptó también.

—Y es claro, al irse a vivir juntos...

—No, eso tardó, tardó algo. Fue cosa de la convivencia, de un cierto sentimiento de venganza, de despecho, de qué sé yo... Me prendé no ya de ella, sino de su hija, de la desdichada hija del amante de mi mujer; la cobré un amor de padre, un violento amor de padre, como el que hoy le tengo, pues la quiero tanto, tanto, sí, cuando no más, que a mis propios hijos. La cogía en mis brazos, la apretaba a mi pecho, la envolvía en besos, y lloraba, lloraba sobre ella. Y la pobre niña me decía: «¿Por qué lloras, papá?», pues le hacía que me llamase así y por tal me tuviera. Y su pobre madre al verme llorar así lloraba también y alguna vez mezclamos nuestras lágrimas sobre la rubia cabecita de la hija del amante de mi mujer, del ladrón de mi dicha.

Un día supe —prosiguió— que mi mujer había tenido un hijo de su amante y aquel día todas mis entrañas se sublevaron, sufrí como nunca había sufrido y creí volverme loco y quitarme la vida. Los celos, lo más brutal de los celos, no lo sentí hasta entonces. La herida de mi alma, que parecía cicatrizada, se abrió y sangraba... ¡sangraba fuego! Más de dos años había vivido con mi mujer, con mi propia mujer, y ¡anda!, ¡y ahora aquel ladrón...! Me imaginé que mi mujer habría despertado del todo y que vivía en pura brasa. La otra, la que vivía conmigo, conoció algo y me preguntó: «¿Qué te pasa?» Habíamos convenido en tutearnos, por la niña. «¡Déjame!», le contesté. Pero acabé confesándoselo todo, y ella al oírmelo temblaba. Y creo que la contagié de mis furiosos celos...

—Y claro, después de eso...

—No, vino algo después y por otro camino. Y fue que un día estando los dos con la niña, la tenía yo sobre mis rodillas y estaba contándole cuentos y besándola y diciéndola bobadas, se acercó su madre y empezó a acariciarla también. Y entonces ella, ¡pobrecilla!, me puso una de sus manitas sobre el hombro y la otra sobre el de su madre y, nos dijo: «Papaíto... mamaíta... ¿por qué no me traéis un hermanito para que juegue conmigo, como le tienen otras niñas, y no que estoy sola...?» Nos pusimos lívidos, nos miramos a los ojos con una de esas miradas que desnudan las almas, nos vimos estas al desnudo, y luego, para no avergonzarnos, nos pusimos a besuquear a la niña, y alguno de estos besos cambió de rumbo. Aquella noche, entre lágrimas y furores de celos, engendramos al primer hermanito de la hija del ladrón de mi dicha.

—¡Extraña historia!

—Y fueron nuestros amores, si es que así quiere usted llamarlos unos amores secos y mudos, hechos de fuego y rabia, sin ternezas de palabra. Mi mujer, la madre de mis hijos quiero decir, porque esta y no otra es mi mujer, mi mujer es, como usted habrá visto, una mujer agraciada, tal vez hermosa, pero a mí nunca me inspiró ardor de deseos, y esto a pesar de la convivencia. Y aun después que acabamos en lo que le digo me figuré no estar en exceso enamorado de ella, hasta que pude convencerme de lo contrario. Y es que una vez, después de uno de sus partos, después del nacimiento del cuarto de nuestros hijos, se me puso tan mal, tan mal, que creí que se me moría. Perdió la más de la sangre de sus venas, se quedó como la cera de blanca, se le cerraban los párpados... Creí perderla. Y me puse como loco, blanco yo también como la cera, la sangre se me helaba. Y fui a un rincón de la casa, donde nadie me viese, y me arrodillé y pedí a Dios que me matara antes de que dejase morir a aquella santa mujer. Y lloré y me pellizqué y me arañé el pecho hasta sacarme sangre. Y comprendí con cuán fuerte atadura estaba mi corazón atado al corazón de la madre de mis hijos. Y cuando esta se repuso algo y recobró conocimiento y salió de peligro, acerqué mi boca a su oído, según ella sonreía a la vida renaciente tendida en la cama, y le dije lo que nunca le había dicho y nunca le he vuelto de la misma manera a decir. Y ella sonreía, sonreía, sonreía mirando al techo. Y puse mi boca sobre su boca, y me enlacé con sus desnudos brazos el cuello, y acabé llorando de mis ojos sobre sus ojos. Y me dijo: «Gracias, Antonio, gracias, por mí, por nuestros hijos, por nuestros hijos todos... todos... todos... por ella, por Rita...» Rita es nuestra hija mayor, la hija del ladrón... no, no, nuestra hija, mi hija. La del ladrón es la otra, es la de la que se llamó mi mujer en un tiempo. ¿Lo comprende usted ahora todo?

—Sí, y mucho más, don Antonio.

—¿Mucho más?

—¡Más, sí! De modo que usted tiene dos mujeres, don Antonio.

—No, no, no tengo más que una, una sola, la madre de mis hijos. La otra no es mi mujer, no sé si lo es del padre de su hija.

—Y esa tristeza...

—La ley es siempre triste, don Augusto. Y es más triste un amor que nace y se cría sobre la tumba de otro y como una planta que se alimenta, como de mantillo, de la podredumbre de otra planta. Crímenes, sí, crímenes ajenos nos han juntado, ¿y es nuestra unión acaso crimen? Ellos rompieron lo que no debe romperse, ¿por qué no habíamos nosotros de anudar los cabos sueltos?

—Y no han vuelto a saber...

—No hemos querido volver a saber. Y luego nuestra Rita es una mujercita ya; el mejor día se nos casa... Con rni nombre, por supuesto, con mi nombre, y haga luego la ley lo que quiera. Es mi hija y no del ladrón; yo la he criado.

XXII

—Y bien, ¿qué? —le preguntaba Augusto a Víctor ¿cómo habéis recibido al intruso?

—¡Ah, nunca lo hubiese creído, nunca! Todavía la víspera de nacer nuestra irritación era grandísima. Y mientras estaba pugnando por venir al mundo no sabes bien los insultos que me lanzaba mi Elena. «¡Tú, tú tienes la culpa, tú!», me decía. Y otras veces: «¡Quítate de delante, quítate de mi vista! ¿No te da vergüenza de estar aquí? Si me muero, tuya será la culpa.» Y otras veces: «¡Esta y no más, esta y no más!» Pero nació y todo ha cambiado. Parece como si hubiésemos despertado de un sueño y como si acabáramos de casarnos. Yo me he quedado ciego, talmente ciego; ese chiquillo me ha cegado. Tan ciego estoy, que todos dicen que mi Elena ha quedado con la preñez y el parto desfiguradísima, que está hecha un esqueleto y que ha envejecido lo menos diez años, y a mí me parece más fresca, más lozana, más joven y hasta más metida en carnes que nunca.

—Eso me recuerda, Víctor, la leyenda del
fogueteiro
que tengo oída en Portugal.

—Venga.

—Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos artificiales, de la pirotecnia, es una verdadera bella arte. El que no ha visto fuegos artificiales en Portugal no sabe todo lo que se puede hacer con eso. ¡Y qué nomenclatura, Dios mío!

—Pero venga la leyenda.

—Allá voy. Pues el caso es que había en un pueblo portugués un pirotécnico o
fogueteiro
que tenía una mujer hermosísima, que era su consuelo, su encanto y su orgullo. Estaba locamente enamorado de ella, pero aún más era orgullo. Complacíase en dar dentera, por así decirlo, a los demás mortales, y la paseaba consigo como diciéndoles: ¿veis esta mujer?, ¿os gusta?, ¿sí, eh?, ¡pues es la mía, mía sola!, ¡y fastidiarse! No hacía sino ponderar las excelencias de la hermosura de su mujer y hasta pretendía que era la inspiradora de sus más bellas producciones pirotécnicas, la musa de sus fuegos artificiales. Y hete que una vez, preparando uno de estos, mientras estaba, como de costumbre, su hermosa mujer a su lado para inspirarle, se le prende fuego la pólvora, hay una explosión y tienen que sacar a marido y mujer desvanecidos y con gravísimas quemaduras. A la mujer se le quemó buena parte de la cara y del busto, de tal manera que se quedó horriblemente desfigurada, pero él, el
fogueteiro
,
tuvo la fortuna de quedarse ciego y no ver el desfiguramiento de su mujer. Y después de esto seguía orgulloso de la hermosura de su mujer y ponderándola a todos y caminando al lado de ella, convertida ahora en su lazarilla, con el mismo aire y talle de arrogante desafío que antes. «¿Han visto ustedes mujer más hermosa?», preguntaba, y todos, sabedores de su historia, se compadecían del pobre
fogueteir
o
y le ponderaban la hermosura de su mujer.

—Y bien, ¿no seguía siendo hermosa para él?

—Acaso más que antes, como para ti tu mujer después que te ha dado al intruso.

—¡No le llames así!

—Fue cosa tuya.

—Sí, pero no quiero oírsela a otro.

—Eso pasa mucho; el mote mismo que damos a alguien nos suena muy de otro modo cuando se lo oíamos a otro.

—Sí, dicen que nadie conoce su voz...

—Ni su cara. Yo por lo menos sé de mí decirte que una de las cosas que me dan más pavor es quedarme mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabo por dudar de mi propia existencia a imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción...

—Pues no te mires así...

—No puedo remediarlo. Tengo la manía de la introspección.

—Pues acabarás como los faquires, que dicen se contemplan el propio ombligo.

—Y creo que si uno no conoce su voz ni su cara, tampoco conoce nada que sea suyo, muy suyo, como si fuera parte de él...

—Su mujer, por ejemplo.

—En efecto; se me antoja que debe de ser imposible conocer a aquella mujer con quien se convive y que acaba por formar parte nuestra. ¿No has oído aquello que decía uno de nuestros más grandes poetas, Campoamor?

—No; ¿qué es ello?

—Pues decía que cuando uno se casa, si lo hace enamorado de veras, al principio no puede tocar el cuerpo de su mujer sin emberrenchinarse y encenderse en deseo carnal, pero que pasa tiempo, se acostumbra, y llega un día en que lo mismo le es tocar con la mano al muslo desnudo de su mujer que al propio muslo suyo, pero también entonces, si tuvieran que cortarle a su mujer el muslo le dolería como si le cortasen el propio.

—Y así es, en verdad. ¡No sabes cómo sufrí en el parto!

—Ella más.

—¡Quién sabe...! Y ahora como es ya algo mío, parte de mi ser, me he dado tan poca cuenta de eso que dicen de que se ha desfigurado y afeado, como no se da uno cuenta de que se desfigura, se envejece y se afea.

—Pero ¿crees de veras que uno no se da cuenta de que se envejece y afea?

—No, aunque lo diga. Si la cosa es continua y lenta. Ahora, si de repente le ocurre a uno algo... Pero eso de que se sienta uno envejecer, ¡quiá!; lo que siente uno es que envejecen las cosas en derredor de él o que rejuvenecen. Y eso es lo único que siento ahora al tener un hijo. Porque ya sabes lo que suelen decir los padres señalando a sus hijos: «¡Estos, estos son los que nos hacen viejos!» Ver crecer al hijo es lo más dulce y lo más terrible, creo. No te cases, pues, Augusto, no te cases, si quieres gozar de la ilusión de una juventud eterna.

—Y ¿qué voy a hacer si no me caso?, ¿en qué voy a pasar el tiempo?

—Dedícate a filósofo.

—Y ¿no es acaso el matrimonio la mejor, tal vez la única escuela de filosofía?

—¡No, hombre, no! Pues ¿no has visto cuántos y cuán grandes filósofos ha habido solteros? Que ahora recuerde, aparte de los que han sido frailes, tienes a Descartes, a Pascal, a Spinoza, a Kant...

—¡No me hables de los filósofos solteros!

—Y de Sócrates, ¿no recuerdas cómo despachó de su lado a su mujer Jantipa, el día en que había de morirse, para que no le perturbase?

—No me hables tampoco de eso. No me resuelvo a creer sino que eso que nos cuenta Platón no es sino una novela...

—O una
nivola
...

—Como quieras.

Y rompiendo bruscamente la voluptuosidad de la conversación se salió.

En la calle acercósele un mendigo diciéndole: «¡Una limosna, por Dios, señorito, que tengo siete hijos...!» «¡No haberlos hecho!», le contestó malhumoradoAugusto. «Ya quisiera yo haberle visto a usted en mi caso —replicó el mendigo, añadiendo—: y ¿qué quiere usted que hagamos los pobres si no hacemos hijos... para los ricos?» «Tienes razón —replicó Augusto—, y por filósofo, ¡ahí va, toma!», y le dio una peseta, que el buen hombre se fue al punto a gastar a la taberna próxima.

XXIII

El pobre Augusto estaba consternado. No era sólo que se encontrase, como el asno de Buridán, entre Eugenia y Rosario; era que aquello de enamorarse de casi todas las que veía, en vez de amenguársele, íbale en medro. Y Ilegó a descubrir cosas fatales.

—¡Vete, vete, Liduvina, por Dios! ¡Vete, déjame solo! ¡Anda, vete! —le decía una vez a su criada.

Y apenas ella se fue, apoyó los codos sobre la mesa, la cabeza en las palmas de las manos, y se dijo: «¡Esto es terrible, verdaderamente terrible! ¡Me parece que sin darme cuenta de ello me voy enamorando... hasta de Liduvina! ¡Pobre Domingo! Sin duda. Ella, a pesar de sus cincuenta años, aún está de buen ver, y sobre todo bien metida en carnes, y cuando alguna vez sale de la cocina con los brazos remangados y tan redondos... ¡Vamos, que esto es una locura! ¡Y esa doble barbilla y esos pliegues que se le hacen en el cuello...! Esto es terrible, terrible, terrible...»

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