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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

No podrás esconderte (35 page)

BOOK: No podrás esconderte
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Capítulo 86

Johnny Knack nunca quería estar en una zona de guerra. Ésa era su regla número uno: misiones domésticas, muchas gracias. Joder, incluso había evitado viajar a Gran Bretaña a causa del IRA. Uno de sus mayores temores era que lo sacaran a la fuerza de los márgenes de una historia para lanzarlo en el violento y revuelto centro de una historia. En un instante estás haciendo una pregunta, y al siguiente te encuentras de rodillas, tratando de respirar a través de una hedionda capucha negra o violado con el mango de una escoba mientras la imagen se emite en directo vía internet. O quizá ambas cosas, escoge lo que aparezca primero. De modo que sí, nada del puto Iraq, nada de Kabul o la frontera entre las dos Coreas, ni hablar de la India o Pakistán, ni siquiera de la maldita Irlanda del Norte.

Pero Knack sabía que, si te esforzabas por evitar algo, al final acabarías enfrentándote a ello de todos modos.

Eso es lo que te hace la vida.

Como en ese momento: atado a una silla de ruedas. El brazo derecho doblado detrás de la espalda, sujeto con alguna especie de cabestrillo envuelto alrededor de la garganta. Si trataba de bajar el brazo o permitir que los músculos respiraran un poco, comenzaría a asfixiarse hasta morir.

Brazo izquierdo: amarrado, la palma hacia arriba, al brazo de la silla de ruedas. Al principio, la idea de su palma expuesta y la muñeca girada hacia arriba le había provocado una horrible sensación de terror. Para un periodista no existía una tortura peor que ser obligado a mirar cómo le mutilaban las manos.

Pero aquella zorra chiflada no había utilizado un cuchillo. En lugar de eso, había pegado con cinta adhesiva la grabadora de voz digital del propio Knack al brazo de la silla, con su pulgar colocado de tal modo que podía alcanzar fácilmente el botón de GRABAR.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Knack. Su voz sonaba lenta y pastosa. No había rastros de la velocidad y la precisión que le gustaba utilizar. Aquella mujer le había metido drogas por un tubo.

La mujer, que se había presentado amablemente como Abdulia (un dato que le resultaría muy útil cuando hablara más tarde con la policía, siempre y cuando saliera vivo de esa experiencia, ja, ja, ja), apoyó la mano en su mejilla.

—No debe preocuparse, señor Knack —dijo—. La carta de la Muerte no está destinada a usted. Usted no es más que su mensajero.

—La carta de la Muerte —repitió él, temblando involuntariamente—. O sea, que ésa será la siguiente, ¿eh? Supongo que tendría que haberlo previsto. ¿Qué era el sacerdote? ¿La carta del Hombre Santo o algo por el estilo?

—¿Percibo cierto tono de burla en su voz después de todo lo que ha visto y experimentado? —preguntó Abdulia.

—No me estoy burlando. Sólo trato de entender.

—Todo se volverá absolutamente claro si mantiene los ojos abiertos.

Knack acomodó el brazo derecho —Dios santo, era doloroso— y señaló con la cabeza hacia el otro extremo de la habitación.

—¿Qué pasará con ella? —preguntó—. ¿La carta de la Muerte es para ella, entonces?

En un rincón había una mujer dormida. Tenía el pelo largo y oscuro y una especie de belleza estilo hippy. Había visto que Abdulia se arrodillaba junto a ella y le inyectaba algo en el brazo. Probablemente fuera la misma mierda que le había estado metiendo a él en las venas. Manteniéndolo contento.

Knack oyó un zumbido. Abdulia se llevó un móvil a la oreja y se alejó de él. Bueno, era un alivio saber que una asesina inmersa en el antiguo camino del tarot permanecía conectada con el mundo exterior.

Pero ¿con quién? Knack sabía que no podía estar trabajando sola. Habría necesitado ayuda para colgar del techo al pobre Martin Green y también para asesinar a aquellas pobres chicas en Filadelfia.

—De acuerdo —dijo Abdulia—. Estoy preparada. No te preocupes, Roger.

«De modo que «Roger», ¿eh?».

Un material de primera, pensó Knack. Otros periodistas matarían por tener acceso a algo así. ¿Os imagináis lo que hubiera sido acompañar a los pirados de la familia Manson cuando irrumpieron en la casa de Cielo Drive?
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«Eh, hippy apestoso. Antes de que claves el tenedor en el vientre de esa hermosa mujer embarazada, ¿te molestaría si te hago un par de preguntas?».

Abdulia acabó la conversación con su esposo, Roger, luego se agachó y buscó algo dentro de un bolso de lona. Regresó junto a Knack y el periodista vió que llevaba tres objetos en las manos.

—Espere —dijo él—. ¡Antes ha dicho que la carta de la Muerte no era para mí! ¿Qué coño está haciendo?

—Esto será incómodo —repuso Abdulia—, pero no lo matará.

En sus manos: un trapo sucio.

Un rollo de esparadrapo.

Un par de tijeras quirúrgicas.

Capítulo 87

Steve Dark jamás pensó que alguna vez aquellas palabras se formarían en su cabeza. Sin embargo, una parte de él quería darle las gracias a Sqweegel. Aquel monstruo le había robado casi todo lo que tenía en el mundo, pero había dejado tras de sí un regalo morboso: sigilo.

Dark había estudiado durante tantos años los movimientos y los métodos de aquel monstruo que no había podido evitar que sus habilidades quedaran grabadas en él. Pensaba en Sqweegel cada vez que patrullaba su casa en mitad de la noche, prestando atención al más leve sonido, el indicio más insignificante de que otro monstruo había ido a buscarlo.

Ahora, cuando se acercaba al faro abandonado, esas habilidades volvían a resultarle muy útiles.

La adrenalina, sin duda, era un factor. Los músculos de Dark parecían hincharse con una fuerza nueva y poderosa, a pesar de que hacía pocas horas había padecido un auténtico infierno. Pero fue su habilidad para arrastrarse, agazaparse y contorsionar el cuerpo lo que lo salvó mientras se acercaba al faro. El terreno era rocoso, lo que resultaba ideal para agacharse y ocultarse detrás de las piedras a medida que avanzaba. Esos movimientos provocaban que sus huesos y sus articulaciones se tensaran y se relajaran como si fueran de goma. Mantenía fija en la mente la localización del faro, de modo que no tenía necesidad de alzar la vista para verlo cuando estaba oculto detrás de una roca. La estructura deteriorada por el paso de los años estaba allí y no se movía. Continuó acercándose al faro.

Finalmente encontró un agrupamiento de rocas que le proporcionó la cobertura que necesitaba. Utilizó un diminuto espejo unido a una varilla metálica para observar el faro. La estructura sólo tenía tres pisos, aproximadamente el tamaño de una casa victoriana. Pudo ver dos figuras dentro de la linterna, una de pie y la otra sentada. ¿Los Maestro?, ¿solos? No había señales de Hilda. ¿Estaría abajo, quizá, en la sala de vigilancia?

Dark guardó el pequeño espejo y volvió a agacharse detrás de las rocas, apoyado sobre las puntas de los dedos y de las botas. Abandonó su escondite y corrió hacia la base del faro. Los Maestro seguramente esperaban que entrara por la puerta principal, la única manera de acceder al interior del faro. La estructura había sido construida mucho antes de que las normas de edificación exigieran salidas de incendios o rampas de acceso para sillas de ruedas. Quizá pudiera entrar por el nivel donde se encontraba la pareja y sorprenderlos.

Cuando llegó a la base del faro comenzó a trepar inmediatamente por la pared exterior. Los remaches oxidados le cortaban la piel, pero no le importó. Era algo a lo que podía aferrarse. Llegó a la barandilla principal y echó un vistazo al interior de la linterna.

Capítulo 88

La lente y la lámpara del reflector hacía mucho tiempo que habían desaparecido, al igual que muchos de los paneles de tormenta de vidrio. El periodista Johnny Knack, atado a una silla de ruedas, tenía en la boca una pelota de goma que se sujetaba con unas tiras de esparadrapo alrededor de la cabeza. Tenía los ojos inusualmente abiertos, como si estuviera en un estado de terror permanente. Dark parpadeó por instinto. Unas gruesas cintas adhesivas fijaban los párpados a las cejas y las mejillas, y ésa era la causa de que Knack no pudiera cerrar los ojos, al estilo
La naranja mecánica
. Tenía las mejillas cubiertas de lágrimas.

Abdulia estaba junto al periodista con el teléfono móvil pegado a la oreja. Dark no había vuelto a verla desde aquel día en la tienda de Venice Beach, antes de que conociera la verdad. Pero ella parecía mostrar la misma actitud relajada, de absoluta paz. ¿Por qué los peores monstruos parecían ser capaces de mostrarse tranquilos y fríos incluso en los momentos más desesperados?

Y, luego, en un rincón, desmayada en el suelo…, Hilda.

Mientras tanto, Roger vigilaba a Dark desde unos cincuenta metros. El disparo no podía ser más fácil, pero tenía que esperar. A veces, Roger no alcanzaba a entender las ideas de su esposa, no del todo. Creía en ella, por supuesto, creía en el poder de las cartas del tarot, pero no entendía por qué, en ocasiones, debía complicar tanto las cosas. Roger pensaba que tendrían que haber cogido el dinero de Green y largarse a alguna parte donde pudieran vivir modestamente. En cambio, habían pasado las últimas dos semanas separados, viajando por todo el país, matando y planificando. Matando y planificando.

Y ahora estaba en una pequeña cueva al otro lado de una meseta rocosa, a unas decenas de metros del faro, con el fusil en ristre, esperando la última presa.

Aún le dolía el costado donde Dark le había asestado una puñalada. Había conseguido improvisar un vendaje sobre el terreno pero su cuerpo cansado y magullado necesitaba un poco de descanso. A veces, cuando cerraba los ojos, podía oír pequeñas explosiones e imaginaba que eran sus venas las que estallaban a causa de la tensión de las últimas semanas. Los últimos años, en realidad.

Pero Abdulia le había asegurado que, al anochecer, todo habría terminado. Y entonces estarían juntos. En paz, finalmente, después de todo el dolor y la aflicción que ambos habían tenido que soportar.

Roger estaba ansioso por acabar finalmente con esa historia.

La luz era tan intensa que Knack estaba empezando a quedarse ciego. Sobrecarga sensorial. «Dios santo, esta cinta en los párpados. Esto es peor que una tortura manual». Todo cuanto quería era parpadear. Si conseguía salir de ésta, no haría otra cosa, se pasaría todo un día parpadeando. O simplemente cerraría los ojos y los mantendría así durante días, dejando que la humedad volviera a bañar lentamente sus globos oculares…

¿Cómo esperaba aquella chiflada del tarot que «observara» si no podía ver?

Entonces alcanzó a percibir una mancha con el rabillo del ojo. Al otro lado de la ventana.

Dark saltó a través de uno de los espacios abiertos entre las barras de metal. Al caer dentro de la linterna sacó la Glock 22 y apuntó al pecho de Abdulia.

—De rodillas, las manos detrás de la cabeza.

Examinó rápidamente la habitación. ¿Dónde estaba Roger? Probablemente abajo, en la sala de vigilancia con una arma, esperando a que Dark utilizara la entrada principal.

Abdulia obedeció y se arrodilló delante de él.

—Adelante —dijo—. Deme muerte.

Dark mantuvo la pistola apuntando al corazón de Abdulia sin perder de vista la escalera de caracol que había a un lado de la habitación.

—¿De modo que esto era lo que deseaba todo el tiempo? Tendría que haberme llamado hace diez días. Podría haberse ahorrado un montón de problemas.

Abdulia sonrió.

—Usted sabe que debía hacerlo de este modo. Las acciones no significan nada, a menos que uno tenga la voluntad de renunciar a todo. Incluso a su propia vida. Y usted es mi caballero oscuro. La Muerte que cabalga orgullosa sobre un caballo blanco.

—¿Cree que yo soy la Muerte?

—¿Por qué, si no, se habrían cruzado nuestros caminos? —preguntó Abdulia—. En el momento en que vi su rostro…, oh, el momento en que oí su nombre, Steve Dark, supe que era el destino. Sabía que usted nos seguiría hasta el final. Jamás lo dejaría. Nunca se rendiría.

Dark señaló con la cabeza hacia Hilda, que seguía desmayada en el suelo.

—¿Por qué implicarla a ella entonces? Hilda no tiene nada que ver con esto.

—Ella tiene todo que ver con esto —replicó Abdulia—. Usted acudió a ella en busca de consejo y pasó toda la noche en la tienda. Yo estaba allí. Vi cuando entraba aquella tarde y también cuando se marchaba, parpadeando por la luz, a la mañana siguiente. Hilda lo introdujo en el mundo del tarot, y yo sabía que lo traería hasta aquí para que cumpliera su destino.

De modo que aquella noche en la tienda de Venice Beach no había sido paranoia… Abdulia había comenzado a vigilarlo desde aquel momento. Johnny Knack, atado ahora a esa silla de ruedas, le había tomado una foto en Filadelfia y, de ese modo, había dirigido la atención de los asesinos hacia él.

Dark miró al periodista amarrado a la silla de ruedas.

—¿Y Knack está aquí para que sea testigo cuando yo la mate?

—El mundo necesita saber lo que significa que aceptes tu destino. Estudiarán mi ejemplo y aprenderán de él.

—No me necesitaba a mí para eso —dijo Dark—. Podría haberle dicho a su esposo que lo hiciera. Él ha matado a mucha gente. Es muy bueno en eso.

—Él jamás me haría daño. Roger me ama demasiado. Pero usted es diferente, Steve Dark. Cuando apareció en nuestro camino, leí todo cuanto se publicó sobre usted. Usted es un asesino nato. Su vida estaba destinada a cruzarse con las nuestras.

Dark tensó los dedos. Ya había estado allí antes…, en el borde. Ahora estaba una vez más ante un psicópata responsable de las muertes de personas que eran importantes para él. Una vez más tenía una arma en la mano. Oyó la voz de Sqweegel que se burlaba de él: «No es divertido a menos que luches. Vamos. ¡Lucha! ¡El mundo estará observando!».

—Adelante —dijo Abdulia—. Acabe con el monstruo, Dark. Recoja sus elogios. Sus medallas. Sus honores. ¿Acaso no es eso lo que ha deseado siempre? ¿Demostrarles a sus colegas que no es un desecho humano? ¿Que puede hacer esto sin la ayuda de nadie? ¿Que esto es lo que estaba destinado a hacer con su vida? ¡Hágalo entonces!

Dark volvió a sus cabales. Aquella mujer no era Sqweegel. Era una tarada que creía que las cartas del tarot le ordenaban que matara. Tenía por esposo a un soldado asesino que obedecía cada una de sus órdenes. Los Maestro no eran los monstruos que habitaban sus pesadillas más negras, no eran más que psicópatas a los que había que sacar del terreno de juego. Dark bajó la pistola.

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