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Authors: Carmine Carbone

Noche (6 page)

BOOK: Noche
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Llevó también a la mesa un plato de galletas con forma de corazón, añadiendo con entusiasmo y orgullo que las había hecho ella la tarde anterior. Los minutos que trascurrieron hasta que bebí aquel té hirviendo y probé aquellas galletas caseras, fueron minutos que dediqué a contar a grandes rasgos mi vida, sin entrar en detalles poco precisos e incomprensibles.

Sus caras eran de asombro y de casi conmoción cuando se sobresaltaron con la entrada de Margareth en la sala.

Cogió una galleta y dirigiéndose a mí dijo: «Dave, ven a ver mi habitación».

Me fijé en sus padres, que me miraban como diciendo: «Venga sube, no puedes decirle que no a una niña».

Así que me levanté y seguí a Margareth hacia las escaleras.

Era una escalera antigua de madera de estilo neoclásico, pero restaurada de un modo fantástico con numerosas incrustaciones y adornos, custodiada por una pared llena de fotos de familia.

Fotos de Brando delante de una facultad, un instituto de literatura; Brando junto a un grupo de jóvenes con el birrete de graduados; Brando sonriente en un barco cogiendo un gran pez entre las manos; Brando en una oficina, sentado en un gran escritorio con una placa que ponía: «DR. BRANDO MEYER - DIRECTOR». Fotos de Jacqueline de joven sentada en una terraza junto al mar con un vestido blanco y un gran sombrero negro que cubría la mitad de su cara, sonriente y despreocupado; Jacqueline vestida con un uniforme rojo de animadora; Jacqueline montada en un caballo blanco con el traje de amazona negro y rojo; Jacqueline con algunos trofeos de competiciones de equitación. Y después fotos de Margareth recién nacida en la cuna; Margareth con un gran flotador en el mar; en la mesa con la cara y las manos sucias de chocolate y también su foto con Lucky, la misma que se había publicado en el periódico para el anuncio.

Ingenuamente me paré y sin pensarlo saque del bolsillo el recorte del periódico poniendo la foto del anuncio al lado de la original.

«¡Si es la misma!», dijo Margareth, «¡es mi foto favorita!»

«No te preocupes, tendrás tu recompensa, ¡te la mereces totalmente!», exclamó Brando.

«No no, no es por eso», me cohibí.

«Venga, ven Dave, aquí está mi habitación». Margareth estaba muy feliz de mostrarme aquel cuarto que parecía un reino encantado.

Paredes empapeladas que parecían un prado floreado inmenso con lagos y pequeñas cascadas.

«¿Has visto que bonita? ¡Lo ha impreso mi padre!», dijo orgullosa de su padre.

«¿¡Impreso!?», exclamé dubitativo.

«Sí, en mi imprenta», dijo en Brando, que se nos había unido en la habitación.

Brando dirigía una importante imprenta en la ciudad, que había fundado después de haber dejado la cátedra de Literatura Antigua en una universidad de mucho renombre.

Y lo había hecho porque era su sueño. Abrir una imprenta.

Al menos era lo que me había dicho en la habitación de Margareth.

Su sueño.

Igual que yo soñaba estar de gira tocando por el mundo.

21

 

Hacía dos días que vagaba por allí, delante de la zona descarga de mercancías de una mueblería, donde Luc y yo nos habíamos despedido.

No me había movido mucho ya que parecía un lugar seguro.

Hasta ese momento no había hablado con nadie, ni siquiera con los frailes del convento donde había dormido.

Pero aquella mañana los operarios de la mueblería me pararon y me preguntaron qué hacía allí, pero como no supe responderles, molestos, se alejaron.

El panadero de la tienda donde compré algo para comer me había dicho que aquella era una zona industrial y que el centro de la ciudad estaba a una decena de kilómetros y que la larga Continental me llevaría hasta allí.

Así que me puse en camino.

La Continental era una carretera de tres carriles por cada sentido y aquel tramo fuera de la ciudad era para gran velocidad y, por lo tanto, muy peligroso para los viandantes. Seguramente estaba prohibido el tránsito peatonal, pero era el único modo de adentrarme en la ciudad.

Hacía un buen rato que caminaba bajo el sol y por fortuna había cerca un área de servicio en la que me paré, fui al baño y me refresqué la cara, los brazos y la cabeza.

Nada más salir noté que había un camión lleno de hierro oxidado y a su lado dos hombres que lo recogían y cargaban en la caja.

Me aveciné con curiosidad y los saludé, pero ellos no hablaban mi lengua.

De alguna manera les hice comprender que quería ir a la ciudad y con mis gestos les di a entender que quería ir en la caja.

Me sonrieron y me abrieron la compuerta trasera dejándome subir, y después, señalando sus caras me dijeron sus nombres: Mircea y Constantin.

Yo me limité a responder con un
gracias
.

Fue en aquella ocasión que conocí a los dos gitanos pero solo después, quizás dos o tres años, empezamos a intercambiar algunas palabras, cuando aprendí la lengua local.

Según finalizó la Continental pararon a un lado, me bajé y después de despedirnos se alejaron por una calle estrecha entre los árboles de un parque.

Delante de mí se alzaban grandes edificios que se reflejaban en las aguas del río.

Se escuchaba un zumbido enorme de voces y coches en marcha.

Aquello era la ciudad.

Me senté sobre el muro que había a los costados de las riberas del río e intenté pensar qué sería lo primero que haría. Unos minutos después escuché un claxon que me llamaba repetidamente.

Eran Mircea y Constantin, que se habían dado cuenta de que no tenía un lugar preciso donde quedarme y me invitaron a volver a subir al camión, ahora sin hierros.

Subí y partimos por las calles de la ciudad.

Llegamos delante de la asociación y había una fila de una veintena de personas esperando a comer.

Personas que después habría visto a diario.

La situación me desconsolaba pero era necesaria.

En la fila no podía entender nada de todo lo que me decían, me parecía que hablaban miles de lenguas distintas, pero fue en aquel momento que sentí que me agarraban por el brazo. «¡Este abrigo está nuevo y limpio!», exclamó un hombre en mi lengua.

Vacilé si responder, pero lo hice diciendo que también yo era nuevo allí. Él, entre desconfiado e indiferente, me estrechó la mano y se presentó. En la entrada al comedor había una oficina y el hombre me explicó que tenía que registrarme rellenando un impreso con mis datos personales y que a continuación me darían una tarjeta personal. Después del trámite burocrático nos acercamos al mostrador y las señoras que se encargaban de la distribución nos sirvieron la comida, sonriendo todo el tiempo.

Era un ambiente muy limpio y cortés.

Nos sentamos en una de las grandes mesas y antes de empezar a comer le di las gracias a aquel hombre por su ayuda: «¡Gracias Markus!»

Durante la comida Markus me habló de sí mismo y me hizo muchas preguntas sobre cómo había llegado allí y qué pensaba hacer.

Le expliqué mi intención de iniciar una nueva vida poco a poco y buscar un trabajo para no tener que volver también a aquel comedor a la semana siguiente. En realidad pasaron semanas, meses y años.

Markus, aquel día, fue breve y conciso, explícito y claro: «No te será fácil». En efecto, me explicó que sería imposible encontrar un trabajo a corto plazo porque, antes de inscribirme en la oficina de empleo, debería atestiguar en el ayuntamiento mi residencia y que conocía la lengua local.

En mi condición, eran requisitos imposibles de obtener.

Así fue como mis expectativas se quedaron tal cual y las semanas se convirtieron en meses y años.

Cuando salimos del comedor Markus cogió a sus perros atados a un árbol y me saludó diciendo: «Intenta pasar lo más desapercibido posible, quédate siempre al margen de la sociedad. Solo así tu presencia no molestará a la gente».

Y mientras se alejaba se dio la vuelta: «Ah, nos vemos aquí para la cena... esta noche».

Esas palabras resonaron en mi cabeza como un petardo en una olla. No hacía más que repetirme: «Aquí para la cena, para el desayuno, para la comida y otra vez cena, desayuno y comida», hasta el infinito.

22

 

La imprenta de Brando era una vieja fábrica de cerveza que se encontraba al este de la ciudad.

La había comprado en una subasta por una quiebra del tribunal haciendo un buen negocio.

Había dejado su puesto en la universidad y se había empleado y dedicado plenamente a la reestructuración de aquella fábrica llena de historia.

Había recuperado muchas partes originales transformándolo en un sitio que además de productivo era fascinante y atrayente.

De hecho organizaba visitas en su interior, incluso de clases de estudiantes y universitarios, donde mostraba los antiguos fastos de la histórica producción de cerveza y los proyectos y nuevos horizontes que mostraba su imprenta.

El trabajo fue productivo en poco tiempo gracias a su familia y a su fama en los institutos de educación y academias de la ciudad que, además de solicitar visitas guiadas, encargaban fotocopias e impresiones de material de oficina.

Al menos así era como Brando describió su imprenta, allí, en la habitación de Margareth.

Todo esto mientras la niña estaba encantada de mostrarme su colección de muñecas y los numerosos vestidos que había en el vestidor. En aquel vestidor vi aquel gigantesco póster que ocupaba media pared.

Era ella.

Tenía el pelo más corto y de un tono más oscuro pero quizás solo estaba mojado del sudor que provocaba estar en el escenario de aquel concierto.

Llevaba un tutú rosa con mallas plateadas.

Tenía en la mano un micrófono de Swarovski y detrás de ella había dos coristas, dos mujeres de color vestidas como las damas de honor de una boda, también estaban sudadísimas.

En la parte de abajo del póster estaba su nombre, MISS VIOLET.

«¿Te gusta? ¡Es una foto que hicimos en el concierto y la imprimimos en la imprenta!», exclamó Margareth.

«¿De veras?», balbuceé yo.

«Sí, mamá me llevó al concierto de Miss Violet por mi octavo cumpleaños. Fue mi primer concierto. ¡Estuvo genial!», respondió ella.

«¿Y ahora te sigue gustando mucho?», mi pregunta pareció un tanto retórica además de prevista y estúpida.

En aquel momento a Brando le dio la risa y dijo que Miss Violet era el ídolo de todas las niñas y adolescentes y que debía de actualizarme en el tema de la música.

Pero yo estaba contento de mi bagaje musical y de apreciar a los verdaderos artistas del mundo de la música. Pero no dije nada, guiñando un ojo. En aquel momento, sin pensarlo, extraje de la chaqueta el espejo y se lo mostré a Margareth diciendo: «Esto es de Miss Violet. Pero no es
merchandising
, es el suyo».

Ella se quedó con los ojos como platos e incrédula, y aunque alargó las manos ni lo tocó, como si fuera algo totalmente frágil o una preciada reliquia.

«Pero... pero ¿cómo lo has conseguido?», preguntó emocionada.

En ese momento podría haberle contado la verdad sobre su arrogante y ofensivo ídolo, haciéndole caer su mito, pero no lo hice, le dije que fue la propia Miss Violet la que me lo había regalado junto con algo de dinero a la salida de un hotel, en el centro, donde se alojaba.

A la salida, entre los fotógrafos y los fans, había pasado delante de mí, que estaba sentado en el bordillo de la acera y se había parado de manera caritativa y gentil haciéndome este regalo.

«Sabía que también era muy buena. ¡Es fantástica!», gritó Margareth.

«Escucha, Margareth, te lo regalo. Quédatelo tú y guárdalo con cuidado. Y recuerda que tienes que ser siempre buena y gentil en la vida, como Miss Violet. Ayuda siempre que puedas al prójimo», le dije agachándome delante de ella y poniendo el espejo entre sus manos.

«Mil gracias, lo haré... ¡De verdad!», me prometió abrazándome. Después salió corriendo y saltó a la cama a admirar y tocar el espejo.

Brando me dio una palmada en la espalda y me dio las gracias diciendo que devolviendo a Lucky a casa y regalándole aquel espejo había hecho a Margareth la niña más feliz del mundo.

23

 

Volvimos al piso de abajo y Jacqueline se acercó a Brando susurrándole algo al oído, después él se dirigió hacia mí y me dijo: «Dave, ahora descansa, vete al baño a darte una ducha caliente. Deja aquí tu ropa sucia, allí encontrarás otra limpia y un albornoz».

«No hace falta, en serio», respondí.

«Por favor, que menos. Nos importas de verdad. Ahora tengo que hacer una llamada, pero después tenemos que hablar de algo importante», puntualizó.

Me acompañó al baño y cuando bajó ya estaba hablando con un tal Martin.

Fue una ducha muy relajante durante la cual intenté imaginarme de qué querría hablarme Brando.

Era un cuarto de baño muy lujoso, con dos lavamanos, una ducha enorme y una bañera jacuzzi en el centro.

Sobre la repisa había una vasta gama de jabones, sales de baño y cremas.

Me puse el suavísimo albornoz, me seque el pelo, me lo peiné hacia atrás con un poco de gel con olor a coco y me eché una crema de vainilla en la cara dándome un masaje.

Mi piel dura y seca se volvió suave y elástica, dejándome una sensación de frescura tan fuerte que casi se me caen las lágrimas.

Puse la ropa sucia en una bolsa y me puse la limpia que Jacqueline me había dejado en el taburete que había al lado de la ducha: unos vaqueros, una camisa azul, un jersey verde militar, calcetines a rayas y unos zapatos impermeables.

Salí del baño y vi que Brando y Jacqueline me estaban esperando sonrientes sentados en la gran mesa del salón.

Jacqueline hizo un gesto, apartando la silla de la mesa, invitándome a sentarme.

«¡Has hecho tanto por nosotros esta noche!», comenzó a decir ella, «y sobre todo por nuestra hija». Me hubiera gustado responderle diciendo que no había hecho nada en realidad, también porque a aquella hora habría estado durmiendo en una caja en la orilla del río.

No me dio tiempo, Brando tomó la palabra y después de innumerables agradecimientos empezó su monólogo.

«Escucha Dave, queremos pagarte por lo que has hecho, que es de verdad mucho para nosotros, con una propuesta importante que esperamos que aceptes. He hablado con Martin, el vigilante nocturno de la imprenta, además de un buen amigo mío. Desde hace unos meses me pide que le deje jubilarse después de 40 años de trabajo y yo lo he ido posponiendo hasta que encontrase a la persona adecuada. Bien, pues lo he llamado para decirle que quizás, desde el lunes que viene, estará libre porque he encontrado a esa persona. Pero esta persona aún no me ha confirmado si acepta el puesto, ya que todavía no se lo he propuesto. Pero ahora lo estoy haciendo».

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