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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (15 page)

BOOK: Nubosidad Variable
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La miro en la foto de carnet. Un sello morado, donde se lee con la tinta corrida: «Instituto Beatriz Galindo» le alcanza el hombro y emborrona el dibujo del jersey. Es bastante guapa. Pero ¿cómo se imaginaba los logaritmos? ¿Cómo se las arregló para lidiar con ellos sin saber lo que eran? No queda el menor rastro. Yo ahora, si digo «logaritmo» «guarismo» «raíz cuadrada» o «ecuación» veo bastoncitos grises y articulados que reptan por la alfombra como una procesión de gusanos. Y no se atreve uno a tocarlos. Unidades, decenas, centenas, millares, pi, tres-catorce-dieciséis. Dan grima. Se enredan unos con otros, se arremolinan en mi costado izquierdo (porque ya, vencida, me he tumbado en la alfombra), y los miro de reojo, llena de aprensión, avanzar camino abajo, sortear mi cintura, contornear mis piernas. Desplazarme tampoco puedo: estoy cercada. Descubro que hay otra procesión de gusanos, igualmente nutrida, que baja por la derecha más aprisa. Estos son verdes y, al llegarme a los pies, dan la vuelta y confunden su caudal con el del bando gris. Bullen mezclados, se agrupan y conspiran, como genios del mal que son. Da la impresión de que pesan poco y de que si los soplara se dispersarían como una bandada de plumas. Pero es un error óptico. Pesan más que la alfombra, y entre todos impiden que levante el vuelo. No me dejan olvidar que están ahí. Tampoco el prisionero puede olvidar los barrotes de la cárcel.

Los gusanos verdes son las horas muertas, las horas podridas de mi vida entera, horas gastadas en sortear los escollos de la realidad para lograr aprobar materias que no me acuerdo de qué trataban, en las que ni siquiera me doy por examinada, a pesar de haber lidiado tanto con ellas. Porque lo único que sé de esas asignaturas es que siempre hay que estar haciéndoles frente como si fuera la primera vez, y el miedo a suspenderlas sigue siendo el mismo. Muy parecido, además, al miedo de haber perdido los papeles donde pudiera constar que se han aprobado. Se estudiaban para la nota. No eran optativas. Aprobado en hija de familia. Aprobado en noviazgo. Aprobado en economía doméstica. Aprobado en trato conyugal y en deberes para con la parentela política. Aprobado en partos. Aprobado en suavizar asperezas, en buscar un sitio para cada cosa y en poner a mal tiempo buena cara. Aprobado en maternidad activa, aunque esta asignatura, por ser la más difícil, está sometida a continua revisión. Tales materias, sobre todo la última, pueden llegar a ser apasionantes. Depende de cómo se tomen. Pero se parecen a los problemas de logaritmos en una cosa: en que de una vez para otra ya no se sabe cómo se resolvieron, ni por qué los tenía uno que resolver. Gusanera gris y gusanera verde de conocimientos borrosos, discutibles, agobiantes.

Entró Daría sin hacer ruido, como es su costumbre, y me llevé tal susto que se redobló el suyo. Pero su aparición provocó el contacto con alguien cuyo olor se reconoce, como cuando salimos de una pesadilla y unos ojos amigos nos están mirando. Se arrodilló y me pasó un brazo por los hombros.

—¿Pero qué hace usted aquí tirada en la alfombra? ¿Se encuentra mal? —me preguntó—. ¡Cuánto siento haberla asustado! Venía a decirle que si quería un té. ¿Qué le pasa? ¡Está usted temblando!

Hundí la cara en su hombro. Estábamos sentadas una junto a otra porque ella me había ayudado a incorporarme.

—Yo no sé lo que me pasa. Me encuentro mal, Daría. Debe ser un bajón de tensión.

—¿Ha bebido o algo?

Miró de reojo alrededor, pero no tan disimuladamente como para que yo no me diera cuenta de lo que buscaba ni ella de que me había dado cuenta. Seguí la dirección de sus ojos. No había a la vista ninguna botella. Daría tuvo un parpadeo nervioso.

—A ver, póngase de pie. Así. Respire hondo. No es nada.

La verdad es que no era nada. Podía andar perfectamente, no me mareaba ni notaba más que un poco de anquilosamiento, como cuando te has quedado dormido en una mala postura. Respiraba normalmente. Y encima de la alfombra, por entre los papeles esparcidos, no se veía moverse a ningún bicho ni gris ni verde.

—¿Le recojo esos papeles que tiene por el suelo? ¡Madre mía, cuántos papeles!

—No, por favor, déjelo ahora, Daría.

Pero ya se había inclinado, los estaba mirando y, al hacer el ademán de recogerlos, resucitaban los certificados, los recibos, las notificaciones de banco, los avales, las radiografías, las fes de bautismo, las multas, los carnets caducados. Y perdí los nervios. Creo que incluso me tapé la cara con las manos.

—¡Déjelo, le he dicho! ¡Déjelo! No lo quiero ver. ¡¡Déjelo!!

Sentí sus dedos en mi hombro, como quien ampara a un accidentado. Y su voz tenía un tono parecido al que se emplea para consolar a los niños.

—Bueno, vale, no se ponga así, mujer. Yo era para que no se pisaran. Espere, vamos a abrir la ventana, si le parece. Huele mucho a tabaco aquí.

La abrió y yo me senté en una butaca. No entraba frío. El sol acababa de ponerse y sobre el cielo palidecido se consumían los últimos tiznones del jeroglífico.

Daría se quedó frente a mí de pie, como esperando. Guardábamos silencio. Vi que miraba con suspicacia la cómoda de mi madre, que antes estaba apoyada en otra pared. ¿Pero cuándo? ¿Antes de qué? Llevo días sin escribir, sin atender al cuándo y al porqué de las cosas —¿cuántos días?—, y he perdido el hilo, eso es lo que me pasa. Viajé con los ojos de una pared a otra, como extraviada. Luego los alcé hacia Daría y vi que ponía un gesto de disgusto.

—La tiemblo cuando se pone usted a cambiar los muebles de sitio, se lo digo de verdad. Además, la cómoda de la difunta señora ahí estorba más el paso.

No le dije nada. También cuando empecé a ir al psiquiatra me había dado por acarrear muebles de un sitio a otro sin finalidad aparente. Seguro que Daría, al mirar la cómoda, se estaba acordando. Su capacidad para la asociación de ideas es sorprendente. Por de pronto, para volver a enhebrar con el motivo de su entrada en la habitación, me preguntó que si me apetecía un té. Sentí que se operaba un conato de restablecimiento.

—Se lo voy a traer con un bizcocho que acabo de hacer, porque es usted capaz de no haber comido. Yo llegué a las cuatro, y en la cocina, desde luego, restos de comida no había.

Miré por primera vez el reloj. Marcaba las siete. Yo a Daría no la había sentido entrar. Se lo dije.

—Claro, estaba usted dormida.

—¿Dormida? Es que a veces los días se hacen tan largos…

—Será a usted —dijo Daría—, a mí se me van en un vuelo.

—Pero no me conviene dormir de día, no me conviene nada. ¿Y desde cuándo estaría yo dormida?

Daría se encogió de hombros.

—¿Han comido ustedes fuera? —preguntó luego, como para ayudarme a atar cabos.

Ese plural me trajo la imagen de Eduardo con su pelo repeinado, con sus chaquetas italianas, con su perpetuo gesto de «estrés» y la rechacé como una mentira. Era un personaje que se había metido equivocadamente en la escena. ¿Salir a comer con él? No, no, qué cosa más aburrida. Menos mal que ya hace mucho que no me lo propone. ¿Y es normal que yo lo acepte con tanta frialdad? ¿Desde cuándo? ¿Cuándo empezó a traerme sin cuidado su existencia? Tengo que ir a ver a Mariana León. No a la amiga del instituto para preguntarle si recibió mi primera tanda de deberes, sino a la psiquiatra que trata a las señoras con chaleco de lentejuelas, a mujeres de ejecutivo con hijos problemáticos, a gente que se le va la cabeza por un raíl y la vida por otro. Tengo que ir a verla porque no me acuerdo de dónde he comido hoy ni sé qué papel buscaba hace un momento, porque me horrorizaría que me llamara mi marido para ir al cine, porque no entiendo mi conducta ni la controlo. Porque estoy de psiquiatra, en una palabra. Ahora no me lo tiene que descubrir Eduardo ni enterarse de que lo he descubierto yo. Le engañaré, los engañaré a todos. Yo me lo guiso y yo me lo como. Engañar es lo que más me apetece, llevar una doble vida. Yo elijo mi propio psiquiatra, porque me da la gana. Ya lo he elegido. Y nadie lo sabe. Es un secreto entre Mariana y yo, como cuando éramos pequeñas, ¡qué excitante!

—¡Ay, no se quede usted mirando así, que parece que le ha dado un pasmo! —se asustó Daría ante mi mutismo.

—Es que no me acuerdo de si he comido, ni de cuándo cambié la cómoda de sitio, ni de nada, Daría, ¡de nada! ¿Usted cree que es normal?

Daría se encogió de hombros con un gesto de resignación.

—Pues no, ¡no lo es! —recalqué yo con saña—. Lo mío es ya de preocupar, se lo digo en serio. Voy a tener que tomar una determinación.

—Venga, no empecemos. Lo que tiene que tomar, por de pronto, es un té —dijo ella, haciendo ademán de salir—. Y voy a preparárselo ahora mismo.

—Bueno, gracias. Póngale un poco de miel. Y cierre la puerta, por favor.

En cuanto salió, busqué mi agenda, que la tenía dentro del bolso. En la «L» junto a las señas de Mariana, había apuntado también su teléfono la tarde que la vi en la exposición. Marqué las siete cifras decididamente, con golpes enérgicos, y el corazón me latía muy fuerte. Pero la espera fue corta. Dos llamadas rematadas por un leve crujido.

«Le habla el contestador automático de la doctora León. Estaré fuera de Madrid durante algunos días. Para cualquier asunto relacionado con la consulta, diríjanse a la doctora Carreras, teléfono 5768527. Repito: 5768527. Si quieren dejarme algún recado de tipo personal, háganlo por favor después de oír la señal. Muchas gracias.»

Apunté automáticamente el teléfono de la doctora Carreras, y luego, cuando sonó el pitido, estaba a punto de colgar. Pero reaccioné con ira:

—¡Chica, te digo la verdad, no sé cómo puedes tener clientela con esa voz de hielo! Ya me lo dijo el otro día una paciente tuya, que hablabas como desde el Olimpo. Tu mensaje no invita a nada y además es gramaticalmente incorrecto, porque parece que es el contestador el que se ha ido de viaje. Bueno, soy Sofía. Te mandé unos deberes, ¿los recibiste?, y luego he seguido escribiendo cosas en un cuaderno. Me estaba quedando bastante bonito, pero de pronto se me ha acabado el gas, no le veo sentido. Necesito que me vuelvas a mandar escribir, porque, si no, me parece que es una alucinación mía, que no te vi de verdad esa tarde, cuando lo de la liebre en el erial. Que, por cierto, no sé cuántos días hace, pierdo mucho la brújula del tiempo. No sé si lo que te digo te parecerá personal o de consulta. Igual te selecciona el género el propio contestador. Yo más bien lo catalogaría como relato a perdigonadas. Pero, bromas aparte, estoy bastante mal y quiero consultarte algunas cosas. Llámame cuando vuelvas de donde sea. Te quiero mucho y me encantó encontrarte. En el cóctel no me hablaste con voz de hielo. Adiós.

Las últimas palabras creo que ya no quedaron registradas, porque se cortó. Pero de pronto me había quedado tranquila. Existe Mariana León. No me la invento. Está de viaje, pero existe.

Cuando entró Daría con el té, la habitación había recuperado una fisonomía perfectamente reconocible, y además me aportaba datos de cronología reciente. La cómoda la cambié de sitio el jueves, que es cuando vino a visitarme Soledad; después de marcharse ella, porque la conversación que tuvimos me removió muchas cosas. Podría convertirse en un capítulo del cuaderno. Estuvimos hablando de la separación de sus padres y ese tema tiró de otros y dio pie a mis confidencias. Me quedó una excitación rara, como de borrachera. A Soledad desde que era niña le gustaba mucho oírme. Amelia se había marchado el día anterior. Salieron a relucir historias antiguas mías, y de Mariana, y de Guillermo, cosas que nunca había contado. Se nos hizo casi de noche. Cogí luego unos apuntes de la conversación y les puse fecha. Creo que es la última vez que he escrito algo. En el cuaderno no, en papeles sueltos. ¿Dónde los pondría? Es fatal lo de los papeles sueltos. «Los debería pasar a limpio —recuerdo que pensaba, mientras cambiaba la cómoda de sitio—. Todo consiste en seguir escribiendo despacito, puntada a puntada.»

Daría me acercó una mesita a la butaca y puso en ella la bandeja con el té y el bizcocho. Me partió un trozo.

—¿Se puede saber en qué piensa?

—En unos papeles que no sé dónde habré metido. No tengo ni idea, y me hacen falta.

—¡Ay, déjese ahora de papeles! La van a comer los papeles. Tómese el té. Luego los busca.

—Bueno, pero siéntese un ratito conmigo. ¿O tiene usted prisa?

—Ya sabe usted que eso de la prisa es según y conforme se lo tome una —dijo, al tiempo que acercaba una silla y se sentaba enfrente de mí—. Yo las tareas ya las he acabado. Pero se nota que he faltado unos días, vaya que si se nota.

—Es verdad. Por cierto, ¿qué tal va usted del lumbago? Se me había olvidado preguntarle.

—Mejor. A partir de mañana le tengo que meter un limpión a fondo a la casa, porque mi Consuelo le da poco a la aspiradora y a la fregona. Y como usted no le dice nada. Ha nacido para escurrir el bulto. Si le hubieran echado en la vida tantos como a mí. Sólo le daba la cuarta parte de lo que yo pasé estando preso mi Elías. Pero es tontería hablarle a la juventud de la guerra civil nuestra, que ellos qué tienen que ver con esa historia, es lo que te dicen, que allá penas.

La voz de Daría me traía a un mundo confortable, de hilo, de pausa, de sentido común. El bizcocho mojado en el té estaba muy bueno.

—No sé cómo la aguanta usted —continuó—. Yo se lo digo siempre: «Anda, que como te hubieras topado con una señora que no fuera ésa.» Y los chicos igual, han salido a usted en la conformidad con todo. Hasta se pasan, la verdad. La propia Consuelo se harta de decirlo, que está por una vez que le pidan una cosa de malas maneras. Ni de buenas. Que no le piden nada, vamos, es lo que saco en consecuencia. Así que, conociéndola a ella, como no le pidan nada y haga sólo lo que le dé la gana, bonito debe estar el famoso refugio ése, ¡si la difunta señora levantara la cabeza…!

Yo estaba sorbiendo el té. Daría siempre suministra datos de fiar para tomar tierra.

—A la Consuelo se lo tengo dicho, no crea usted que no, yo por el refugio no aparezco como no sea por causa de fuerza mayor. Me bastó con una vez que estuve. Buena gana de sufrir. Porque lo que es también Encarna y Lorencito, ésos buenos son desde niños para obedecer ni para recoger nada. Y sus amigos igual. A don Eduardo esos amigos le gustan poco, ¿verdad?

—Tampoco a ellos le gustan los suyos.

—Ya. Se entienden mal. Acuérdese las broncas, la última temporada que pasaron aquí, particularmente antes de morir la abuela. Era decir el padre blanco y ellos negro, y como no estaba usted para parar los golpes… ¡Qué verano me dieron! No me quiero acordar.

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