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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (135 page)

BOOK: Nueva York
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Juan tuvo mucha suerte con su escuela, porque para el alumno que quería aprovecharla, la enseñanza que se impartía era buena. Estaba contento porque no le costaba aprender, en especial las matemáticas, para las que parecía tener un don natural.

Allí hizo amistad con varios niños, uno de los cuales era judío y se llamaba Michael.

—Cuando termine aquí —le dijo un día Michael—, mis padres esperan que pueda ingresar en el Stuyvesant.

Como Juan no sabía qué era el Stuyvesant, Michael le explicó que los tres mejores colegios públicos de secundaria de la ciudad eran Hunter, Bronx Science y Stuyvesant, situado en el Distrito Financiero. Eran centros gratuitos, pero los exámenes de ingreso eran difíciles y había muchos aspirantes.

Cuando Juan le contó a su madre los planes que tenía Michael, consideró que aquella información no tenía nada que ver con él. Por ello se quedó estupefacto y un tanto incómodo a ver que, al día siguiente, María acudió a la escuela a preguntar a uno de los maestros judíos cómo podía acceder su hijo a uno de aquellos centros.

El maestro se mostró bastante sorprendido al principio, pero una semana más tarde, habló a solas con Juan y le hizo muchas preguntas: si le gustaba la escuela, qué asignaturas prefería y qué expectativas tenía para el futuro. Como deseaba complacer a su madre, que trabajaba tanto por él, Juan dijo que tenía muchas ganas de ir al Stuyvesant.

El maestro no parecía muy convencido. En ese momento Juan supuso que se debía a que no tenía unas notas bastante altas, pero más tarde se dio cuenta de que su preocupación se debía a que el Stuyvesant no tenía fama precisamente de aceptar a puertorriqueños morenos.

—Para poder tener alguna esperanza —le dijo—, tendrás que sacar unas notas como mínimo tan buenas como tu amigo Michael.

Después de aquello, Juan se esforzó al máximo y obtuvo unas calificaciones comparables a las de Michael. También notó que algunos de los maestros le prestaban un poco más de atención y a veces eran exigentes con él o le daban más deberes, pero como pensaba que lo hacían para ayudarlo, no protestaba. Llegado el momento, después de pasar el examen, lo aceptaron en el Stuyvesant junto con Michael. Él estaba contento, desde luego, aunque su emoción no fue nada al lado de la de su madre, que al enterarse de la noticia se echó a llorar.

Juan Campos fue pues a estudiar al Stuyvesant. Por suerte, su primo Juan optó por interpretar aquella extraña circunstancia como una especie de triunfo para la banda. Su mascota iba a recibir una buena educación y quizá llegaría a abogado, o algo por el estilo, y aprendería la manera de ganar a los blancos en su propio juego sucio. Durante sus años de asistencia al Stuyvesant, él y Michael cogían el metro juntos todas las mañanas y todas las tardes. En el periodo de vacaciones trabajaba en lo que podía, como repartidor de pizzas sobre todo, en Carnegie Hill, donde le daban buenas propinas para ayudar a pagar su manutención.

En su último año en el instituto, su vida experimentó un cambio radical.

—Supongo que hasta entonces todavía era un niño —confesó años después a Gorham.

Una tarde, al volver a casa, se encontró con que su madre se había caído y se había hecho daño en la pierna. Al día siguiente no se encontraba en condiciones de ir a trabajar. Pasó varios días acostada, y Juan cuidaba de ella cuando volvía del colegio. Aunque no quería ver a un médico, al final el dolor y la hinchazón del tobillo la obligaron aceptar la visita. Entonces salió a la luz toda la verdad.

—Creo que ella ya sospechaba que estaba enferma hace mucho y no quería saberlo.

Cuando el médico le dijo a Juan que el tobillo de su madre estaría restablecido en cuestión de un mes pero que ella padecía una enfermedad de corazón, el itinerario de Juan quedó limitado.

Aunque había becas destinadas a los alumnos del Stuyvesant para las excelentes universidades de la Ivy League, era evidente que no podría asumir aquella vía. El City College de la calle Ciento Treinta y Siete Oeste, en cambio, era gratuito e impartía una buena educación. Le permitía asistir a las clases viviendo en casa, para poder cuidar de su madre. Durante los años siguientes, estudió en el City College de día y trabajó por las noches y durante las vacaciones para costear los gastos. Una vez que María ya no pudo realizar siquiera los pocos trabajos más livianos que había conservado, Juan realizó una pausa en sus estudios para poder trabajar a tiempo completo y ahorrar un poco. Fue duro, pero lo logró.

Después, en su último año en el City College, la madre falleció. Juan era consciente de que ella quería morirse, primero porque sufría y tenía pocas energías, pero también porque quería dejarlo libre.

Hasta que su madre cayó enferma, Juan nunca había prestado mucha atención a lo que tenía alrededor. Sabía que las habitaciones donde vivían necesitaban una capa de pintura, que la luz del pasillo no funcionaba y que el casero decía que iba a encargarse de los arreglos y nunca lo hacía. Su madre siempre insistía, de todas formas, en que la casa era asunto suyo y que él debía concentrarse en sus estudios. A veces Juan soñaba con tener una bonita casa algún día, en algún lugar impreciso, en casarse y tener una gran familia, y en velar por su madre. Si se aplicaba mucho en el colegio, quizá su sueño llegaría a cumplirse. Para él, el presente era sólo un estado provisional.

A medida que María iba debilitándose y tuvo que asumir más responsabilidades, la dura realidad del presente fue imponiéndose, sin embargo. Había que pagar el alquiler y comprar comida. Algunas semanas no había suficiente dinero y en más de una ocasión, Juan tuvo que pedir al propietario del colmado de la esquina que le fiara. Se trataba de un buen hombre que mantenía un trato afable con María. Una tarde en que Juan acudió con unos cuantos dólares que le debía, los rehusó.

—Da igual, chico. Ya me pagarás cuando seas rico.

Sus relaciones con el casero eran más complicadas. El señor Bonati, un hombre bajito y calvo de mediana edad, era propietario del edificio desde hacía mucho y él mismo se encargaba de recaudar los alquileres. Cuando Juan no podía pagarle a tiempo, se mostraba comprensivo. «Hace mucho que conozco a tu madre —decía—, y nunca me ha dado problemas». Por otra parte, cuando Juan le planteaba cuestiones como la peligrosidad de la escalera rota, el desagüe atascado o cualquier otro inconveniente que dificultaba la vida cotidiana, Bonati siempre le daba una excusa y no hacía nada. Finalmente, advirtiendo la exasperación del joven, Bonati lo tomó del brazo.

—Escucha, ya veo que eres un muchacho listo. Eres educado y vas a la universidad. Piénsalo un poco… ¿sabes de algún otro chico de esta manzana que vaya a la universidad? La mayoría no ha acabado siquiera en el instituto. Escucha entonces lo que te voy a decir: tu madre me paga un alquiler bajo. ¿Y sabes por qué? Porque este edificio es de renta limitada. Por eso no puedo sacar mucho dinero de él, y por eso no puedo permitirme hacer muchas reformas. Pero, en comparación con otros, es una buena escalera. Algunos de los edificios de la zona están que se caen, ya lo sabes. —El señor Bonati dirigió la mano hacia el sector noroeste—. ¿Te acuerdas de ése que se incendió hace año y medio? —Juan se acordaba perfectamente de aquel tremendo incendio—. El propietario no podía sacar nada de él, de modo que dejó pelados algunos cables y una vez que lo destruyeron las llamas, cobró el seguro. ¿Entiendes lo que te digo?

—¿Quiere decir que él mismo lo quemó? —Juan había oído ya algunos rumores al respecto.

—Yo no he dicho eso, ¿eh? —Bonati lo miró con severidad—. En todo el Barrio y en todo Harlem pasa lo mismo. Aquí antes había buenos vecindarios, de alemanes, italianos e irlandeses, pero ahora todo ha cambiado. Este sitio se está volviendo una ruina y a nadie le importa. Los chicos de aquí viven en unas casas terribles, no tienen trabajo ni educación. No tienen esperanza y lo saben. En Chicago y otras grandes ciudades ocurre igual. Lo que te digo es que todo Harlem es una bomba de relojería.

Unos días después llegaron unos hombres para reparar el desagüe. Bonati nunca volvió a hacer ningún arreglo más, sin embargo. Juan comenzó a indagar cómo podría conseguir alguna vivienda de protección oficial donde instalar a su madre, pero no logró nada.

—¿No lo sabes, chico? —le dijo el tendero de la esquina—. Las viviendas de protección oficial favorecen a los blancos y a los negros, pero de los puertorriqueños no quieren saber nada. En algunas zonas lo único que quieren es echarnos.

Recurrió a algunas organizaciones de ayuda social blancas y constató que allí la gente lo trataba con un desprecio apenas disimulado. Aunque no le sorprendió, sí le causó rabia, no sólo por él mismo y su madre, sino porque los puertorriqueños en general fueran víctimas de aquel desdén. Entonces comenzó a entender que el designio de su madre no era sólo que él, su hijo, escapara de la pobreza y se granjeara una clase de vida mejor para sí mismo, sino que alcanzara un logro mucho más amplio. Cuando le hablaba de Baroso, no sólo se refería a una persona respetable, sino a alguien que había hecho algo meritorio e importante para ayudar a los suyos. Su amor por ella creció aún más al comprender el alcance de su noble ambición.

Después de su muerte, Juan, que se había convertido ya en un delgado y guapo joven, reanudó sus estudios en la universidad. Se licenció con honores, lamentando que su madre no estuviera allí para verlo. Y a partir de ese día, emprendió la larga y ardua andadura que el destino había elegido, al parecer, para él.

Gorham localizó sin dificultad el diminuto restaurante que Juan había elegido. Llegó el primero y se sentó a una pequeña mesa de cuatro, en una silla adosada a la pared. Un momento después llegó una atractiva pelirroja, a la que instalaron en la mesa de al lado. Ella también tomó asiento junto a la pared, para esperar a su acompañante.

Aparte del placer que siempre le procuraba ver a Juan, Gorham sentía curiosidad por ver a su nueva novia, a la que iba a traer. Al cabo de cinco minutos, llegaron los dos.

Juan tenía buen aspecto. Desde la última vez que se vieron se había dejado crecer un fino bigote que aportaba un aire militar a su hermoso rostro, rebosante de inteligencia. Tras saludar a Gorham con una sonrisa, le presentó a su novia.

Janet Lorayn era guapísima, como no dejó de advertir con admiración Gorham. Por su aspecto y su manera de moverse, parecía una versión más joven de Tina Turner. Se sentó, con una gran sonrisa, delante de Gorham, a la derecha de Juan. Las mesas eran tan pequeñas y estaban tan juntas que Juan casi se quedó frente a la pelirroja de la otra mesa.

Después de intercambiar algunas fórmulas de saludo, Gorham elogió el bigote de Juan, quien comentó que Janet consideraba que le daba una apariencia de pirata.

—Aparte dice que le gustan los piratas —añadió.

Pidieron una botella de vino blanco. Gorham lanzó una ojeada afuera, donde el cielo se oscurecía, poblado de nubarrones. Después de servir el vino en las copas y escuchar las dos opciones que les propuso la camarera, Janet centró la atención en Gorham.

—¿Así que eres banquero? —quiso saber.

—Exacto. ¿Y tú?

—Trabajo en una agencia literaria en este momento. Es interesante.

—Acaba de vender los derechos de una nueva novela justo hoy —le informó con orgullo Juan.

—Felicidades. Brindemos por eso. Mi padre escribió una novela.

—Lo sé —dijo Janet—.
El estrecho de Verrazano
. Aquello fue un bombazo.

Juan había estado observando a la pelirroja de la otra mesa. Pese a que no podía evitar oír su conversación, tenía la educación de hacer como que no los veía y de vez en cuando lanzaba una mirada hacia la puerta. Ante la mención del famoso libro, sin embargo, dedicó una breve mirada de curiosidad a Gorham.

—Janet está pensando si le conviene probar en el mundo de la televisión —explicó Juan—. Tiene una amiga que trabaja en la parte de producción en la NBC.

Aquélla era una de las cosas que le gustaban a Gorham de la ciudad. Igual que en la época de juventud de su padre, en la que los prestigiosos hombres de letras se reunían en el Algonquin Round Table, las grandes editoriales seguían allí, como también el influyente
New York Times
y diversas revistas de renombre, como
Time
o el
New Yorker
. Las grandes cadenas de televisión se habían sumado a ellos, concentradas a escasa distancia unas de otras en el Midtown de Manhattan. No obstante, parecía que Janet no tenía interés en hablar de su futuro en la televisión en aquel momento.

—Lo que quiero saber es cómo os conocisteis vosotros dos —reclamó.

—En la facultad de empresariales de Columbia —le respondió Gorham—. Eso era lo que tenía de bueno el máster, que había toda clase de alumnos, desde banqueros convencionales como yo a personas realmente fuera de lo común como Juan. Muchas de las personas que conocí en el máster buscaron salidas en organizaciones sin fines lucrativos, obras de caridad, administración de hospitales y un sinfín de variantes más.

Gorham había quedado muy impresionado con Juan, al igual que el comité de admisiones de Columbia. Para entonces, ya había trabajado para el padre Gigante, el sacerdote y líder comunitario que ayudaba a los pobres en el sur del Bronx, y había pasado otro año en esa zona con el centro multiservicio de Hunts Point. Antes de tratar de hacer valer su experiencia en el Barrio, le habían recomendado que probara a ingresar en un curso de máster de empresariales, cosa que no sólo consiguió, sino que además obtuvo becas para sufragar todos sus gastos.

—Estoy convencido de que en Columbia se dieron cuenta de que, con sus antecedentes, Juan iba a convertirse en un líder de Nueva York —evocó Gorham—. Claro que yo tengo depositadas en él ambiciones más altas incluso —añadió, sonriendo.

—Cuéntame —le pidió Janet.

—En primer lugar, va a revitalizar el Barrio y, para eso tendrá que meterse en política. Después llegará a ser alcalde de Nueva York… otro La Guardia. A continuación se presentará como candidato a la presidencia. Para entonces, yo ya seré un banquero con todas las de la ley y reuniré fondos para su campaña, y luego, cuando sea presidente, Juan me recompensará enviándome a un sitio de lo más agradable en calidad de embajador.

—Parece un proyecto estupendo —aprobó Janet, con una carcajada—. ¿Adónde tienes pensado ir?

—A Londres, puede, o a París. Aceptaré ambas opciones.

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