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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (30 page)

BOOK: Nueva York
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Detrás de ellos, en el patio, estaba el carro, con su número pintado en rojo. Charlie tenía tres hijos y dos hijas. El chico mayor era marinero, el segundo bombero, que se paseaba muy ufano en uno de esos nuevos ingenios para apagar el fuego que habían enviado de Londres. El pequeño Sam ayudaba a su padre. Sam no sabía qué pensar de la visita del tal James Master.

—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Llevarlo conmigo a vender ostras en la calle? —preguntó.

Las ostras eran el alimento de los pobres. Sam a menudo ganaba un dinero extra vendiendo ostras.

—No tienes más que obrar con naturalidad —le respondió su padre.

No había necesidad de decir nada más. Si el rico James Master llegaba a hacerse amigo de Sam… Bueno, nunca se sabía adónde podía ir a parar una amistad.

Lo cierto era que Charlie estaba bastante entusiasmado con aquella visita. Después de todos aquellos años, su amistad de infancia con los Master se iba a renovar. ¿Suponía aquello un retorno a los viejos tiempos?

La noche anterior había estado contando a su familia anécdotas de la época en que salían juntos John Master y él. Antes había tomado unas cuantas copas y, posiblemente, había fanfarroneado un poco. Sus hijos siempre habían sabido que había existido una amistad en otro tiempo, pero nunca les pareció que hubiera sido algo serio, y su padre casi nunca hablaba de ello. Al oírlo entonces se quedaron bastante sorprendidos, e impresionados también.

La que no se dejó impresionar tanto fue su esposa. La señora White era una mujer regordeta y tranquila. Quería a Charlie, pero después de años de matrimonio conocía sus puntos débiles. Su negocio de carretero nunca había sido tan próspero como lo fue en tiempos de su padre, pues Charlie no siempre se concentraba en la labor que tenía entre manos. Ella temía que se fuera a llevar una decepción con aquel encuentro y, desde luego, no quería que sus hijos se hicieran falsas ilusiones. Los años de matrimonio con Charlie le habían dejado aquel rastro de escepticismo.

—Así que te has tomado unas copas con John Master y has invitado a venir a su hijo.

—No fue idea mía, sino suya —precisó Charlie.

—Cuando estaba borracho.

—Yo lo he visto borracho muchas veces, y no lo estaba.

—¿Y crees que el rico heredero Master se va a presentar?

—Seguro. Su padre me lo dijo.

—Bueno, igual aparece como no —contestó su mujer—. Pero te voy a decir una cosa, Charlie: John Master quiere algo. No sé qué es, pero cuando lo consiga, se volverá a olvidar de ti, como hizo antes.

—Tú no lo entiendes —protestó Charlie—. Es amigo mío.

Consciente de que todos sus hijos lo miraban, su esposa optó por callar.

—Ya lo verás —insistió Charlie.

De modo que Charlie y Sam esperaban. En la calle había un gran trajín. De vez en cuando pasaba una persona respetable, pero no había señales del joven James Master. Al cabo de un cuarto de hora, Sam consultó con la mirada a su padre.

—Vendrá —aseguró éste.

Pasó otro cuarto de hora.

—Puedes ir adentro, Sam —le dijo Charlie a su hijo, cuando ya era la una.

Él permaneció, sin embargo, un buen rato allí, observando la calle.

A las seis de la tarde, James Master se dirigía a su casa con la esperanza de que su padre no se encontrara allí. Todavía estaba pensando en lo que iba a decir.

Él tenía intención de ir a casa de Charlie White. Bien mirado, casi había ido. Cuando menos se había encaminado hacia allá a la hora oportuna. Pero algo lo había retenido. En realidad no quería conocer a Sam White. No era porque menospreciara a la gente pobre; no era eso. Lo que le molestaba era que su padre tomara todas esas disposiciones por su cuenta.

Él sabía a cuento de qué venía aquello, desde luego. Era otro de los planes que había concebido su padre para mejorarlo. «Cree que necesito amigos como Sam White para entender cómo es el mundo y crecer como él», pensaba.

Para colmo, su padre había estado recordándoselo una y otra vez y dándole recomendaciones. No podía decírselo, desde luego, pero en aquel momento James tenía la impresión de que su padre era más culpable que él de que se hubiera echado atrás.

Quizá fuera cosa del destino. De camino se había encontrado con un amigo, lo cual había causado un necesario retraso. Y después de eso, había estado a punto de ponerse en marcha; pero se había dado cuenta de que se había demorado demasiado con su amigo y que, de todas formas, ya era tarde.

Lo mejor sería decir que no había encontrado el lugar y que iría al día siguiente. Acababa de tomar la decisión cuando, un minuto antes de lo previsto, se topó con su padre delante de casa.

—¿Qué, James, ha ido bien? —le preguntó, con una expectante sonrisa—. Charlie es todo un personaje ¿eh? ¿Y cómo es Sam? ¿Igual que su padre?

—Ehmm… —James reparó en la ansiosa actitud de su padre—. No. Es bastante callado, me parece.

—Pero ha sido atento contigo, espero. ¿Y tú también con él?

—Sí… Sí.

Se estaba metiendo en un embrollo que no había previsto. ¿Debería renunciar y confesar? Su padre seguramente le daría unos correazos, pero no le importaba. Lo que temía era el sentimiento de decepción que podría provocarle. Lo único que deseaba era quitarse a su padre de encima.

—¿Os volveréis a ver entonces? —preguntó, esperanzado, su padre.

—Supongo que sí. Perded cuidado, padre, que nos veremos si nos apetece.

—Ah.

—Pero sería mejor que lo dejarais a nuestra discreción, padre.

—Sí. Sí, claro. No te preocupes, chico. No me voy a entrometer.

Luego su padre lo dejó huir al interior de la casa.

No estaba seguro de que la cosa fuera a terminar ahí. Aunque sabía que su padre no veía con mucha frecuencia a Charlie, de todos modos era seguro que se verían algún día. Lo mejor sería ir a casa de Charlie White al día siguiente, decir que se había equivocado de fecha y pasar un rato con Sam; así se cubriría las espaldas y solucionaría la cuestión. Y casi estuvo a punto de hacerlo. Pero lo pospuso hasta tan avanzada la tarde que, por desgracia, se dio cuenta de que se le había pasado la hora otra vez. Lo mismo ocurrió al día siguiente. Al tercer día, comenzaba ya a olvidarse del asunto cuando en plena calle se paró un carro con un número rojo pintado y el conductor, un hombre robusto con una barba de varios días y una recia chaqueta de cuero, se inclinó para hablarle.

—¿No seréis vos James Master?

—Podría ser. ¿Quién lo pregunta?

—Me llamo Charlie White. Tenía entendido que ibais a ir a mi casa el otro día.

Aquélla era una ocasión inmejorable. Podía decir que en ese momento preciso se dirigía a su casa, presentar excusas, arreglarlo todo. Sólo le habría llevado un momento. ¿Por qué no lo aprovechó, pues? Por una especie de resistencia interior que le inspiraba todo aquel asunto, o tal vez por la repentina intrusión de un sentimiento de pánico ante la idea de que descubrieran su mentira. Él, en todo caso, no sabía muy bien lo que le impulsó a responder de ese modo.

—Creo que no os conozco de nada, señor White. ¿Necesitáis algún servicio?

Habló con tanta educación, con tal expresión de inocencia en la cara y la voz, que Charlie lo creyó.

—Nada, joven. Me he equivocado. Os debo de haber confundido con otra persona.

Haciendo restallar el látigo, se alejó con su carro.

Su mujer tenía pues razón, pensó Charlie. Después de hacerle concebir ilusiones, después de hacerle creer que su supuesto amigo sentía algún afecto por él, Master ni siquiera le había hablado de la cuestión al chico. Lo había dejado como un idiota delante de Sam y humillado ante su familia. Ya había tenido que soportar el afectado silencio de su esposa respecto al asunto, y también había visto que sus hijos lo miraban con una mezcla de compasión y burla. Quizá John se había olvidado, o había cambiado de idea. Fuera cual fuese el motivo, la conclusión era la misma: los sentimientos de un hombre pobre no contaban para nada. Del lado del rico no había ni amistad, ni respeto, sólo desprecio. No había otra explicación. A partir de ese día, aun sin sospecharlo siquiera, John Master tuvo un enemigo secreto.

John Master no vio a Charlie White durante las dos semanas siguientes. Preguntó de nuevo a James si había vuelto a ver a Sam, pero como éste murmuró una respuesta evasiva, no quiso insistir. De todas maneras, habría ido a ver a Charlie de no haber sido por el pequeño incidente que se presentó.

A los trece años, su hijo James era un poco retraído. Su hija Susan, en cambio, que era tres años mayor y había heredado de él el cabello rubio y el mismo tipo de belleza, era ya una joven segura de sí misma y popular que atraía el interés de los hombres de Nueva York. Aunque tenía un carácter alegre y tranquilo, sabía muy bien lo que quería, que era casarse con el propietario de una gran finca situada en los condados de Westchester o de Dutchess. Y dada su hermosura y su fortuna, no había razón por la que no pudiera cumplir sus deseos.

Por ello, cuando los dos jóvenes neoyorquinos, alumnos ambos de Yale, acudieron a cenar a su casa, Master dio por sentado que, ante la perspectiva de ganarse los favores de su hija estarían igualmente ansiosos por obtener su beneplácito.

Lo malo fue que la conversación derivó hacia el tema de las universidades.

En vista de que Massachusetts poseía la facultad de Harvard y Connecticut había fundado la de Yale, los neoyorquinos empezaban a pensar que también ellos deberían tener una institución de transmisión del saber. A dicho fin se había erigido el King’s College. Era sólo un pequeño centro situado en la parte pobre de la ciudad donde vivía Charlie White, aunque poseía unos agradables jardines en el borde del río Hudson. Dado que la iglesia Trinity había cedido los terrenos para la universidad, las autoridades de la congregación consideraron que debía ser una fundación anglicana, para lo cual dio su consentimiento el gobernador. Aquella medida había suscitado, no obstante, la cólera de las otras iglesias, en especial la presbiteriana.

La mayoría de los ricos comerciantes de la ciudad como Master eran miembros de la iglesia anglicana, gentes de la Trinity, como los llamaban algunos. Lo cierto era que las gentes de la Trinity acaparaban la asamblea y buena parte de los mejores cargos públicos. Por ese motivo, aquella tentativa de controlar un nuevo centro de difusión del conocimiento fue percibida por el resto de congregaciones como un monstruoso abuso. Los presbiterianos dijeron que era una conspiración. Hasta los pobres, que en principio no tenían gran interés por la universidad, profirieron insultos contra los privilegiados anglicanos. Los ánimos se habían soliviantado bastante. Master, por su parte, consideraba que las cosas se habían sacado de quicio. El caso fue que se llegó a un acuerdo, pero aquella cuestión puso en evidencia el malestar reinante en la ciudad, donde todavía se oían quejas y murmuraciones.

Los jóvenes de Yale eran presbiterianos. En el curso de la discusión, se acaloraron tanto que tuvieron el atrevimiento de insultar y tildar a John de lacayo del gobernador… ¡en su propia casa! Después de eso, los echó a la calle con la aprobación de Mercy y de Susan. No obstante, aquel altercado produjo en John Master una gran irritación y desasosiego.

Y debido a que Charlie White, a quien seguramente tenía sin cuidado la universidad en sí misma, pertenecía a la clase que había lanzado improperios contra los anglicanos, John Master experimentó una inconsciente aversión que le hizo desistir de ir a ver en ese momento al carretero y a su familia. Era injusto, pero aunque tenía una vaga conciencia de ello, transcurrió un año y todavía no había ido a casa de Charlie.

El día de Año Nuevo, John Master desveló su sorpresa. Lo hizo de una manera gradual.

—¿Sabes qué, Mercy? —dijo—. Con aquel desagradable incidente con los dos alumnos de Yale y el mal ambiente que se ha creado por lo de la universidad, no me importaría ausentarme un tiempo de la ciudad.

—Podríamos trasladarnos al campo, John —sugirió ella—. O podríamos ir a visitar a mis parientes de Filadelfia, si te apetece.

—Es que hay otro problema que me impide ir a ninguno de esos lugares —prosiguió—. Estoy preocupado con todos los negocios que realizamos a través de Albion sin conocerlos muy bien.

Cinco años atrás, cuando el viejo agente que tenía su padre en Londres se había retirado, les había recomendado que transfirieran sus actividades a la empresa de Albion. Hasta el momento las cosas habían funcionado bien, pero la relación se había ceñido a la comunicación por carta y, dado que los envíos procedentes de Londres iban en aumento cada año, John consideraba que era hora de conocer personalmente a los Albion y evaluar su empresa comparándola con la de otros agentes comerciales.

—¿Y qué piensas hacer entonces? —preguntó Mercy.

—Pensaba —su hermoso rostro se iluminó con una sonrisa— que lo mejor sería que fuera a Londres. No sé si a ti te gustaría ir también…

Londres

1759

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