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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (45 page)

BOOK: Nueva York
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Su presencia en la ciudad tuvo otra consecuencia para la familia Master. Cuando James fue a ofrecer sus servicios, causó muy buena impresión al irascible general, que pronto lo envió a Boston para unirse a las fuerzas de Washington.

Caminando por la Beaver Street, Abigail pensó en su querido hermano, preguntándose cuánto tiempo tardaría en volver a verlo. Luego cruzó la calle para ir al Bowling Green. Como el pequeño Weston le tiraba de la mano, dejó que se le adelantara corriendo.

John Master volvió a mirar la carta. No era fácil recibir cartas de Inglaterra en ese momento. En su condición de partidario de la causa británica, debía obrar con prudencia. Muchos de sus amigos leales habían abandonado la ciudad a lo largo de los últimos meses. Tryon, el gobernador real, se encontraba ahora a salvo en un barco del puerto. A los leales que se quedaban les convenía no atraer la atención sobre sí. La persona que mantuviera correspondencia con Inglaterra podía ser acusada de espía. Albion había tenido, no obstante, la precaución de enviarle la carta a Boston, desde donde la había traído un mensajero hasta la puerta de su casa la noche anterior.

La carta era clara, concisa y no muy alentadora.

Estaban concentrando un enorme ejército, tan grande que con los casacas rojas británicos no había suficiente. El gobierno estaba contratando mercenarios alemanes. Habían tratado incluso de reclutar soldados rusos, pero la emperatriz Catalina se había negado. Ya no había posibilidad de echarse atrás.

En Inglaterra los rebeldes habían despertado muchas simpatías, le recordaba a Master, en especial entre los londinenses. Incluso lord North, el primer ministro, estaba dispuesto a mantener una actitud conciliadora hasta que se iniciaron los enfrentamientos. En la Cámara de los Comunes, Burke, Charles James Fox y otros virtuosos oradores todavía defendían la causa de los colonos. En la de los Lores, tanto el glorioso Chatham, que había conducido a Inglaterra hasta la victoria sobre los franceses en la guerra anterior, y el amigo de Franklin, lord Dartmouth, aún propugnaban un pacto. Algunos oficiales del ejército se habían negado incluso a luchar contra los colonos.

No obstante, en cuanto hubo soldados británicos muertos las simpatías del pueblo se decantaron del lado del gobierno, tal como era de esperar. Por encima de todo, el rey Jorge, con su gran honestidad, consideraba que tenía la obligación de no ceder, y la mayoría del Parlamento estaba de acuerdo con él. Y aunque no lo hubieran estado, eran tantos los miembros del mismo titulares de cargos públicos que les reportaban magníficos sueldos sin tener que trabajar o titulares de cargos militares que dependían para su ascenso del gobierno, o que tenían amigos con contratos gubernamentales o, simple y llanamente, los susceptibles al soborno, que lord North no habría tenido dificultades en conseguir una mayoría.

¿Había todavía bases para mantener la esperanza? Albion consideraba que sí, por dos motivos. El primero era el elevado coste que suponía trasladar los ejércitos hasta territorios tan lejanos. El segundo era que, al ver que los británicos volcaban su potencial en América, los franceses probablemente atacarían otras partes del imperio y tratarían de recuperar lo que habían perdido en la guerra anterior. Una vez que los patriotas hubieran comprendido adónde conducía su actitud y hubieran visto la cara del terror, quizá moderarían el extremismo de sus exigencias posibilitando un acuerdo.

La carta concluía con un tono más ligero.

«¿Os contó alguna vez James que aquí corre el persistente rumor de que la madre de lord North le puso los cuernos a su marido con el padre del Rey? ¿Y que por consiguiente el rey Jorge y su primer ministro son hermanastros? (Se parecen tanto que yo estoy seguro de que es verdad.) Si el primer ministro llegara a cansarse de reprimir a los colonos, su leal hermano, convencido como está de tener a Dios de su parte, no dejará de obligarlo a persistir en su propósito».

Master, que había observado a Abigail mientras leía la carta, se divirtió al ver la cara de consternación que puso al llegar al párrafo que hacía mención al Rey y a su hermano.

—Nunca hubiera imaginado, papá —dijo la joven— que lord North fuera el hermano bastardo del Rey. ¿Es que en Inglaterra ocurren a menudo ese tipo de cosas?

—No sería la primera vez que sucede —reconoció, con una sonrisa—, incluso en América.

La cuestión esencial, pensaba ahora tras releer la misiva, era que había todavía un margen de esperanza. Seguramente habría lucha, pero una vez que los patriotas se dieran cuenta de lo que habían hecho, a pesar de Charlie White y los Chicos de la Libertad, a pesar del general Lee y sus fortificaciones, a pesar de la trágica locura de su propio hijo James, se negociaría algún tipo de acuerdo. Todavía había esperanza para él, Abigail y el pequeño Weston.

Permaneció sentado un rato, sopesando la situación, hasta que lo interrumpió un alboroto que se produjo en la puerta. Cuando salió al vestíbulo vio que Hudson forcejeaba para cerrar la puerta ante la presión de dos corpulentos individuos. Al cabo de un momento, la puerta quedó propulsada hacia el interior.

Entonces se quedó horrorizado.

En el Bowling Green había poca gente y era fácil entretener a Weston. James le había enseñado a jugar a la pelota y lo único que había que hacer era lanzársela durante un buen rato.

—¡Tírala más arriba! —gritaba él—. ¡Más lejos!

Le encantaba demostrar lo bien que sabía saltar o arrojarse al suelo para cazar la pelota. Para su edad lo hacía muy bien, pensaba ella. A Abigail siempre le preocupaba que echara de menos a su madre y procuraba compensarle su ausencia. Por eso, pese a que le resultaba más bien aburrido pasarse horas jugando a la pelota, daba por bien invertido ese tiempo al ver al pequeño tan contento y orgulloso. Lo único que lamentaba era que James no estuviera allí para verlo.

¡Qué alegría se había llevado cuando regresó James de Londres! ¡Qué alto y qué guapo era! ¡Qué satisfacción había sentido al tenerlo sentado en la mesa familiar! Satisfacción y también alivio. Estando James allí, las cosas irían mejor, estaba segura.

Al tercer día, él había expuesto su postura. Se quedó encerrado con su padre durante casi una hora. Ella había oído el grito de dolor de su padre y las voces acaloradas, a las que siguió un prolongado diálogo, hasta que por fin su padre salió, serio y pálido.

—Tu hermano ha decidido apoyar la causa de los patriotas —le anunció—. Comprendo sus motivos, aunque no los comparto. Ahora, Abby —continuó con suavidad—, tú y yo deberemos mantener la familia unida. Habla lo menos posible con James de este tema y, sobre todo, no discutas con él. Es tu hermano y debes quererlo y respaldarlo. Lo más importante es que el pequeño Weston no escuche a nadie levantar la voz en esta casa.

Habían cumplido el pacto. Nadie que entrara en su hogar habría sospechado que James y su padre se hallaban en bandos opuestos. Comentaban con calma las novedades del día. Master formulaba a veces una opinión sobre las cualidades de Washington, o sobre la incompetencia de las tropas que estaba reuniendo. Otras, James se exasperaba ante otra decisión imprudente o arrogante tomada en Londres. Sus discusiones siempre se mantenían, con todo, dentro de un educado marco.

Poco después del regreso de James, fueron todos al condado de Dutchess. Abigail guardaba felices recuerdos de cuando iba a visitar de niña a su abuelo, el viejo Dirk Master, en su granja. Después de su muerte, John Master había conservado la vivienda, que utilizaban de vez en cuando en verano. De las propiedades que tenía la familia en el condado, de una considerable extensión, junto con las suyas, se ocupaba el marido de su hija Susan.

En aquella ocasión se quedaron en casa de Susan. Ésta se estaba volviendo toda una matrona y aunque se alegró de ver a su familia, estaba más preocupada por sus hijos y las labores de la granja que por los transcendentes asuntos del mundo exterior. Su marido, un hombre alegre y vigoroso, lo expresó con franqueza.

—Nosotros procuraremos mantenernos al margen de los conflictos, si es posible.

Él y James parecían llevarse bastante bien, aunque Abigail advirtió que, aparte de los lazos familiares, tenían poco en común.

No obstante, antes de que se fueran, Susan tomó a su hermano del brazo con afectuoso ademán.

—Vuelve a vernos, James —le pidió—, y no tardes tanto. Me alegra volver a conocer a mi hermano después de todos estos años.

James así lo prometió.

En cuanto a su propia relación con su hermano, Abigail no habría podido desear algo mejor. Él se sentaba a menudo con ella y le contaba cosas que había visto. Pese a su presencia señorial, era capaz de deleitarla con divertidas anécdotas de su época de estudiante para hacerla reír. Pronto descubrió sus preferencias, y aun cuando el puerto estuviera clausurado para el comercio con Inglaterra, consiguió adquirirle algún que otro detalle, como encaje o lazos, un libro o incluso un ramillete de flores. En lo tocante a su hijo, era un padre modélico. Cuando lo veía jugar con Weston, enseñarle a leer o llevarlo de paseo, se sentía muy orgullosa de James.

Gracias a Dios, le era posible amar y respetar tanto a su padre como a su hermano. Ahora ella estaba al frente de la casa, y no lo hacía mal en su opinión. Hudson y su esposa le consultaban sobre las cuestiones cotidianas. Hacía lo posible por ser un consuelo para su padre, una compañera para James y una madre para Weston.

Pero ¿por qué estaba solo James? ¿Dónde estaba su esposa? Poco después de su llegada, Abigail había intentado preguntárselo, pero él le había dado un vaga respuesta, dándole a entender que prefería que no volviera a indagar sobre aquel asunto. Su padre tampoco sabía más que ella. Habían tenido que transcurrir tres semanas para que James se decidiera a explicarles que él y Vanessa habían tenido una grave pelea.

—Yo no descarto una reconciliación —dijo—, pero no puedo contar con ello.

Entre tanto, convinieron en que no había necesidad de decirle nada a Weston. Le contaron que su madre se reuniría con ellos cuando pudiera, y aunque resultaba evidente que la echaba de menos, parecía aceptar su ausencia como una de aquellas misteriosas necesidades del mundo de los adultos.

Al cabo de varios meses, llegó una carta de Vanessa. Estaba escrita en un recio papel, con una letra firme y decidida. En ella transmitía mensajes de cariño para el pequeño Weston, expresaba su preocupación por la rebelión y preguntaba cuándo tenía intención de regresar James, dejando claro que no pensaba reunirse con él.

A medida que prosperaba la rebelión, la presencia de James en la casa parecía proporcionarles cierta protección. Muchos de los leales se marchaban. Unos viajaban a Inglaterra y otros se retiraban a sus granjas, con la esperanza de que no fueran a importunarlos allí. Algunos se trasladaron a los condados de Kings o Queens, situados en Long Island, donde predominaban las posturas leales a la Corona, aunque los patriotas de vez en cuando recorrían la zona para hostigarlos. Mientras James permaneció en la ciudad, la casa de los Master estuvo considerada como un hogar de patriotas.

Abigail llevaba un rato jugando con Weston cuando se distrajo y lanzó la pelota un poco lejos. Al arrojarse a un lado, el niño se golpeó la rodilla contra una piedra y se hizo un rasguño. Corrió hacia el pequeño, que arrugaba la carita. Aparte del hilillo de sangre, era de prever que pronto le saldría un morado, y seguramente se iba a echar a llorar de un momento a otro.

—¿Volvemos a casa? —le preguntó mientras le envolvía la rodilla con su pañuelo.

Él negó con la cabeza. Recordando aquello de que los niños no lloran, volvió a colocarse en su lugar y le lanzó la pelota a buen alcance de la mano, sintiendo una mezcla de pena y orgullo por él.

Siguieron así durante un par de minutos, hasta que oyó unos gritos llegados de la calle. Se paró a escuchar, pero al poco cesaron. Habían reanudado el juego cuando se dio cuenta de que en un extremo del parque la gente echaba a correr hacia el lugar de donde provenía el ruido, como atraída por alguna clase de espectáculo. Se quedó dudando un instante.

—Tira, Abby —reclamó Weston, pasándole la pelota.

Mientras fingía no alcanzarla, se volvió para recogerla y retrocedió un poco, tratando de ver qué ocurría… Entonces vio a Salomon, que corría hacia ella.

—Tenéis que quedaros aquí, señorita Abigail —le dijo sin aliento al llegar.

—¿Qué pasa?

—El amo —le susurró, para que no lo oyera Weston—. Han venido a por él. Dicen que es un espía porque recibe cartas de Inglaterra. No volváis allí —añadió con apremio.

Ella ya no lo escuchaba.

—Quédate con Weston —le ordenó, entregándole la pelota—. Mantenlo aquí.

Después se alejó corriendo.

Delante de la casa se había formado un nutrido corro de gente que aguardaba con aire expectante. Intentó abrirse camino entre ellos, pero antes de que llegara a la verja, se abrió la puerta y de la multitud brotó un clamor.

Le habían desnudado hasta la cintura y quitado los zapatos. Aunque todavía era un hombre robusto y fuerte capaz de ganar una pelea, eran por lo menos diez los hombres que asomaron al umbral con él, demasiados para oponer resistencia. Pese a que intentaba mantenerse digno, tenía la tez blanca como el papel. Abigail jamás había visto a su padre en una situación de desventaja. Aquellos individuos lo empujaban.

La muchedumbre arreció en sus gritos, más ávida de entretenimiento que de venganza. Los hombres hicieron parar a su padre en los escalones de la puerta. Uno de ellos llevaba un cubo de brea.

Entonces Abigail comprendió. De nada serviría tratar de intervenir; sabía que no podía conseguir nada. Tenía que encontrar rápidamente otra solución. Echó a correr. ¿Adónde debía ir? ¿Por Wall Street? Allí estaba el ayuntamiento y los representantes de la autoridad, pero el fuerte se encontraba más cerca. Disponía de poco tiempo. ¿Cuánto se tardaría en recubrir de brea y plumas a una persona?

Se trataba de una costumbre cruel. Aquella humillación ritual consistía en quitar la ropa a un hombre, untarlo de brea y después rociarlo de plumas que se prendían a la brea. Primero estaba la vergüenza de la desnudez, a la que se sumaban la terrible quemazón de la brea caliente, la insinuación de que tenía la piel oscura como un indígena o un esclavo y luego que ofrecía una semejanza con una gallina lista para ir a parar al puchero. Después de embadurnar así a la víctima, la paseaban por las calles, para mofa de todos. Luego ésta tenía que frotarse y rascarse la lastimada piel recubierta de ampollas. Más de una persona había muerto a consecuencia de aquel ignominiosos trato.

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