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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (67 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Y se produjo el temido percance. El pitón de
Impulsivo
encontró lo que buscaba. El Cordobés sintió un golpe brutal en el muslo. Vaciló un segundo. En un desesperado intento para mantenerse en pie, trató de agarrarse al espinazo del bicho. No pudo hacerlo. Sus pies resbalaron y cayó sobre la mojada arena.

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se revolvió y se lanzó furiosamente contra aquel bulto que se retorcía en el suelo bajo sus cuernos. Tumbado de espaldas en la arena, un poco levantada la cabeza, El Cordobés contempló impotente la embestida del toro y los amenazadores derrotes de sus pitones. Iba a pagar el precio de su audacia. En una fracción de segundo, recordó que se hallaba en el centro de la plaza, a la distancia máxima de los capotes providenciales que hubieran podido hacer el quite instantáneo. Sintió el contacto de los pitones que hurgaban en su cuerpo. Después, lanzó un grito de angustia. En una de sus furiosas arremetidas,
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había encontrado el punto vulnerable que El Cordobés hubiera tenido que exponer en el momento de matar.

Con el rostro contraído por el dolor, El Cordobés estiró los brazos para agarrar el pitón introducido en su muslo, como si de esta manera hubiese podido arrancar de su cuerpo el arma de una res que pesaba media tonelada. La cabeza le daba vueltas a causa del dolor. Gritó en demanda de ayuda, preguntándose cuántos segundos tardarían sus hombres en llegar junto a él. Empujando el pitón con ambas manos, sintiendo debilitarse sus fuerzas, solo en el centro del ruedo, experimentó una «horrible sensación de impotencia». Sentía el aliento del toro encima de él, el dolor terrible de la pierna. Después, no sintió nada en absoluto. Había perdido el conocimiento.

Aquellos cuya ayuda había pedido a gritos corrían desesperadamente sobre la empapada arena que separaba a El Cordobés, de las tablas. Paco Ruiz no olvidaría jamás «la horrible visión que tenía ante sí mientras corría como un loco sobre el barro: el terrible dolor que contraía el semblante de Manolo mientras el pitón izquierdo del toro le desgarraba el muslo». Una imagen cruzó por la mente de Paco: la imagen de Manolete moribundo. «¡La femoral! —gritó—. ¡Dios mío, la femoral!»

Lo primero que recordó El Cordobés al volver en sí fueron «los capotes amarillos y morados de mis peones girando sobre mi cabeza como pétalos de una enorme flor, mientras se llevaban al toro». El revoloteo de sus colorines formaba en su mente una mancha borrosa que se mezclaba con «el hocico negro del toro, su olor, los gritos de mis peones, los alaridos del público y aquel dolor que invadía todo mi cuerpo». En el círculo de rostros inclinados encima de él reconoció el de Paco. «Me ha pegado fuerte», murmuró, y, durante aquellos momentos, pensó también: «Mi vida se escapa a chorros por el agujero de mi pierna». Vio el último remolino de colores de un capote sobre su cabeza. Y fue entonces cuando perdió el conocimiento.

Cuatro monosabios cargaron con el inerte cuerpo de El Cordobés. Mientras los peones distraían a
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, aquéllos sacaron del ruedo al torero. Momentos antes, cuando los pitones de
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penetraron en la carne del diestro, los miles de espectadores de Las Ventas y los millones que presenciaban la corrida en los aparatos de televisión se pusieron en pie y lanzaron gritos de espanto. Ahora, contraídos los rostros por la impresión o el miedo, seguían el movimiento de la cámara, fija en el cuerpo del diestro al ser sacado del anillo. En los graderíos, en los salones y en los cafés, en todas partes, se elevó un murmullo de angustia que pareció acompañar el triste grupo. Era como si el recuerdo de una antigua pesadilla hubiese acudido de pronto a la mente de los espectadores, el mismo recuerdo que había horrorizado a Paco: el espectro de Manolete agonizando en Linares.

Alrededor del pasillo que llevaba a la enfermería se había congregado ya, antes de llegar el diestro, una multitud convulsa y vocinglera que ofrecía su sangre, sus lágrimas, sus oraciones o sus miradas de curiosidad. En el callejón, guardias, fotógrafos y reporteros se apretujaban y empujaban, cerrando el paso a los que transportaban al torero. Desde sus burladeros y sus asientos de barrera, los representantes de los más conspicuos empresarios miraban hacia abajo, tratando de echar un vistazo de experto a la herida. En sólo un instante pugnaban por apreciar el daño que los pitones de
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hubieran podido infligir a todos sus planes comerciales.

Al penetrar en el callejón los monosabios que transportaban a El Cordobés, su mozo de estoques, Paco Fernández, se acercó al grupo. Llevaba en la mano un torniquete elástico; en todas las corridas, guardaba uno en el bolsillo. Mientras los mozos de la plaza se abrían paso entre la multitud, Paco aplicó el torniquete alrededor del muslo del herido, en un desesperado esfuerzo para contener la hemorragia. Mientras el cuerpo pálido e inerte del torero era llevado en volandas por el callejón, algunas espectadoras de barrera le arrojaban flores, y había hombres que se santiguaban o estiraban el brazo como para palpar el traje de luces manchado de sangre. Sacando sus porras, los guardias empujaron a los fotógrafos y a cuantos obstaculizaban el callejón. Inmerso en aquel tumulto, don Juan Espinosa Carmona sólo pudo esbozar una apresurada bendición en el momento de pasar frente a él la figura del diestro. Con un empujón final, los monosabios apartaron a los últimos espectadores y cruzaron las puertas de la enfermería. También ésta se hallaba invadida de curiosos. Los dos enfermeros de guardia llevaban puestas sus batas blancas. Uno de ellos sacó de un tirón la sábana que cubría la antigua mesa de operaciones de la plaza, regalo de Ricardo Torres Bombita, el que fue un gran matador de toros de principios de siglo. El otro se dirigió a la cámara frigorífica y sacó de ella dos frascos de sangre de tipo universal. Rápidamente, suspendió los frascos, con los tubos de goma insertos en ellos, en los soportes metálicos, colocados al lado de la mesa de operaciones.

Mientras los monosabios colocaban a El Cordobés sobre la cama de operaciones, el anestesista conectó la mascarilla de caucho a dos cilindros metálicos, uno de los cuales contenía oxígeno puro y el otro un compuesto de nitrógeno.

Furioso al ver a los papanatas que llenaban la enfermería, el doctor Máximo de la Torre gritó: «¡Fuera!», apelando con un ademán a los guardias. Mientras éstos despejaban la estancia, volvió la mirada a la ensangrentada y pálida figura tendida ante él. Manolo abrió un momento los ojos. Al ver al doctor De la Torre, sonrió débilmente.

—Doctor, me han pegado fuerte —murmuró, repitiendo la frase que había dicho a Paco Ruiz.

La puerta de la enfermería se cerró de golpe.

El cierre de aquella puerta y el drama que lo había precedido dejaron aturdida a toda España. La gente iba de casa en casa, se hablaba a gritos por la calle, hacía amistad con desconocidos en los bares y cafés, comparando las emociones que les habían producido aquellos instantes. En Palma del Río, Angelita Benítez se había levantado, lanzando un grito, al ver la cornada recibida por su hermano. Jamás volvería a contemplar una corrida de toros. Convencida de que su hermano acababa de cumplir la segunda parte de su promesa, completando con ella la compra de la casa, la pobre mujer se derrumbó.

Don Carlos Sánchez guardó silencio ante su aparato de televisión. En el momento de la cornada, una extraña idea había cruzado la mente del anciano cura. «Ha honrado la sangre de los suyos», pensó. El Cordobés había visto el peligro en los pitones del toro y se había negado a huir de él. Con esta muestra de valor ante tantos millones de sus paisanos, había vengado, pensó don Carlos, muchas humillaciones sufridas por su pobre familia. Después, don Carlos se dirigió a su iglesia a rezar por la vida del hombre cuya nariz había limpiado hacía tantos años.

Fuera, la feria de Palma del Río se había interrumpido. Los niños habían dejado de jugar, el tiovivo se había parado, e incluso habían callado las bocas de los decidores de la buenaventura. Charneca, con lágrimas en los ojos, salió de la casa de la comadrona y fue corriendo a su bar. También él había presagiado la desgracia. «Le va a pillar, le va a pillar», había murmurado mientras observaba los últimos pases de Manolo, tristemente seguro de que no rehuiría el peligro que él mismo había creado.

Descolgando el teléfono instalado en el bar con tantos sudores, Charneca llamó a Madrid para pedir noticias. La gente bullía ya en la plaza, frente a su bar, y allí permanecería hasta las tres de la madrugada. Y hasta dicha hora estuvo el fiel Charneca llamando a Madrid cada quince minutos, pidiendo noticias de su joven amigo, noticias que transmitía inmediatamente a la multitud que aguardaba fuera.

No lejos de allí, Anita Sánchez lloraba en silencio en su dormitorio a oscuras. Dentro de unos momentos, se levantaría y se quitaría el vestido azul que se había confeccionado para esta ocasión. Para Anita, como para todos los vecinos de Palma, la feria de aquel año había terminado.

En todas partes compartía la gente la consternación de los vecinos de Palma del Río. En Córdoba, unos asombrados turistas americanos llegados en un autocar fueron recibidos en la puerta del Hotel por un botones que les gritó: «¡Está muy grave!» En el Bar Marfil reinaba una solemnidad de velatorio. Curro, el banderillero convertido en limpiabotas, que había visto morir a su maestro ante un toro, en Madrid, tenía lágrimas en los ojos. Cara de Tomate y Horillo escuchaban casi juntos las noticias de la radio de Madrid.

El Pipo contemplaba con tristeza las imágenes de la pantalla de su televisor. Tenía un cigarro apagado entre los dientes y el rostro cubierto por una máscara de melancolía. Y no era sólo compasión por su ex representado lo que ponía una expresión doliente en sus facciones. En la mente de Rafael Sánchez, El Cordobés seguía siendo, en el fondo, lo que él había querido que fuese aquel verano de 1960, un reflejo de su propio genio. Los pitones de
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no habían impedido únicamente la salida triunfal de El Cordobés por la puerta grande de la plaza de toros de Madrid, sino también que El Pipo saborease, indirectamente, la emoción de un último y supremo triunfo.

En la arena de Las Ventas había que cumplir aún un último rito.
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no iba a ser perdonado por haber puesto fuera de combate a su enemigo humano. Las leyes imprescriptibles de la lidia le condenaban ahora a morir bajo el estoque del hombre que, minutos antes, había confirmado el ascenso de El Cordobés a la categoría de matador de toros. Empuñando su propio estoque, Pedro Martínez Pedrés se dirigió al encuentro de
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.

Ni adornos ni desplantes cabía esperar del hombre que se disponía a matar en sustitución de su compañero herido. Mientras se perfilaba con el estoque, Pedrés pudo ver las manchas de sangre dejadas por El Cordobés en el pitón izquierdo de su enemigo.
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sabía ahora dónde encontrar fácil presa y era, por tanto, más peligroso aún que antes de coger a El Cordobés. Lo único que se exigía a Pedrés era matar pronto y con habilidad.

Don José Benítez Cubero siguió con profunda atención el brazo del espada al entrar éste a matar. Una instantánea de su sombra en la pantalla del televisor, un rápido balanceo, y la mano del diestro pasó como el puño de un boxeador entre las astas del toro en dirección a la masa de músculos del morrillo. La hoja se dobló un momento, pero inmediatamente encontró el camino y se hundió en la negra mole de
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hasta la roja empuñadura. Pedrés deshizo rápidamente la reunión, alejándose de la res.

El ganadero encanecido vivió aquel instante con tremenda intensidad. Cinco años de existencia salvaje, después de varias generaciones de cuidadosa cría, llegaban a su previsto final. Mortalmente herida, su hermosa y negra res luchó aún desesperadamente por la vida que se escapaba de sus miembros. Sus ojos, acostumbrados a los verdes e infinitos horizontes de los pastizales, se fijaron, en el momento de su muerte, en el calidoscópico torbellino de los graderíos que se elevaban encima de él. Se tambaleó, se repuso y volvió a tambalearse. Los capotes de Paco y Pepín, haciendo «la rueda», le obligaban a seguir moviéndose y girando, a fin de que el estoque hundido en su carne acelerase su muerte. La altiva y poderosa cabeza estaba ahora humillada, temblorosa, escupiendo sangre y con la lengua colgando de la abierta boca. El bicho dobló las manos, como simbolizando el sacrificio del cual había sido víctima; después, hizo lo propio con las patas de atrás y cayó. Sacudió la cabeza, en una última mirada agonizante al mundo extraño que le rodeaba. Sus ojos estaban vidriosos. Después, rodó sobre un costado, muerto, cumplido el destino para el que había nacido en un lejano paraíso bovino.

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