—Sí, por favor.
Halliday tocó un timbre y dio una breve orden al criado que acudió a la llamada. Minutos después entró Jane en la habitación. Era una mujer respetable, de facciones duras y parecía emocionarle tan poco la tragedia como a todos los servidores.
—¿Me permite unas preguntas? —dijo Poirot—. ¿Reparó en si su señora estaba lo mismo que de costumbre ayer por la mañana? ¿No estaba excitada ni nerviosa?
—¡Oh, no, señor!
—¿Y en Bristol?
—En Bristol, sí, señor. Me pareció que se sentía trastornada y tan nerviosa que no sabía lo que hablaba.
—¿Qué fue lo que dijo exactamente?
—Bien, señor, si mal no recuerdo dijo: «Mason, debo alterar mis planes. Ha sucedido algo que... No. Quiero decir que no pienso apearme del tren, esto es todo. Debo continuar viaje. Saque mi equipaje del furgón y llévelo a consigna; tome luego una taza de té y espéreme en la estación.»
»—¿Que la espere, madame? —pregunté.
»—Sí, sí. No salga de ella. Yo volveré en el último tren. Ignoro a qué hora. Pero será tarde.
»—Está bien, madame —repuse yo. No estaba bien que le hiciera ninguna pregunta, pero pensé que lo que sucedía era muy extraño.
—¿No entraba eso en las costumbres de su señora?
—No, señor.
—¿Y qué pensó usted?
—Pues pensé, señor, que lo que sucedía guardaba relación con el caballero que iba en el coche. La señora no le habló, pero una o dos veces se volvió a mirarle.
—¿Le vio el rostro?
—No, señor, porque me daba la espalda.
—¿Podría describírmelo?
—Llevaba puesto un abrigo castaño claro y una gorra de viaje. Era alto y esbelto y tenía el cabello negro.
—¿Le conocía usted?
—Oh, no. No lo creo, señor.
—¿No sería por casualidad su antiguo amo, míster Carrington?
—¡Oh, no lo creo, señor!
—Pero,
¿no está segura?
—Tenía la misma estatura del señor. Pero lo he visto tan pocas veces que no afirmo que fuera él. ¡No, señor!
Había un alfiler sobre la alfombra. Poirot lo cogió y me miró con rostro severo, frunciendo el ceño. Luego continuó :
—¿Le parece posible que el desconocido subiera al tren en Bristol antes de que llegara usted al reservado?
Mason se detuvo a pensarlo.
—Sí, señor. Es posible. Mi departamento iba atestado y pasaron varios minutos antes de poder salir del vagón. Luego la gente que llenaba el andén hizo que me retrasase. Pero supongo que de ser así, el desconocido hubiera dispuesto únicamente de un minuto o dos para hablar con mi señora, por lo que me parece más probable que llegase por el corredor.
—Sí, ciertamente. Es más probable.
Poirot hizo una pausa, siempre con el ceño fruncido.
—¿Sabe el señor cómo iba vestida la señora?
—Los periódicos dan poquísimos detalles, pero puede ampliarlos, si gusta.
—Llevaba, señor, una toca de piel blanca, velo blanco de lunares y un vestido azul eléctrico,
—¡Hum! ¡Qué llamativo!
—Sí —observó míster Halliday—. El inspector Japp confía en que ese atavío nos ayudará a determinar el lugar en que se cometió el crimen ya que toda persona que ha visto a mi hija conservará su recuerdo.
—
Precisament!
Gracias, mademoiselle.
La doncella salió de la biblioteca.
—Bien —Poirot se levantó de un salto—. Ya no tenemos que hacer nada aquí. Es decir, si monsieur no nos explica todo, ¡todo!
—Ya lo hice.
—¿Está bien seguro?
—Segurísimo.
—Bueno, pues no hay nada de lo dicho. Me niego a ocuparme del caso.
—¿Por qué?
—Porque no es usted franco conmigo.
—Le aseguro...
—No, me oculta usted algo.
Hubo una pausa. Luego Halliday se sacó un papel del bolsillo y lo entregó a su amigo.
—Adivino qué es lo que anda buscando, míster Poirot... ¡aunque ignoro cómo ha llegado a saberlo!
Poirot sonrió y desdobló el papel. Era una carta escrita en pequeños caracteres. Poirot la leyó en voz alta.
Chére madame:
Con infinito placer contemplo la felicidad de volver a verla. Después de su amable contestación a mi carta, apenas puedo contener la impaciencia. Nunca he olvidado los días pasados en París. Es cruel que tenga que salir de Londres mañana. Sin embargo, antes de que transcurra largo tiempo, es decir, antes de lo que cree, tendré la dicha de volver a ver a la dama cuya imagen reina, suprema, en mi corazón.
Crea, madame, en la firmeza de mis devotos e inalterables sentimientos.
ARMAND DE LA ROCHEFOUR.
Poirot devolvió la carta a Halliday con una inclinación de cabeza.
—¿Supongo, monsieur, que ignoraba usted que su hija pensaba renovar sus relaciones con el conde de la Rochefour?
—¡La noticia me ha causado la misma sensación que si un rayo hubiera caído a mis pies! Encontré esta carta en el bolso de Flossie. Pero, como usted probablemente ya sabe, el llamado conde es un aventurero de la peor especie.
Poirot afirmó con el gesto.
—¿Cómo conocía usted la existencia de esta carta?
Mi amigo sonrió.
—No la conocía en realidad —explicó—. Pero tomar huellas dactilares e identificar la ceniza de un cigarrillo no son suficientes para hacer un buen detective. ¡Debe ser también buen psicólogo! Yo sé que su yerno le es antipático y que desconfía de él. ¿A quién beneficia la muerte de su hija? ¡A él! Por otra parte, la descripción que del individuo misterioso hace la doncella se parece a la de él. Sin embargo, usted no se apresura a seguirle la pista, ¿por qué? Seguramente porque sus sospechas toman otra dirección. Por ello deduje que me ocultaba algo.
—Tiene razón, monsieur Poirot. Estaba seguro de la culpabilidad de Rupert hasta que encontré esta carta, que me ha trastornado muchísimo.
—Sí. El conde dice: «antes de que transcurra largo tiempo, antes de lo que se figura». No cabe duda de que no quiso esperar a que usted supiera su reaparición. Ahora bien: ¿fue él quien bajó de Londres en el tren de las doce y cuarto? ¿Quien se llegó por el pasillo hasta el departamento que ocupaba mistress Carrington? Porque si mal no recuerdo, ¡también el conde de Rochefour es esbelto y moreno!
El millonario aprobó con el gesto estas palabras.
—Bien, monsieur, le deseo muy buenos días. En Scotland Yard deben tener la lista de las joyas desaparecidas, ¿no es verdad?
—Sí, señor. Si desea ver al inspector Japp, allí está.
* * *
Japp era un antiguo amigo y recibió a Poirot con un desdén afectuoso.
—¿Cómo está, monsieur? Celebro volver a verle a pesar de nuestra manera distinta de ver las cosas. ¿Qué tal las células grises? ¿Se fortifican?
Poirot le miró con rostro resplandeciente.
—Funcionan, mi buen Japp, funcionan, se lo aseguro —respondió.
—En tal caso todo va bien. ¿Quién cree que cometió el crimen? ¿Rupert o un criminal vulgar? He mandado vigilar los sitios acostumbrados, naturalmente. Así conoceremos si se han vendido las joyas, porque quienquiera que las posea no se quedará con ellas, digo yo, para admirar su brillo. ¡Nada de eso! Ahora trato de averiguar dónde estuvo ayer Rupert Carrington. Por lo visto es un misterio. Le vigila uno de mis hombres con todo celo.
—Precaución algo retrasada, ¿no le parece? —dijo Poirot.
—Usted dice siempre la última palabra, Poirot. Bien. Me voy a Paddington, Bristol, Weston y Tauton. ¡Hasta la vista!
—¿Tendría inconveniente en venir a verme por la tarde para que yo sepa el resultado de sus averiguaciones?
—Cuente con ello... si vuelvo.
—Ese buen inspector es partidario del movimiento —murmuró Poirot cuando salió nuestro amigo—. Viaja; mide las huellas de los pies; reúne cenizas de cigarrillo. ¡Es extraordinariamente activo! ¡Celoso hasta el límite de sus deberes! Si le hablara de psicología, ¿qué le parece que haría, amigo mío? Sonreiría. Se diría: «Ese pobre Poirot envejece, Llega a la edad senil.» Japp pertenece a la nueva generación, y
ma foi
! ¡Esta generación moderna llama con tal prisa a las puertas de la vida, que no se da cuenta de que están abiertas!
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Pues en vista de que se nos da
carte blanche
voy a gastarme tres peniques en llamar al Ritz desde un teléfono público, porque es donde se hospeda nuestro conde. Después, como tengo húmedos los pies, volveré a mis habitaciones y me haré una tisana en el hornillo de bencina.
* * *
No volví a ver a Poirot hasta la mañana siguiente, en que le hallé tomando pacíficamente el desayuno.
—¿Bien? —interrogué lleno de interés—. ¿Qué ha sucedido?
—Nada.
—Pero ¿y Japp?
—No le he visto todavía.
—¿Y el conde?
—Se marchó del Ritz anteayer.
—¿El día del crimen?
—Sí.
—¿Para qué decir más? ¡Rupert Carrington es inocente!
—¿Porque ha salido del Ritz el conde de la Rochefour? Va usted muy de prisa, amigo mío.
—De todos modos, deben ustedes seguirle, arrestarle. Pero, ¿qué razones le habrán impulsado a cometer ese asesinato?
—Podría responder: unas joyas que valen cien mil dólares. Mas no, no es esa la cuestión y yo me pregunto: ¿para qué matar a mistress Carrington cuando ella no hubiera declarado jamás en contra del ladrón?
—¿Por qué no?
—Porque era una mujer,
mon ami
. Y porque otro tiempo amó a ese hombre. Por consiguiente soportaría su pérdida en silencio. Y el conde, que tratándose de mujeres es un psicólogo excelente, lo sabe muy bien. Por otra parte, si la mató Rupert Carrington, ¿por qué motivo se apoderó de las joyas? ¿Para qué demostrar su culpabilidad de la manera más patente?
—Quizá pensara en utilizarlas como tapadera.
—No le falta razón, amigo mío. ¡Ah, ya tenemos aquí a Japp! Reconozco su llamada.
El inspector parecía estar de un humor excelente y entró sonriendo.
—Buenos días, Poirot. Acabo de llegar. ¡He llevado a cabo un buen trabajo! ¿Y usted?
—Yo he puesto en orden mis ideas —repuso Poirot plácidamente.
Japp rió la ocurrencia de buena gana.
—El hombre envejece —me dijo a media voz. Y agregó en voz alta—: A los jóvenes no nos convence su actitud.
—
Quel dommage
! —exclamó Poirot.
—Bueno. ¿Quiere que le explique lo que he hecho?
—Permítame antes que lo adivine. Ha encontrado el cuchillo con que se cometió el asesinato junto a la vía del ferrocarril entre Weston y Tauton y ha entrevistado al vendedor de periódicos que habló, en Weston, con mistress Carrington.
Japp abrió, atónito, la boca.
—¿Cómo demonios lo sabe? ¡No me diga que gracias a esas «pequeñas células grises»!
—Celebro que, siquiera esta vez, admita que me sirven de algo. Dígame, ¿mistress Carrington regaló o no al vendedor un chelín para caramelos?
—No, media corona —Japp se había recobrado de la sorpresa del primer momento y sonreía—, ¡Son muy extravagantes los millonarios americanos!
—¡Y naturalmente, el chico no la ha olvidado!
—No, señor. No caen del cielo medias coronas todos los días. Parece que ella le llamó para comprarle dos revistas. En la cubierta de una había una muchacha vestida de azul. «Como yo», observó mistress Carrington. Sí, el chico la recuerda muy bien. Pero eso no basta, compréndalo. Según la declaración del doctor debió de cometerse el crimen antes de la llegada del tren a Tauton. Supuse que el asesino debió arrojar en seguida el cuchillo por la ventanilla y por ello me dediqué a recorrer la vía; en efecto, allí estaba. En Tauton hice averiguaciones. Deseaba saber si alguien había visto a nuestro hombre, pero la estación es muy grande y nadie reparó en él. Probablemente regresaría a Londres, utilizando para su desplazamiento el último tren.
Poirot hizo un gesto.
—Es muy probable —concedió.
—Pero a mi regreso me comunicaron que alguien intentaba pasar las joyas. Anoche empeñaron una hermosa esmeralda de muchísimo valor. ¿Y a que no acierta quién empeñó esa joya?
—Lo ignoro. Lo único que sé es que era un hombre de poca estatura.
Japp se quedó mirando al detective.
—Bien, tiene razón. El hombre es bastante bajo. Fue Red Narky.
—¿Quién es Red Narky? —pregunté yo.
—Un ladrón de joyas, señor, que no tendría aprensión de cometer un asesinato. Por regla general
trabajaba
con una mujer llamada Gracie Kidd. Pero en esta ocasión actuó solo por lo visto. A no ser que Gracie haya huido a Holanda con el resto de la banda.
—¿Ha ordenado la detención de Narky?
—Naturalmente. Pero nosotros queremos apoderarnos del hombre que habló con mistress Carrington en el tren. Supongo que sería él quien planeó el robo, pero Narky no es capaz de delatar a un compañero.
Yo me di cuenta de que los ojos de Poirot asumían un precioso color verde.
—Creo —dijo con una voz suave— que ya sé quién es el compañero de Narky.
Japp le dirigió una mirada penetrante.
—Acaba de asaltarle una de sus ideas particulares ¿no es cierto? Es maravilloso cómo a pesar de sus años consigue adivinar en ocasiones toda la verdad. Claro que es cuestión de suerte.
—Quizá, quizá —murmuró mi amigo—. Hastings, el sombrero. Y el cepillo. ¡Muy bien! Ahora las botas, si continúa lloviendo. No estropeemos la labor operada por la tisana.
Au revoir, Japp
!
—Buena suerte, Poirot.
* * *
El detective paró el primer taxi que nos echamos a la cara y ordenó al chófer que se dirigiera a Park Lane. Cuando se paró el taxi delante de la casa de Halliday, Poirot se apeó con la agilidad acostumbrada, pagó al taxista y tocó el timbre. Cuando el criado nos abrió la puerta, le dijo unas palabras en voz baja y el hombre nos condujo escaleras arriba. Al llegar al último piso, nos introdujeron en una habitación reducida, pero limpia y ordenada y muy elegante.
Poirot se detuvo y dirigió una ojeada a su alrededor. Sus ojos se posaron en un baulito negro. Después de arrodillarse ante él y de examinar los rótulos que exhibía, se sacó del bolsillo un trocito de alambre retorcido.
—Ruegue a míster Halliday que tenga la bondad de subir —dijo por encima del hombro, al criado.
Al desaparecer éste, forzó con mano hábil la cerradura del baúl y, una vez abierta la tapa comenzó a revolver apresuradamente el interior y a sacar la ropa que contenía dejándola en el suelo.