Authors: Frederick Forsyth
Tras echar una ojeada a los primeros párrafos, Miller advirtió, sorprendido, que el Diario estaba escrito en un estilo claro y conciso, es decir, en el lenguaje de una persona culta. En la cara anterior de las tapas había un cuadrado de papel blanco, cubierto de celofán, para que no se ensuciara, en el que, escrito con tinta negra y en letras mayúsculas, se leía: DIARIO DE SALOMON TAUBER.
Miller se arrellanó en la butaca, abrió el cuaderno por la primera página y empezó a leer:
DIARIO DE SALOMON TAUBER
Prólogo
Me llamo Salomón Tauber, soy judío y voy a morir. He decidido poner fin a mi vida, porque ésta no tiene ya valor para mí, y no me queda nada que hacer en este mundo. Todo lo que he intentado se ha malogrado, y mis esfuerzos siempre han sido estériles. Porque el mal que yo he visto sobrevive y triunfa, y el bien se ha perdido entre el polvo y el escarnio. Mis amigos, los que sufrieron, las víctimas, todos han muerto, y los verdugos, por el contrario, andan alrededor de mí. De día veo sus rostros en la calle y por la noche contemplo el rostro de Esther, mi esposa, muerta hace mucho tiempo. He seguido viviendo, porque quería hacer una cosa, ver una cosa; pero ahora sé que no podré.
No abrigo odio ni rencor hacia los alemanes, que son un buen pueblo. Los pueblos no son malos, sólo son malos los individuos.
Burke, el filósofo inglés, tenía razón al decir: «No conozco el modo de formular una acusación contra todo un pueblo.» La culpa colectiva no existe, pues la Biblia cuenta que cuando el Señor quiso destruir a Sodoma y Gomorra por la maldad de sus habitantes, como quiera que entre ellos vivía un justo, antes hizo que se salvara el justo. Por tanto, la culpa es individual, como la salvación.
Cuando salí de los campos de concentración de Riga y Stutthof, cuando sobreviví a la «Marcha de la Muerte» hasta Magdeburgo, donde, en abril de 1945, fue liberado mi cuerpo mientras mi alma seguía cautiva, yo odiaba al mundo. Odiaba a la gente, odiaba a los árboles y a las piedras, porque habían conspirado contra mí y me habían hecho sufrir. Y, más que a nada, odiaba a los alemanes. Y seguía preguntándome, como me había preguntado durante los cuatro años precedentes, por qué el Señor no los aniquilaba a todos, hombres, mujeres y niños, y destruía sus ciudades y sus casas para siempre. Y como El no me escuchaba, también lo odiaba a Él y clamaba que me había abandonado a mí y a mi pueblo, al que hizo creer que era su pueblo elegido. Incluso llegué a decir que El no existía.
Pero, con los años, he aprendido otra vez a amar; amar a las piedras y a los árboles, al cielo y al río que pasa por la ciudad, amar a los perros y a los gatos extraviados, amar a la hierba que crece entre los adoquines y amar a los niños, que, al verme tan feo, echan a correr, asustados. Ellos no tienen la culpa. Hay un adagio francés que dice: «Comprenderlo todo es perdonarlo todo.» Cuando uno puede comprender a la gente, su credulidad y su miedo, su codicia y su afán de poder, su ignorancia y su docilidad hacia el que más grita, uno puede perdonar. Sí, uno puede perdonar incluso lo que hicieron. Pero olvidar no puede.
Hay hombres cuyos crímenes están más allá de toda comprensión y, por tanto, de todo perdón. Y aquí está lo malo. Porque esos hombres siguen viviendo entre nosotros, andan por las ciudades, trabajan en las oficinas, comen en las cantinas, sonríen, estrechan manos y llaman
Kamerad
a hombres decentes. Y que ellos, en lugar de vivir apartados de la sociedad, estén considerados como ciudadanos respetables y envilezcan a toda una nación con su maldad individual, eso es lo malo. Y en esto hemos fracasado vosotros y yo, hemos fracasado todos, y fracasado de forma miserable.
Últimamente, con el tiempo, he vuelto a amar al Señor, y le he pedido perdón por las veces que he obrado en contra de su Ley, que son muchas.
SHEMA YISROEL, ADONAI ELOHENU, ADONAI EHAD…
En las veinte primeras páginas del Diario, Tauber se refería a su nacimiento; a su infancia, que había transcurrido en Hamburgo; a su padre, un obrero héroe de la Primera Guerra Mundial, y a la muerte de sus padres, ocurrida en 1933, poco después de que Hitler asumiera el poder. A fines de la década de los treinta, estaba casado con una muchacha llamada Esther, trabajaba como arquitecto, y hasta 1941 se había librado de ser internado, gracias a la intervención de su jefe. Pero, finalmente, fue aprehendido en Berlín, durante un viaje que efectuó para visitar a un cliente. Después de pasar algún tiempo en un campo de tránsito fue metido, con otros judíos, en un vagón de ganado de un tren que se dirigía al Este.
No recuerdo la fecha en que el tren se detuvo por fin en aquella estación. Me parece que desde que nos encerraron en el vagón en Berlín, habían transcurrido seis días y siete noches. De repente, noté que el tren se había parado. La luz que se filtraba por las rendijas indicaba que era de día. De la debilidad y el hedor, me daba vueltas la cabeza.
Fuera sonaban gritos y ruido de cerrojos. Bruscamente, se abrieron las puertas. Supongo que fue mejor para mí que no pudiera verme —en tiempos, llevaba camisa blanca y el pantalón bien planchado (la corbata y la chaqueta habían caído al suelo hacía ya mucho tiempo)—; pero bastante pena daba ver a los demás.
Cuando la luz del día invadió el vagón, muchos levantaron los brazos hacia los ojos, gritando de dolor. Yo, al ver abrirse las puertas, había apretado los párpados. Por la presión de los cuerpos, casi la mitad de los que estaban en el vagón salieron despedidos al andén en un amasijo de cuerpos malolientes. Yo estaba en el fondo, a un lado de las puertas centrales, por lo que pude zafarme del alud humano, y, entreabriendo un poco un ojo, pese al riesgo de deslumbramiento, pude salir al andén sin ser derribado.
Los guardianes de la SS que habían abierto las puertas —unos brutos con cara de malvados que rugían y gruñían en una lengua incomprensible— retrocedieron con expresión de asco. En el suelo del vagón quedaron treinta y un hombres pisoteados, que ya no volverían a levantarse. Los restantes, hambrientos, cegados, andrajosos y apestando se irguieron trabajosamente en el andén. A causa de la sed, teníamos la lengua hinchada, ennegrecida y pegada al paladar, y los labios agrietados.
Otros cuarenta vagones procedentes de Berlín, y dieciocho de Viena, vomitaban su carga en el andén. Aproximadamente la mitad de sus ocupantes eran mujeres y niños. Muchas mujeres y casi todos los pequeños estaban desnudos, sucios de excrementos, y en tan mal estado como nosotros. Algunas mujeres, al saltar al andén, llevaban en brazos el cuerpo sin vida de su hijo.
Los guardianes se movían arriba y abajo, blandiendo porras y haciendo formar a los deportados en una especie de columna, antes de conducirnos a la ciudad. Pero, ¿a qué ciudad? ¿Y en qué lengua hablaban aquellos hombres? Después averiguaría que la ciudad era Riga, y los guardianes de la SS, letones reclutados sobre el terreno, antisemitas tan feroces como los SS de Alemania, pero de una inteligencia muy inferior; prácticamente, animales con forma humana.
Detrás de los guardianes habla un rebaño de hombres de expresión bovina, vestidos con camisa y pantalón muy sucios que, cosidos al pecho y a la espalda, llevaban grandes parches cuadrados con una J de gran tamaño en negro. Era una cuadrilla especial del ghetto, que tenía la misión de sacar de los vagones a los muertos y enterrarlos fuera de la ciudad. Estos, a su vez, estaban custodiados por media docena de hombres que, además de la J en el pecho y la espalda, llevaban un brazal y, en la mano, un palo. Eran los
Kapos,
judíos que, por hacer este trabajo, recibían mejor comida que los demás internados.
Bajo la marquesina de la estación había varios oficiales alemanes de la SS, a los cuales no pude distinguir hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz. Uno de ellos estaba un poco apartado del resto, subido a una caja de embalaje y, con una leve sonrisa de satisfacción, contemplaba a los miles de esqueletos vivientes que salían del tren. Con un látigo negro de piel trenzada, se golpeaba el borde de la bota. Llevaba el uniforme verde con vueltas negras y plateadas de la SS, como si hubiese sido diseñado especialmente para él. En la solapa derecha lucía los dos rayos del emblema, y en la izquierda, la insignia de capitán.
Era alto y huesudo, con el pelo muy rubio, y los ojos, de un azul desteñido. Más adelante me enteraría de que era un gran sádico al que ya se conocía por el apodo que después le darían también los aliados:
el Carnicero de Riga.
Aquélla era la primera vez que veía al capitán Eduard Roschmann de la SS.
A las 5 de la madrugada del 22 de junio de 1941, las 130 divisiones de Hitler, divididas en tres cuerpos de ejército, habían cruzado la frontera y empezado la invasión de Rusia. Detrás de cada cuerpo de ejército iban los enjambres de escuadras de exterminio de la SS, encargadas por Hitler, Himmler y Heydrich de eliminar a los comisarios comunistas y a las comunidades judías de las zonas rurales de los grandes territorios que conquistaba el Ejército, y de encerrar a las comunidades judías de las ciudades en los ghettos de las capitales importantes, para ulterior «tratamiento especial».
El Ejército ocupó Riga, la capital de Letonia, el 1.° de julio de 1941, y a mediados del mismo mes llegaron los primeros comandos de la SS. La primera unidad in situ de las secciones SD y SP de la SS se estableció en Riga el 1.° de agosto de 1941, e inmediatamente comenzó el programa de exterminio que había de dejar libre de judíos todo el Ostland, como se rebautizó a los tres Estados bálticos de Estonia, Letonia y Lituania.
Berlín decidió entonces utilizar Riga como campo de tránsito hacia la muerte para los judíos de Alemania y Austria. En 1938, había 320000 judíos alemanes y 180000 judíos austríacos, en total, medio millón aproximadamente. En julio de 1941 ya se había liquidado a docenas de miles, principalmente en los campos de concentración de Alemania y Austria situados en Sachsenhausen, Mauthausen, Ravensbruck, Dachau, Buchenwald, Belsen y Theresienstadt en Bohemia. Pero ya empezaban a estar muy llenos, y las oscuras tierras del Este parecían un lugar excelente para acabar con los restantes. Se emprendieron las obras de ampliación o iniciación de los seis campos de exterminio de Auschwitz, Treblinka, Belzec, Sobibor, Chelmno y Maidanek. Pero, mientras se terminaban, había que encontrar un lugar para exterminar a todos los que fuera posible y «almacenar» a los demás. Y se eligió a Riga.
Entre el 1.° de agosto de 1941 y el 14 de octubre de 1944, fueron deportados a Riga casi 200000 judíos, alemanes y austríacos exclusivamente. Ochenta mil murieron allí, 120 000 fueron enviados a los seis campos de exterminio del sur de Polonia ya mencionados, y 400 salieron con vida, la mitad de los cuales morirían en Stutthof o en la «Marcha de la Muerte» hacia Magdeburgo, de regreso a Alemania. El transporte en el que iba Tauber fue el primero que entró en Riga, procedente del Reich, y llegó a las 3,45 de la tarde del 18 de agosto de 1941.
El ghetto de Riga se hallaba dentro de la ciudad, y anteriormente había sido Lugar de residencia de los judíos de Riga, de los cuales, a mi llegada no quedaban más que unos centenares. En menos de tres semanas, Roschmann y su adjunto, Krause, habían supervisado el exterminio de la mayoría, de acuerdo con las órdenes de la superioridad.
El ghetto estaba en el límite norte de la ciudad, y por el norte daba a campo abierto. En el lado sur había un muro, y los otros tres lados estaban cerrados con alambre de espino. En el lado norte había una puerta, por la cual se efectuaban todas las entradas y salidas. Estaba guardada por dos torres-vigía ocupadas por SS letones. Desde esta puerta, atravesando todo el ghetto hasta la pared sur, discurría la Mase Kalnu Ilela, o calle de la Colina. A la derecha, mirando desde el sur hacia la puerta principal del norte, estaba la Blech Platz, es decir, plaza de la Lata, donde se escogía a los que iban a ser ejecutados, se pasaba lista, se formaban las brigadas de trabajo, se flagelaba y se ahorcaba. En el centro había un cadalso, con ocho ganchos de hierro, de los que permanentemente colgaban, balanceándose al viento, las correspondientes sogas con su lazo corredizo. Todas las noches lo ocupaban por lo menos seis desgraciados y, con frecuencia los ocho ganchos tenían que prestar servicio varias veces, antes de que Roschmann se sintiera satisfecho de su labor del día.
Todo el ghetto no debía ocupar más de dos kilómetros cuadrados y medio, y en él habían vivido entre 12000 y 15000 personas. Antes de nuestra llegada, los judíos de Riga, es decir, los 2000 que quedaban, habían levantado la pared, y el sector utilizable por nuestro convoy, compuesto por unas 5000 personas, resultaba espacioso. Pero los transportes seguían llegando a diario, hasta que la población de nuestro sector del ghetto ascendió a 30000 ó 40000 personas. Entonces, cada vez que llegaba un nuevo transporte, había que ejecutar a tantos de los antiguos habitantes como supervivientes quedaban en el convoy, para dejar sitio a los nuevos. De lo contrario, la superpoblación hubiera sido un peligro para la salud de los que trabajábamos, y Roschmann no podía tolerarlo.
Aquella primera noche nos instalamos en las casas mejor construidas, en habitaciones individuales, y dormimos en camas de verdad, usando cortinas y abrigos a modo de mantas. Después de beber de un grifo hasta saciarse, mi vecino de cuarto comentó que tal vez aquello no fuera tan malo. Todavía no conocíamos a Roschmann.
A medida que el verano cedía paso al otoño, y éste, al invierno, las condiciones de vida en el ghetto iban empeorando. Cada mañana, la población, compuesta principalmente por hombres, pues las mujeres y los niños habían sido exterminados en mayor proporción que los hombres útiles para el trabajo, tenía que congregarse en la plaza, siendo empujada y zarandeada a punta de fusil por los letones, y se pasaba lista. No se nos llamaba por el nombre, sino que éramos contados y divididos en brigadas de trabajo. Casi toda la población, hombres, mujeres y niños, salla todos los días del ghetto, formada en columnas para trabajar durante doce horas en los talleres de las cercanías, que eran cada vez más numerosos.
Al llegar, dije que era carpintero, lo cual no era verdad; pero en mis tiempos de arquitecto había visto trabajar a los carpinteros y sabía lo suficiente para salir adelante. Suponía, y estaba en lo cierto, que siempre harían falta carpinteros. Fui enviado a trabajar a un aserradero cercano, en el que los abundantes pinos del lugar eran convertidos en barracones prefabricados para las tropas.
El trabajo era agotador y arruinaba la salud del más robusto, pues tanto en invierno como en verano trabajábamos casi constantemente a la intemperie, expuestos al frío y a la humedad de las tierras bajas de Letonia, próximas a la costa…
Nuestra comida consistía en medio litro de una mal llamada sopa, en la que casi todo era agua teñida, con algún que otro pedazo de patata, que nos distribuían por la mañana, antes de que saliéramos para el trabajo, y otro medio litro, con una rebanada de pan moreno y una patata rancia, cuando volvíamos al ghetto por la noche.
El hecho de introducir comida en el ghetto era inmediatamente castigado con la horca. Las ejecuciones se llevaban a cabo en la plaza, por la noche. después de pasar lista y en presencia de toda la población. A pesar de todo, para no morir de hambre, había que correr el riesgo.
Cuando las columnas volvían, Roschmann y varios de sus secuaces solían situarse junto a la puerta, y practicaban registros al azar. Elegían a un hombre, una mujer o un niño, lo hacían salir de la columna y desnudarse a un lado de la puerta. Si se le encontraba encima una patata o un pedazo de pan, lo obligaban a esperar a que todos hubieran desfilado, camino de la plaza, donde se pasaba lista.
Una vez todos reunidos, Roschmann se dirigía también a la plaza, seguido de los guardianes SS y de los condenados, que casi siempre sumaban una docena. Los hombres subían al cadalso y, con la soga al cuello, esperaban que se acabara de pasar lista. Luego, Roschmann se acercaba a ellos, sonriéndoles, y una a una iba derribando las banquetas a puntapiés. Le gustaba hacerlo por delante, de manera que el que iba a morir pudiera verle. A veces hacía sólo un amago de puntapié y se echaba a reír ruidosamente al ver que el hombre se estremecía, creyéndose ya colgado de la cuerda, antes de advertir que aún tenía la banqueta debajo.
Algunos condenados rezaban; otros pedían clemencia. A Roschmann le gustaba oírlos, fingía ser un poco sordo, se llevaba la mano a la oreja y les decía:
—¿Cómo? ¿No podrías hablar más alto?
Después de derribar la banqueta —en realidad era una especie de cajón—, se volvía hacia sus compañeros y comentaba:
—¡Pobre de mí! Necesito una prótesis auditiva.
En pocos meses, Eduard Roschmann se convirtió para nosotros, los prisioneros, en la encarnación del Diablo. No había tortura que él no pusiera en práctica.
Cuando se descubría a alguna mujer introduciendo comida en el campo, se la obligaba a mirar cómo eran ejecutados los hombres, especialmente si uno de ellos era su marido o su hermano. Después, Roschmann la hada arrodillarse delante de los demás, que debíamos permanecer alineados en tres lados de la plaza, mientras el barbero le rasuraba el cráneo.
Después de pasar lista, la mujer era conducida al cementerio, situado fuera de la alambrada. Allí tenía que cavar una fosa poco profunda y arrodillarse al borde. Entonces, Roschmann o uno de los otros le disparaba un tiro en la nuca con la «Lüger». No se permitía a nadie presenciar estas ejecuciones; pero, a través de los guardianes letones, se filtraron revelaciones según las cuales algunas veces Roschmann disparaba su pistola al aire junto al oído de la mujer, haciéndola caer, de la impresión, en la fosa. Luego, la víctima tenía que subir y arrodillarse otra vez. O si no, apretaba el gatillo estando vacía la recámara, de modo que cuando la mujer creía que iba a morir sólo oía un chasquido. Los letones eran brutos; pero Roschmann lograba asombrarlos…
Había en Riga una muchacha que, para ayudar a los prisioneros arriesgaba la vida. Se llamaba Olli Adler, y creo que era de Múnich. Su hermana Gerda había muerto en el cementerio, de un tiro en la nuca, por llevar comida al ghetto. Olli era muy hermosa, y Roschmann, que se encaprichó de ella. la hizo su concubina, aunque el título oficial era el de «sirvienta», ya que las relaciones entre los miembros de la SS y las judías estaban absolutamente prohibidas. Cada vez que podía ir al ghetto, Olli llevaba medicamentos, que robaba del almacén de la SS. Esto, naturalmente, se castigaba con la muerte. La vi por última vez cuando embarcábamos en el puerto de Riga…
A fines del primer invierno, yo estaba seguro de que no podría resistir mucho tiempo. El hambre, el frío, la humedad, el agotamiento y las constantes brutalidades, habían convertido mi robusto cuerpo en un saco de huesos. Cada vez que me miraba al espejo, contemplaba la imagen de un viejo consumido y decrépito con barba de rastrojo, los párpados enrojecidos y las mejillas hundidas. Acababa de cumplir treinta y cinco años, y aparentaba el doble. Pero lo mismo les ocurría a los demás.