Read Ojalá fuera cierto Online
Authors: Marc Levy
¡Un chasquido repentino! El tiempo se detiene. Ya no hay diálogo entre la dirección y las ruedas, la comunicación se ha interrumpido definitivamente. El coche se va hacia un lado y derrapa en la calzada todavía húmeda. El rostro de Lauren se crispa. Sus manos se agarran al volante, que se ha vuelto dócil y acepta girar sin fin en un vacío que compromete el resto del día. El Triumph continúa patinando, el tiempo parece tomárselo con calma y estirarse de repente como en un largo bostezo. A Lauren le da vueltas la cabeza; en realidad es el decorado lo que gira alrededor de ella a una velocidad increíble. El coche se cree que es una peonza. Las ruedas chocan brutalmente contra la acera, el morro se levanta y besa una boca de incendios. El capó sigue elevándose hacia el cielo. El coche gira sobre sí mismo en un último esfuerzo y expulsa a la conductora, pues resulta demasiado pesada para esa pirueta que desafía las leyes de la gravedad. El cuerpo de Lauren sale despedido por los aires y se estrella contra la fachada del gran almacén. El inmenso escaparate estalla y se esparce hecho añicos. La sábana de vidrio acoge a la joven, que rueda por el suelo y luego se detiene, con la cabellera revuelta entre los trozos, mientras el viejo Triumph acaba su carrera tumbado boca arriba, con parte de él sobre la acera. Un poco de vapor escapa de sus entrañas y exhala el último suspiro, su último capricho de viejo inglés.
Lauren se encuentra inerte. Descansa plácidamente. Sus facciones están serenas, su respiración es lenta y regular. En la boca, ligeramente abierta, podría descubrirse una leve sonrisa; tiene los ojos cerrados, como si estuviera dormida. Los largos cabellos le enmarcan el rostro; la mano derecha está apoyada en el vientre.
En la garita, el guarda del aparcamiento pestañea. Lo ha visto todo, «como en el cine», pero allí «era de verdad», dirá. Se levanta, sale corriendo, cambia de opinión y vuelve sobre sus pasos. Descuelga febrilmente el teléfono y marca el 911. Pide ayuda, y la ayuda se pone en marcha.
El comedor del San Francisco Memorial Hospital es una gran estancia con el suelo de baldosas blancas y las paredes pintadas de amarillo. Una multitud de mesas rectangulares de fórmica están dispuestas a lo largo de un pasillo central que conduce a las máquinas de bebidas y de comida envasada al vacío. El doctor Philip Stern dormitaba tendido sobre una de las mesas, con una taza de café frío en la mano. Un poco más lejos, su compañero se balanceaba en una silla con la mirada perdida en el vacío. En el fondo de uno de sus bolsillos sonó el busca. Abrió un ojo y miró el reloj refunfuñando; faltaba apenas un cuarto de hora para que acabara la guardia.
—Tengo la negra, desde luego. Frank, llama a ver qué pasa.
Frank descolgó el teléfono mural que había sobre su cabeza, escuchó el mensaje que le transmitió una voz, colgó y se volvió hacia Stern.
—Arriba, amigo, es para nosotros. Union Square, un código 3, parece que es grave…
Los dos internos asignados al servicio de asistencia médica urgente se levantaron y se dirigieron al lugar donde los esperaba la ambulancia con el motor en marcha, al pie de la rampa luminosa intermitente. Dos toques breves de sirena marcaron la salida de la unidad 02. Eran las siete menos cuarto de la mañana, Market Street estaba totalmente desierta y el vehículo circulaba a bastante velocidad.
—¡Mierda! Y pensar que hoy va a hacer buen día…
—¿Por qué te quejas?
—Porque estoy reventado. Voy a pasarme el día durmiendo, sin poderlo aprovechar.
—Gira a la izquierda, iremos en dirección prohibida.
La ambulancia subió por Polk Street hacia Union Square.
—Allí está.
Al llegar a la gran plaza, lo primero que vieron los dos internos fue el viejo Triumph despanzurrado sobre la boca de incendios. Frank paró la sirena.
—Pues sí, ha dado de lleno —constató Stern saltando del vehículo.
Dos policías ya estaban allí, y uno de ellos condujo a Philip hacia el escaparate roto.
—¿Dónde está? —le preguntó el interno al policía.
—Ahí delante. Es una mujer, y es médico, al parecer de urgencias. A lo mejor la conocen.
Stern, arrodillado junto al cuerpo de Lauren pidió a gritos a su compañero que se diera prisa. Ya le había cortado con unas tijeras los vaqueros y el jersey, dejando la piel al aire. En la larga pierna izquierda, una considerable deformación aureolada por un gran hematoma indicaba una fractura. El resto del cuerpo, aparentemente, estaba libre de contusiones.
—Prepárame las placas y una perfusión. El pulso se escapa y no hay tensión, respiración a 48, herida en la cabeza, fractura cerrada en el fémur derecho con hemorragia interna. ¿La conocemos? ¿Es del hospital?
—Sí, la he visto alguna vez. Es interna en urgencias, trabaja con Fernstein. Es la única que le planta cara.
Philip no reaccionó ante esta última observación. Frank colocó las siete placas sobre el pecho de la joven, unió cada una de ellas con un cable eléctrico de diferente color al electrocardiógrafo portátil y lo conectó. La pantalla se iluminó en el acto.
—¿Qué se ve? —le preguntó a su compañero.
—Nada bueno, se va. Tensión a 8/6, pulso a 140, labios cianóticos… Te preparo una sonda endotraqueal del 7, vamos a intubar.
El doctor Stern acababa de colocar el catéter y le tendió el frasco de suero a un policía.
—Sujete esto bien, necesito las dos manos.
A continuación le pidió a su compañero que inyectara cinco miligramos de adrenalina en el tubo de la perfusión y ciento veinticinco miligramos de Solumedrol, y que preparara inmediatamente el desfibrilador. En el mismo momento, la temperatura de Lauren comenzó a bajar rápidamente, mientras que el trazado del electrocardiograma se volvía irregular. En la parte inferior de la pantalla verde, empezó a parpadear un corazoncito, acompañado al instante por un pitido corto y repetitivo, señal de aviso de la inminencia de una fibrilación cardíaca.
—¡Vamos, preciosa, quédate con nosotros! Debe de estar inundada de sangre por dentro. ¿Cómo tiene el vientre?
—Blando. Probablemente sangra en la pierna. ¿Estás preparado para la intubación?
En menos de un minuto, Lauren estuvo intubada. Stern preguntó por las constantes; Frank le indicó que la respiración estaba estable y que la tensión había bajado a 5, No tuvo tiempo de terminar la frase; el pitido corto fue sustituido por un silbido estridente que salió del aparato.
—Ya empezamos…, está fibrilando. Mándame trescientos julios.
Philip frotó las dos placas del aparato una contra otra.
—Adelante, lo tienes a punto —gritó Frank.
—¡Apartaos! ¡Allá voy!
El cuerpo se arqueó brutalmente por efecto de la descarga, con el vientre apuntando hacia el cielo, antes de caer de nuevo.
—No, no ha ido bien.
—Ponlo a trescientos sesenta, haremos otro intento.
—Ya está, trescientos sesenta.
—¡Apartaos!
El cuerpo se irguió y cayó de nuevo inerte.
—Pásame otros cinco miligramos de adrenalina y vuelve a cargar a trescientos sesenta. ¡Apartaos!
Otra descarga, otro sobresalto.
—¡Sigue fibrilando! La perdemos… Inyecta una unidad de Lidocaína en la perfusión y vuelve a cargar. ¡Apartaos!
El cuerpo se alzó.
—¡Inyectamos quinientos miligramos de Berilium y carga a trescientos ochenta inmediatamente!
Lauren sufrió otra sacudida. Su corazón pareció responder a las drogas que se le habían inyectado y recobrar un ritmo estable, pero sólo durante unos instantes; volvió a sonar el silbido que había cesado durante unos segundos.
—¡Parada cardíaca! —dijo Frank.
Philip empezó inmediatamente un masaje cardíaco con una obcecación poco habitual.
—No hagas el tonto —le suplicó mientras intentaba devolverla a la vida—, hoy hace buen tiempo. No nos hagas esto.
Después le ordenó a su compañero que volviera a cargar la máquina.
—Déjalo, Philip —dijo Frank, tratando de calmarlo—, es inútil.
Pero Stern se negaba a abandonar; le repitió a su compañero que cargara el desfibrilador y éste obedeció. Una vez más pidió que se apartaran. El cuerpo volvió a combarse, pero el electrocardiograma seguía siendo plano. Philip reanudó el masaje, con la frente bañada en sudor. El cansancio acentuaba la desesperación del joven médico ante su impotencia. Su compañero tomó conciencia de que su actitud carecía de toda lógica. Debería haber parado varios minutos antes y certificado la hora del fallecimiento, pero no lo hacía, continuaba masajeando el corazón.
—Pon medio miligramo más de adrenalina y sube a cuatrocientos.
—Philip, para ya. Esto no tiene sentido, está muerta. No sabes lo que haces.
—¡Cierra el pico y haz lo que te digo!
El policía posó en el interno arrodillado junto a Lauren una mirada inquisitiva a la que éste no prestó atención alguna. Frank se encogió de hombros y, tras inyectar otra dosis en el tubo de la perfusión, volvió a cargar el desfibrilador y anunció el umbral de los cuatrocientos miliamperios. Stern envió la descarga, sin siquiera pedir que se apartaran. Sacudido por la intensidad de la corriente, el tórax se alzó del suelo bruscamente. La línea permaneció plana. El interno no la miró, lo sabía incluso antes de aplicar esta última descarga. Golpeó con un puño el pecho de Lauren.
—¡Mierda! ¡Mierda!
Frank lo agarró de los hombros con fuerza.
—¡Para, Philip, estás perdiendo los papeles, cálmate! Certifica el fallecimiento y nos vamos. Ya no puedes más, tienes que irte a descansar.
Philip estaba sudando y tenía la mirada perdida. Frank levantó la voz y sujetó la cabeza de su amigo entre sus manos, obligándole a mirarlo a los ojos.
Le ordenó que se calmara y, en vista de que no reaccionaba, le dio un bofetón. El joven médico acusó el golpe.
—Vamos, amigo, tranquilízate —insistió su compañero, en un tono de voz ya deliberadamente apaciguador.
Luego, fatigado, lo soltó y apartó la mirada, también perdida. Los policías contemplaban estupefactos a los dos médicos. Frank caminaba dando vueltas sobre sí mismo, totalmente desconcertado a juzgar por las apariencias. Philip, arrodillado, levantó lentamente la cabeza, abrió la boca y dijo en voz baja:
—Hora de la muerte, siete y diez. Llévensela —añadió dirigiéndose al policía que seguía sosteniendo el frasco de la perfusión, expectante—, se acabó, no podemos hacer nada más por ella. —Se levantó, le pasó a su compañero un brazo por los hombros y lo condujo hacia la ambulancia—. Ven, nos vamos.
Los dos agentes los siguieron con la mirada mientras subían al vehículo.
—¡No parecía que lo tuvieran muy claro los matasanos esos! —comentó uno de ellos.
El otro policía miró a su colega.
—¿Te has encontrado ya en algún caso en el que se hayan cargado a uno de los nuestros?
—No.
—Pues entonces no puedes comprender lo que acaban de vivir. Ven, ayúdame. Vamos a ponerla con cuidado sobre la camilla para meterla en la furgoneta.
La ambulancia ya había doblado la esquina. Los dos agentes levantaron el cuerpo inerte de Lauren, lo depositaron sobre la camilla y lo cubrieron con una manta. En vista de que el espectáculo había acabado, los escasos curiosos que quedaban se fueron. En el interior de la ambulancia, los dos médicos habían permanecido callados hasta que Frank se decidió a romper el silencio.
—¿Qué te ha pasado, Philip?
—No tiene ni treinta años, es médico, es guapa…
—¡Sí, pero no se trata de eso! ¿Cambia las cosas el hecho de que sea guapa y médico? Hubiera podido ser fea y trabajar en un supermercado. Es el destino, tú no puedes hacer nada para evitarlo, le había llegado la hora. Ahora volveremos, irás a acostarte e intentarás olvidar todo esto.
Dos manzanas detrás de ellos, el coche de policía se disponía a pasar por un cruce cuando un taxi se saltó el semáforo en ámbar. El policía, furioso, frenó bruscamente y conectó unos instantes la sirena; el chofer de Limo Service se detuvo y pidió excusas sin andarse con rodeos. El cuerpo de Lauren había caído de la camilla. Los dos hombres pasaron a la parte trasera. El más joven asió a Lauren por los tobillos y el mayor por los brazos. Este último se quedó petrificado al mirar el pecho de la joven.
—¡Respira!
—¿Qué?
—¡Que respira! Ponte al volante ahora mismo y vamos al hospital.
—¿Te das cuenta? Ya decía yo que esos matasanos no se aclaraban.
—Calla y date prisa. No entiendo nada, pero esos dos van a oír hablar de mí.
La furgoneta de la policía adelantó como una exhalación a la ambulancia, ante la mirada atónita de los dos internos. Eran «sus polis». Philip quería que su compañero conectara la sirena y los siguiera, pero éste se opuso. Estaba agotado.
—¿Por qué iban tan deprisa?
—No tengo ni idea —respondió Frank—. Además, puede que no fueran ellos. Todos se parecen.
Diez minutos más tarde aparcaban al lado de la furgoneta de la policía, cuyas puertas se habían quedado abiertas.
Philip bajó de la ambulancia y entró en urgencias. Se encaminó hacia admisión a un paso cada vez más precipitado.
—¿En qué sala está? —preguntó a la recepcionista sin saludarla.
—¿Quién, doctor Stern? —intervino la enfermera de guardia.
—La chica que acaban de traer.
—En el quirófano 3. La atiende Fernstein. Parece ser que es de su equipo.
El policía de más edad se acercó a él por la espalda y le tocó un hombro.
—Se puede saber ¿qué tienen ustedes en la cabeza?
—¿Perdón?
Hacía bien en pedir perdón, pero eso no bastaba. ¿Cómo había podido certificar el fallecimiento de una chica que aún respiraba cuando iba en su furgoneta?
—¡Si no llega a ser por mí, la habrían metido viva en la nevera!
Sí, desde luego, iba a oír hablar de él. El doctor Fernstein salió del quirófano en ese momento y, fingiendo no prestar ninguna atención al agente de policía, se dirigió directamente al joven médico.
—Stern, ¿cuántas dosis de adrenalina le ha inyectado?
—Cuatro veces cinco miligramos —respondió el interno.
El profesor lo reprendió de inmediato, recordándole que ese modo de actuar indicaba obcecación terapéutica; después, dirigiéndose al oficial de policía, afirmó que Lauren estaba muerta mucho antes de que el doctor Stern certificara la hora de su fallecimiento.
Añadió que el error del equipo médico probablemente había sido empeñarse en hacer funcionar el corazón de aquella paciente con cargo a los asegurados.