—He tenido que comenzar sin vosotros, Leo —dijo señalando el reloj que se adivinaba bajo el guante.
—Lo siento, Guzmán —se disculpó el inspector—. Me han entretenido en la emisora hasta última hora. ¿Conoces a Rafael Estévez? —preguntó, girándose hacia su ayudante.
—Hemos coincidido en alguna ocasión en la comisaría —confirmó el doctor.
—¿Cómo va la disección? —preguntó Rafael.
—Va yendo.
—Ya —dijo Estévez. Luego añadió en voz baja—: Aquí siempre tan explícitos.
El inspector Caldas se acercó a la cama y escrutó las manos del muerto, fuertemente anudadas al cabecero. Eran grandes pero delicadas, y presentaban un tono azulado que contrastaba con los brazos blancuzcos por la ausencia de sangre en la venas. De las marcas profundas en las muñecas se deducía que había intentado desatarse empleando hasta las últimas fuerzas.
—¿Sabemos quién es? —preguntó.
Fue Clara Barcia quien contestó:
—Luis Reigosa, treinta y cuatro años. Natural de Bueu. Se dedicaba a la música de manera profesional. Tocaba el saxofón. Conciertos, clases, todo eso… —explicó—. Vivía solo, tenía alquilado este apartamento desde hace un par de años.
Caldas experimentó un conocido sobresalto interior al escuchar aquella semblanza concisa.
Hasta su incorporación a la policía, el único cadáver que Leo Caldas había visto de cerca era el de su madre en el interior del ataúd. Ni siquiera había pedido verla, se había limitado a asentir cuando alguien sugirió la posibilidad de despedirse de ella. De repente fue alzado del suelo y se encontró en los brazos de alguien, como levitando, encaramado a la caja de madera oscura en la que reposaba el cuerpo inerte de su madre amortajada. Confundido, había mirado el rostro recubierto por una pátina extraña que le pareció de cera, y algunas de sus lágrimas habían estallado en el cristal que cerraba el féretro durante aquellos segundos escasos que recordaba como si hubiesen durado una eternidad. Su madre tenía los ojos cerrados, muy hundidos en sus cuencas, y los labios pálidos apenas se destacaban del resto de la cara, tan distintos de la tonalidad con que ella se había acicalado incluso en los últimos días de su enfermedad.
Durante años, esa imborrable imagen de cera le había visitado en sueños. También había recordado con frecuencia a su padre sentado en una esquina del velatorio, con el rostro devastado por el dolor, sin derramar una lágrima.
En la academia, tiempo después, cuando todavía era un aspirante a policía, asiduamente había oído advertencias al respecto de la crudeza de hallarse en primer plano ante una muerte violenta. Leo Caldas se había sentido temeroso pero expectante ante aquel futuro primer encuentro cara a cara con la muerte, incapaz de prever cuál sería su reacción.
La ocasión de comprobarlo había tenido lugar muy pronto, cuando en una de sus primeras guardias nocturnas había acompañado a un agente veterano al parque donde había aparecido apuñalado un vagabundo. No sin cierta sorpresa, comprobó que el encuentro con el cadáver de aquel desconocido no le producía impresión alguna. Ni siquiera dudó al acercarse. Desde aquella primera vez, los muertos anónimos eran para Leo Caldas poco más que objetos sin dueño. Cuando se hallaba en la escena de un crimen se abstraía sin esfuerzo del hecho de que los restos hubiesen contenido el aliento de una vida, independientemente de que se tratase de un cadáver en descomposición o de un cuerpo todavía caliente. Se concentraba en obtener las pistas que pudieran ayudarle a determinar los motivos del fallecimiento, en buscar las piezas revueltas del puzzle que debía recomponer.
Sin embargo, era al revelársele la identidad de los muertos cuando sentía un estremecimiento íntimo; como si conociendo los nombres o algunos rasgos, aunque imprecisos, de sus vidas permitiese que aparecieran, junto a la materia de observación criminal, los seres humanos.
—¿Has dicho que vivía solo? —preguntó Caldas, que por el estado del cuerpo advertía que no llevaba demasiado tiempo sin vida.
La agente Barcia asintió.
—¿Cómo hemos sabido de su muerte? —preguntó extrañado por la rapidez con que habían dado con el cadáver.
—Fue el guarda del puente quien nos avisó —respondió Clara Barcia—. El cadáver lo descubrió la mujer de la limpieza. Viene al piso dos veces por semana. La pobre señora apareció en la garita con un ataque de ansiedad tremendo por la impresión que le había producido el hallazgo. Le tuvieron que inyectar un sedante, así que va a ser necesario esperar hasta mañana para hablar con ella. El agente Ferro ha tomado nota de todo. Debe de estar ya en la central redactando el informe.
Caldas asintió. Lamentaba haber llegado tarde, sobre todo siendo la emisión de
Patrulla en las ondas
la causa de la demora.
—¿Cuándo calculas que le mataron? —inquirió el inspector.
—Ayer por la noche —aseguró Barrio—. Por la temperatura he estimado la hora de la muerte entre las siete y las doce de la noche de ayer. Hasta hacerle la autopsia no puedo concretar más.
—Si no me necesitan, yo vuelvo a lo mío —dijo Clara.
La agente salió del dormitorio y desapareció por la escalera de caracol. Leo permaneció en pie ante el muerto. No podía dejar de mirar sus ojos. Eran de un azul muy claro, estaban abiertos y parecían observarle con horror.
—¿Sabemos cómo murió? —interrogó Rafael Estévez dirigiéndose al doctor.
—¿Reigosa? —preguntó Guzmán Barrio.
—No, Lady Di —le cortó Rafael.
—No le hagas caso, Guzmán, Rafael es así de simpático —intervino Leo Caldas, reprendiendo a su ayudante con una mirada censuradora—. ¿Ya sabes cómo murió?
—La causa exacta todavía no la sé. Puedo aseguraros que esto tuvo mucho que ver —contestó, retirando la sábana que hasta entonces había ocultado el abdomen del muerto—, pero no soy capaz de ser mucho más preciso.
—¡Me cago en la leche! ¿Qué es eso que tiene ahí? —exclamó Estévez llevándose las manos a sus testículos y alejándose del cadáver.
—En eso estaba cuando entrasteis —dijo el médico—. Aún no sé con certeza de qué se trata.
El cuerpo del muerto mostraba una tumefacción enorme en la piel. El hematoma comenzaba en la mitad del abdomen y se extendía por las dos piernas. En una de ellas, la inquietante negrura llegaba hasta la rodilla.
De tan arrugada como aparecía la piel en toda la zona, Caldas tenía la sensación de hallarse ante cuero curtido en lugar de estar contemplando piel humana. Nunca antes había visto algo semejante. El doctor Barrio, a juzgar por el estupor con que examinaba el cuerpo, tampoco.
—Perdón, doctor, ¿ha dicho que el fiambre se llamaba Reigosa? —preguntó Estévez, acercándose a verlo mejor.
—Eso parece —concedió el médico.
—¿Y dónde tiene la picha este señor Reigosa, si no es indiscreción?
Barrio apoyó las pinzas en una pequeña protuberancia en medio del dantesco hematoma.
—¿Qué supones que es esta parte más negra?
Estévez se inclinó sobre la zona señalada por el doctor.
—¿Eso? —consultó sorprendido.
El doctor asintió, y Rafael Estévez miró incrédulo a su superior.
—¿Ha visto, inspector? Éste necesitaba las pinzas del doctor hasta para ir a mear.
Leo Caldas se acercó para inspeccionar mejor el cuerpo. Verdaderamente, las tumefacciones que había visto hasta entonces producían sensación de hinchazón. Si aquello era un sexo hinchado, no imaginaba el tamaño originario del pene de Reigosa. Le recordaba la monda vacía de un pequeño percebe: oscura y arrugada. Distinguió, negros como el resto, los testículos del saxofonista. Tenían el aspecto y el tamaño de dos uvas pasas. Se volvió hacia el médico, demandando más información.
—Me estoy volviendo loco tratando de adivinar el medio utilizado para deteriorarlo hasta este límite, pero no logro saber qué ocurrió. He pensado en fuego u otra forma de calor, pero luego he reparado en que la piel no aparece quemada, ¿veis? —dijo el doctor mientras movía el minúsculo miembro de Reigosa de un lado a otro—. Está todo cuarteado de un modo muy extraño. No he encontrado heridas ni sangre… Estoy por pensar que le vertieron algún tipo de sustancia abrasiva.
—Tuvo que sufrir dolores atroces —dijo Caldas, imaginando la escena planteada por Guzmán Barrio—. ¿Nadie escuchó nada? Por pocos vecinos que haya a estas alturas del año, alguien debió de oír sus gritos.
Barrio señaló un pedazo de cinta adhesiva y una húmeda esfera blanca colocados sobre la mesilla de noche, junto a la cama.
—Cuando lo encontramos tenía la boca tapada con esto —le explicó—. Le introdujeron la bola de algodón casi hasta la garganta, luego le sellaron los labios con la cinta. No existe modo de decir nada con todo esto en la boca.
Permanecieron callados, mirando al saxofonista muerto.
—Debió de ser horrible. ¿Has visto sus ojos? —el doctor Barrio rompió el silencio, queriendo saber si el inspector estaba tan impresionado como él.
Leo Caldas asintió y volvió a reparar en aquellos ojos que le habían conmovido desde el primer momento. De cerca, el impacto que producían era aún mayor. Mostraban el sufrimiento al que Reigosa había sido sometido con tanta crueldad, un tormento sordo sin siquiera la posibilidad de gritar para aliviarlo. Recordaba haber leído una frase de Camus que decía algo así como que el ser humano nace, muere y no es feliz. A pesar de no conocerla, intuyó que aquélla había sido la vida del hombre que yacía en la cama, lívido de muerte.
—Nunca había visto unos ojos así —dijo el inspector señalando la cara de Reigosa—. ¿No te parecen irreales?
—Sí —aseguró el doctor Barrio—, tanto que en un primer momento creí que eran lentes de contacto, pero son naturales. Tenía los ojos de ese color, como si fueran de agua.
La habitación de Reigosa era grande, limpia, llena de luz rojiza como el resto de la casa. Sobre el cabecero, en la pared, colgaba una lámina enmarcada, una reproducción del cuadro de Hopper
Habitación de hotel
. Caldas recordaba la pintura original. La había visto con Alba en el Museo Thyssen de Madrid. Le había deslumbrado la soledad de la mujer sentada en la cama, su belleza serena y su gesto triste. Ante la lámina, Caldas recuperó la sensación de que el pintor había profanado su intimidad al sorprenderla vestida con aquel camisón rosa y la maleta a medio deshacer. Se preguntaba si ellos, como Hopper, no estaban violando la intimidad de Reigosa.
La pared opuesta la ocupaba una cristalera. No era tan grande como la del salón, pero ofrecía vistas similares. Caldas no se acercó.
Sobre la mesilla de noche, al otro lado del lecho, descansaba una fotografía enmarcada del muerto sosteniendo en sus manos un saxofón. Era el único retrato que Leo Caldas había visto en la casa.
Junto a la foto había dos libros colocados uno encima del otro. El de arriba, con una marca de lectura en una de sus más de setecientas páginas, era
Lecciones sobre la filosofía de la historia
. Caldas lo tomó en sus manos enguantadas y leyó en la contraportada el nombre del autor: «Georg Wilhelm Fiedrich Hegel (Stuttgart, 1770–Berlín, 1831)».
Estévez se le acercó desde atrás.
—
Lecciones sobre la filosofía de la historia
—leyó—. Hay que tener insomnio para leer eso en la cama sin quedarse dormido. ¿No le parece, inspector?
—Puede que lo tuviera precisamente para eso —contestó lacónicamente Leo Caldas.
El inspector lanzó otra mirada al cadáver, que permanecía atado al cabecero con los genitales descubiertos y horriblemente magullados. Pensó que era una muerte indigna de un músico aficionado a la filosofía. Dejó el grueso volumen de Hegel en la mesilla de noche y echó mano del otro libro:
El perro de terracota
de Andrea Camilleri.
No eran los únicos ejemplares que había en la estancia. En la pared más alejada de la puerta se alineaban varias repisas de madera repletas de libros. Caldas recordaba las palabras de su padre cuando insistía en que a un hombre se le podía conocer por lo que bebe y por lo que lee. Le sorprendió encontrar casi exclusivamente novelas de género policíaco en la librería del músico: Montalbán, Ellroy, Chandler, Hammett…
—La secuencia de los hechos parece sencilla —pensó en voz alta Guzmán Barrio, quien continuaba examinando el cuerpo inerte de Luis Reigosa—. Unos tragos en el salón, bajan al dormitorio, sexo a discreción y, cuando el tipo está más confiado, su amante lo ata, lo amordaza y lo liquida. Me pregunto por qué diablos no utilizaría un método más simple para acabar con él. Esto —dijo, señalando el abdomen desfigurado de Reigosa—, lo que le hayan hecho, tuvo que resultar mucho más complejo, más aparatoso.
—¿Dice usted que echó un polvo con eso? —intervino Rafael Estévez, apuntando con su mano al pene diminuto del muerto.
—Rafa, hazme un favor: ve a dar una vuelta por el salón a ver qué encuentras —le pidió Caldas, señalando la puerta del dormitorio.
Cuando Estévez desapareció escaleras arriba, el inspector se volvió hacia el médico.
—Guzmán, ¿crees de verdad que mantuvo relaciones? —preguntó, sabiendo que de ser así se abría la principal vía de investigación.
El doctor hizo oscilar su cabeza en un movimiento ambiguo, un balanceo que no llegaba a significar un sí ni un no.
—No puedo estar seguro, pero en una primera exploración parece posible. Al menos, no considero que sea algo que pese a la apariencia de su miembro deba descartar —explicó, señalando los genitales de Luis Reigosa—. De cualquier modo, para confirmar una cosa u otra tengo que hacerle un examen completo en la sala de autopsias. Pásate por allí mañana, si quieres. Hoy todavía no se puede desechar ninguna posibilidad —concluyó el médico.
En el reconocimiento preliminar, Guzmán Barrio no había encontrado marcas de violencia, más allá de las situadas en la zona genital y en la piel de las muñecas. El doctor sólo atribuía las primeras al asesino. Consideraba, al igual que el inspector, que las rozaduras de las manos habían sido producidas por el propio Reigosa en un esfuerzo desesperado por soltarse.
Guzmán Barrio había apuntado a un crimen pasional y todos los indicios parecían confirmarlo. La estancia no presentaba el desorden que habitualmente sucede a una pelea, y tomaba vigor la teoría de que el muerto no había sido atado a la fuerza. El inspector pensaba que Reigosa conocía al asesino, o al menos que éste no había despertado sus sospechas. Era lógico pensar que no se habría dejado atar si hubiese presentido el peligro.