Opiniones de un payaso (16 page)

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Authors: Heinrich Böll

BOOK: Opiniones de un payaso
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«¿Te molesta», dije, «que siga en albornoz.»

«Sí», dijo, «me molesta. Vístete correctamente, por favor. Tu facha y tu olor a café dan a esta situación una comicidad que no le corresponde. He de hablar seriamente contigo. Y además — perdona que te hable con tanta franqueza— odio, como bien sabes, cualquier forma de desorden.»

«No es desorden», dije, «es una forma de descanso.»

«No sé», dijo, «cuántas veces me has obedecido de verdad en tu vida, ahora ya no estás obligado a obedecerme. Te ruego que lo hagas como un favor.»

Quedé sorprendido. Mi padre era antes más bien tímido, casi taciturno. En la televisión había aprendido a discutir y a argumentar, con «positivo encanto». Yo estaba demasiado cansado para sustraerme al encanto.

Entré en el cuarto de baño, me quité los calcetines empapados de café, me sequé los pies, me puse la camisa, los pantalones, la chaqueta, con los pies descalzos corrí a la cocina, llené un plato con las judías blancas ya calientes, vacié el huevo pasado por agua sobre las judías, con la cuchara separé de la cáscara el resto del huevo, cogí un trozo de pan y una cuchara, y pasé a la sala. Mi padre miró al plato con una bien lograda mezcla de asco y asombro.

«Perdóname», dije, «desde las nueve de la mañana no he comido nada, y pienso que no te interesa que caiga desmayado a tus pies.» Logró esbozar una sonrisa forzada, movió la cabeza y dijo: «Bien, pero ya sabes que sólo
albuminoides
, no resulta saludable.»

«Después comeré una manzana», dije. Removí las judías con el huevo, di un mordisco al pan y tomé una cucharada de mi papilla, comiendo con apetito.

«Por lo menos deberías agregar una de esas salsas de tomate», dijo.

«En este momento no tengo ninguna en casa», dije.

Comí demasiado aprisa y el inevitable ruido que hacía al comer pareció disgustar a mi padre. Disimuló su asco, pero no de modo convincente, y finalmente me levanté, fui a la cocina, y de pie ante la nevera acabé mi plato; durante la comida me miré en el espejo que cuelga encima de la nevera. En las últimas semanas no había efectuado ni siquiera el más importante ejercicio.: el facial. Un payaso, cuyo principal efecto consiste en su rostro impávido, debe conservar muy movible el rostro. Al principio sacaba la lengua antes de comenzar los ensayos, para encontrarme muy cerca de mí antes de enajenarme. Más adelante cambié, y me miré a la cara sin trucos de ninguna clase, medía hora todos los días, hasta que al fin no me encontraba ya frente a mí mismo; y como no soy propenso al narcisismo, a menudo estuve a punto de volverme loco. Llegué a olvidar realmente que era mi rostro el que veía en el espejo. Volvía el espejo del revés al terminar el ensayo, y cuando más tarde, en el transcurso del día, miraba al pasar frente a un espejo me asustaba: había un sujeto desconocido en mi cuarto de baño, encima del lavabo, un sujeto que yo no sabía si era cómico o serio, un espectro lívido y narigudo, y corría, tan aprisa como podía, en busca de Marie, para verme en su cara. Desde que se marchó, ya no he podido hacer ejercicios faciales: tengo miedo a volverme loco. Siempre que volvía de ensayar me abrazaba a Marie, hasta verme en sus ojos: minúsculo, algo deformado, pero reconocible: era yo y, sin embargo, era también el del espejo, el que me daba miedo. ¿Cómo explicar a Zohnerer, que sin Marie ya no puedo ensayar ante el espejo? Observarme a mí mismo comiendo era sólo triste, no inquietante. Podía asirme a la cuchara, podía reconocer las judías con los restos de yema y clara de huevo, el trozo de pan que iba haciéndose pequeño. El espejo me confirmó algo tan emotivamente real como un plato que se vaciaba, un trozo de pan que se achicaba, una boca ligeramente grasienta que me sequé con la manga de la chaqueta. No ensayaba. Nadie había allí que pudiera sacarme del espejo y devolverme a mí mismo. Lentamente volví a la sala.

«Demasiado aprisa», dijo mi padre, «comes con demasiada precipitación. Siéntate de una vez. ¿No bebes nada?»

«No», dije, «quería hacerme café, pero lo he echado a perder.»

«¿Quieres que te haga yo?», preguntó.

«¿Sabes hacerlo?», pregunté.

«Me aseguran que hago muy buen café», dijo.

«Oh, déjalo», dije, «no tiene importancia, beberé un poco de agua mineral.»

«Pero si no me molesta preparártelo», dijo. . «No», dije, «gracias. La cocina tiene un aspecto horroroso. Un gran charco de café, latas de conserva abiertas, cáscaras de huevo por el suelo.»

«Bien», dijo, «como quieras.» Pareció ofendido de un modo no habitual en él. Me sirvió agua mineral, me tendió su estuche de cigarrillos, cogí uno, me dio fuego, y fumamos. Lo sentí. Es probable que con mi plato lleno de judías le hubiese sacado de quicio. Seguramente había contado encontrar en mi casa lo que él imagina que es la bohemia: una mezcolanza de buen gusto, y toda clase de modernismos en el techo y en las paredes, pero el piso se ha ido decorando de modo fortuito y burgués, y noté que le abrumaba. El aparador lo compramos guiándonos por un catálogo, los cuadros de las paredes no eran más que estampas, sólo dos eran abstractos, y lo único hermoso eran dos acuarelas de Monika Silvs, que colgaban encima de la cómoda: «Paisaje Renano III» y «Paisaje Renano IV», de tono gris oscuro con trazas apenas visibles de blanco. Las cuatro cosas bonitas que teníamos, sillas, un par de jarrones y la mesita para e! té, en el rincón, todo lo había comprado Marie. Mi padre es hombre que necesita ambiente, y el ambiente de nuestro piso le ponía nervioso y taciturno. «¿Te ha dicho mi madre que estoy aquí?», pregunté finalmente, cuando encendimos el segundo cigarrillo sin haber dicho una palabra.

«Sí», dijo, «¿por qué no puedes ahorrarle estos disgustos?»

«Si ella no se hubiese puesto al habla con su voz de comité, todo habría sido distinto», dije.

«¿Tienes algo en contra de ese comité?», preguntó tranquilamente.

«No», dije, «está muy bien que se concilien las diferencias raciales, pero yo tengo de la raza otro concepto que el comité. Los negros, por ejemplo, están ahora de moda; yo quería ofrecerle a mamá un negro, conocido mío, como figura de belén. Y si se piensa que hay varios centenares de razas de negros. El comité tiene tela para rato. O gitanos, mamá debería invitarles alguna vez a tomar el té. Directamente de la calle. Lo que es trabajo no falta.»

«No quería hablar de esto contigo», dijo.

Callé. Me miró y dijo en voz baja: «Quisiera hablarte de dinero.» Seguí callado. «Supongo que te encuentras bastante apurado. Di algo.»

«Apurado, bien dicho. Es probable que no pueda actuar en un año. Mira.» Levanté la pernera del pantalón y le mostré mi rodilla hinchada, bajé otra vez el pantalón y con el índice derecho señalé a la izquierda de mi pecho.

«Y aquí», dije.

«Dios mío», dijo, «¿el corazón?»

«Sí», dije, «el corazón.»

«Telefonearé a Drohmert y le rogaré que te visite. Es el mejor cardiólogo que tenemos.»

«Me has entendido mal», dije, «no necesito consultar a Drohmert.»

«Pero tú dijiste: corazón.»

«Quizá debí decir alma, espíritu, sentimientos; me pareció que el corazón servía.»

«Ah, eso», dijo secamente, «esa historia.» Seguramente se lo habría contado Sommerwild al jugar a los naipes en la Herren-Union entre estofado de liebre, cerveza y un as de corazones.

Se levantó, se puso a pasear de un lado para otro, y luego se quedó de pie tras el sillón, se apoyó en el respaldo y me miró.

«Te parecerá estúpido seguramente», dijo, «si te hablo con solemnidad, pero, ¿sabes qué es lo que te falta? Te falta lo que hace hombre a un hombre: saber resignarse.»

«Esto ya lo oí hoy una vez», dije.

«Pues lo vas a oír por tercera vez: resígnate.»

«Deja eso», dije cansado.

«¿Crees que me sentó bien cuando Leo me dijo que se hacía católico? Fue tan doloroso para mí como la muerte de Henriette; no me habría dolido tanto si me hubiese dicho que se hacía comunista. Eso puedo concebirlo, que un joven albergue un falso sueño de justicia social y todo eso. Pero aquello.» Se asió al respaldo del sillón y meneó con fuerza la cabeza. «Aquello. No. No.» Parecía tomárselo en serio. Se había puesto muy pálido y parecía mucho más viejo de lo que es.

«Siéntate, padre», dije, «toma ahora un coñac.» Se sentó, se inclinó hacia la botella de coñac, fui a buscar un vaso en el aparador, le serví, tomó el coñac y lo bebió, sin darme las gracias ni brindar.

«Seguramente no lo comprendes», dijo. «No», dije. «Me dan miedo todos los jóvenes que creen en aquello», dijo, «y me afectó de un modo horrible, pero también supe resignarme; resignarme. ¿Por qué me miras de este modo?» «Debo pedirte perdón», dije, «cuando te veía por la televisión, pensé que eras un magnífico actor. Incluso un poco payaso.»

Me miró con desconfianza, casi ofendido, y me apresuré a decir: «No, papá, es verdad, magnífico.» Estaba contento de haber podido volver a llamarle papá. «Me encerraron en el papel», dijo. «Te sienta bien», dije, «y lo que interpretas, está bien interpretado.»

«No interpreto», dijo gravemente, «en absoluto, no necesito interpretar.»

«Malo», dije, «para tus enemigos.» «No tengo enemigos», dijo indignado. «Todavía peor para tus enemigos.» Volvió a mirarme con desconfianza, después rió y dijo: «La verdad es que no los tengo por enemigos.»

«Peor que peor», dije. «Esos con quienes debates continuamente de dinero, ¿no comprenden que vosotros siempre calláis lo más importante, u os popéis de acuerdo antes de salir en la pantalla?»

Se sirvió otro coñac, y me miró inquisitivamente: «Quisiera hablarte de tu porvenir.»

«Un momento», dije, «quiero comprender cómo hacéis el truco. Vosotros habláis siempre de porcentajes, diez veinte, cinco, cincuenta por ciento, pero nunca decís de qué es el tanto por ciento.»Parecía atontado, cuando tomó la copa de coñac, bebió y me miró. «Quiero decir», dije, «que no he aprendido mucho de cálculos, pero sé que el ciento por ciento de medio pfennig es medio pfennig, mientras que el cinco por ciento de mil millones son cincuenta millones... ¿comprendes?»

«Dios mío», dijo, «¿te sobra tanto tiempo para la televisión?»

«Sí», dije, «desde esa historia, como tú la llamas, miro mucho la televisión: me deja hermosamente vacío. Vacío del todo, y cuando uno ve a su padre una vez cada tres años, se alegra al verle en la pantalla del televisor. Donde sea, en un bar, ante una cerveza, medio a oscuras. A veces estoy orgulloso de ti al ver cuan hábilmente evitas que alguien te pregunte sobre el porcentaje.»

«Te equivocas», dijo con indiferencia, «yo no evito nada.»

«¿No te resulta aburrido no tener enemigos?»

Se levantó y me miró enojado. Me levanté también. Ambos nos pusimos detrás de nuestros sillones, con los brazos sobre el respaldo. Reí y dije: «Como payaso, me intereso naturalmente por las formas modernas de la pantomima. Una vez, en la sala interior de un bar, al encontrarme solo, apagué el sonido. Formidable.
L'art pour l'art
adueñándose de la política de salarios, de la economía. Lástima que nunca hayas visto mi número de la sesión del consejo de administración.»

«Te diré una cosa. Hablé de ti con Genneholm. Le rogué que fuera a ver algunas actuaciones tuyas y que me hiciera un... una especie de informe.»

De repente tuve que bostezar. Era descortés, pero inevitable, y me di perfecta cuenta de lo enojoso de la situación. Por la noche había dormido mal y había tenido un mal día. Cuando uno vuelve a ver, por primera vez después de tres años, a su padre, y, en realidad, por primera vez en su vida, habla seriamente con él, desde luego el bostezo es de lo menos oportuno. Estaba yo muy irritado, pero rendido de cansancio, y lamenté que precisamente entonces tuviese que bostezar. El nombre de Genneholm actuó en mí como un somnífero. Hombres como mi padre deben tener siempre lo mejor: el mejor cardiólogo del mundo, Drohmert; el mejor crítico teatral de la República Federal, Genneholm; el mejor sastre, el mejor champán, el mejor hotel, el mejor escritor. Es aburrido. Mi bostezo volviose casi espasmódico, se me agarrotó la musculatura de la boca. Que Genneholm sea invertido no cambia para nada el que su nombre despierte en mí aburrimiento. Los homosexuales saben ser muy divertidos, pero precisamente a la gente divertida la encuentro yo aburrida, en especial a los excéntricos, y Genneholm era no sólo invertido, sino también excéntrico. Casi siempre iba a las
parties
de mi madre, y se me acercaba tanto que no me quedaba más remedio que oler su aliento y participar de su último ágape. La última vez que me encontré con él, cuatro años atrás, olía a ensalada de patatas, con lo cual su chaleco de un rojo de cardenal y su ambarino bigote a lo Mefistófeles perdían toda extravagancia. Era muy chistoso, todos sabían que era chistoso, y así tenía que serlo continuamente. Una vida agotadora.

«Discúlpame», dije, cuando pude estar seguro que de momento no tenía que bostezar más. «¿Qué dijo, pues, Genneholm?»

Mi padre se ofendió. Así ocurre siempre cuando uno se abandona a sus impulsos, y mis bostezos no le dolían subjetivamente, sino objetivamente. Meneó la cabeza como ante mi sopa de judías. «Genneholm observa tu carrera con gran interés, está muy bien dispuesto hacia ti.»

«Un invertido nunca pierde las esperanzas», dije, «son seres obstinados.»

«Deja eso», dijo mi padre con» acritud, «puedes estar contento de que un hombre tan influyente y tan competente se interese por ti.»

«Me siento completamente feliz», dije.

«Pero tiene muchas objeciones que hacer a tu trabajó hasta ahora. Cree que deberías evitar todos los toques de Pierrot, que ciertamente tendrías talento para Arlequín, pero sería una lástima, y que es inadmisible te encierres en el papel de
clown
. Él ve tu porvenir en una decidida orientación hacia la pantomima... ¿me escuchas?» Su voz era cada vez más aguda.

«Por favor», dije, «oigo cada palabra, cada una de esas sensatas y atinadas palabras, no te inquiete el que yo cierre los ojos.» Mientras hablaba de Genneholm cerré los ojos. Me aliviaba, y me libraba de la visión de la cómoda pardo oscura que se hallaba ante la pared de enfrente y detrás de papá. Un mueble horrible que en cierto modo me recordaba el colegio: el tono pardo oscuro, los pomos negros, las molduras amarillas en el canto superior. La cómoda procedía de la casa del padre de Marie.

«Por favor», dije en voz baja, «sigue hablando.» Estaba yo rendido de cansancio, me dolía el estómago, sentía dolor de cabeza, y. después de estar petrificado tanto tiempo detrás del sillón, mi rodilla comenzó a hincharse más. Detrás de mis párpados cerrados veía yo mi rostro, que me devolvía el espejo después de mil horas de ensayar, enteramente impávido, con un maquillaje níveo; ni siquiera las pestañas se movían, ni tampoco las cejas, sólo los ojos que se volvían lentamente de un lado a otro como los de un conejo asustado, hasta producir la impresión que los críticos como Genneholm han llamado «esa sorprendente aptitud para interpretar la melancolía animal». Yo estaba muerto y con mi rostro oculto debajo de mil horas: ninguna posibilidad de salvarme en los ojos de Marie.

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