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Authors: Jane Austen

Orgullo y prejuicio (17 page)

BOOK: Orgullo y prejuicio
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Un día o dos transcurrieron antes de que Jane tuviese el valor de confesar sus sentimientos a su hermana; pero, al fin, en un momento en que la señora Bennet las dejó solas después de haberse irritado más que de costumbre con el tema de Netherfield y su dueño, la joven no lo pudo resistir y exclamó:

––¡Si mi querida madre tuviese más dominio de sí misma! No puede hacerse idea de lo que me duelen sus continuos comentarios sobre el señor Bingley. Pero no me pondré triste. No puede durar mucho. Lo olvidaré y todos volveremos a ser como antes.

Elizabeth, solícita e incrédula, miró a su hermana, pero no dijo nada.

––¿Lo dudas? ––preguntó Jane ligeramente ruborizada––. No tienes motivos. Le recordaré siempre como el mejor hombre que he conocido, eso es todo. Nada tengo que esperar ni que temer, y nada tengo que reprocharle. Gracias a Dios, no me queda esa pena. Así es que dentro de poco tiempo, estaré mucho mejor.

Con voz más fuerte añadió después:

––Tengo el consuelo de pensar que no ha sido más que un error de la imaginación por mi parte y que no ha perjudicado a nadie más que a mí misma.

––¡Querida Jane! ––exclamó Elizabeth––. Eres demasiado buena. Tu dulzura y tu desinterés son verdaderamente angelicales. No sé qué decirte. Me siento como si nunca te hubiese hecho justicia, o como si no te hubiese querido todo lo que mereces.

Jane negó vehementemente que tuviese algún mérito extraordinario y rechazó los elogios de su hermana que eran sólo producto de su gran afecto.

––No ––dijo Elizabeth––, eso no está bien. Todo el mundo te parece respetable y te ofendes si yo hablo mal de alguien. Tú eres la única a quien encuentro perfecta y tampoco quieres que te lo diga. No temas que me exceda apropiándome de tu privilegio de bondad universal. No hay peligro. A poca gente quiero de verdad, y de muy pocos tengo buen concepto. Cuanto más conozco el mundo, más me desagrada, y el tiempo me confirma mi creencia en la inconsistencia del carácter humano, y en lo poco que se puede uno fiar de las apariencias de bondad o inteligencia. Últimamente he tenido dos ejemplos: uno que no quiero mencionar, y el otro, la boda de Charlotte. ¡Es increíble! ¡Lo mires como lo mires, es increíble!

––Querida Lizzy, no debes tener esos sentimientos, acabarán con tu felicidad. No tienes en consideración las diferentes situaciones y la forma de ser de las personas. Ten en cuenta la respetabilidad del señor Collins y el carácter firme y prudente de Charlotte. Recuerda que pertenece a una familia numerosa, y en lo que se refiere a la fortuna, es una boda muy deseable, debes creer, por el amor de Dios, que puede que sienta cierto afecto y estima por nuestro primo.

––Por complacerte, trataría de creer lo que dices, pero nadie saldría beneficiado, porque si sospechase que Charlotte siente algún interés por el señor Collins, tendría peor opinión de su inteligencia de la que ahora tengo de su corazón. Querida Jane, el señor Collins es un hombre engreído, pedante, cerril y mentecato; lo sabes tan bien como yo; y como yo también debes saber que la mujer que se case con él no puede estar en su sano juicio. No la defiendas porque sea Charlotte Lucas. Por una persona en concreto no debes trastocar el significado de principio y de integridad, ni intentar convencerte a ti misma o a mí, de que el egoísmo es prudencia o de que la insensibilidad ante el peligro es un seguro de felicidad.

––Hablas de los dos con demasiada dureza ––repuso Jane––, y espero que lo admitirás cuando veas que son felices juntos. Pero dejemos esto. Hiciste alusión a otra cosa. Mencionaste dos ejemplos. Ya sé de qué se trata, pero te ruego, querida Lizzy, que no me hagas sufrir culpando a esa persona y diciendo que has perdido la buena opinión que tenías de él. No debemos estar tan predispuestos a imaginarnos que nos han herido intencionadamente. No podemos esperar que un hombre joven y tan vital sea siempre tan circunspecto y comedido. A menudo lo que nos engaña es únicamente nuestra propia vanidad. Las mujeres nos creemos que la admiración significa más de lo que es en realidad.

––Y los hombres se cuidan bien de que así sea.

––Si lo hacen premeditadamente, no tienen justificación; pero me parece que no hay tanta premeditación en el mundo como mucha gente se figura.

––No pretendo atribuir a la premeditación la conducta del señor Bingley; pero sin querer obrar mal o hacer sufrir a los demás, se pueden cometer errores y hacer mucho daño. De eso se encargan la inconsciencia, la falta de atención a los sentimientos de otras personas y la falta de decisión.

––¿Achacas lo ocurrido a algo de eso?

––Sí, a lo último. Pero si sigo hablando, te disgustaré diciendo lo que pienso de personas que tú estimas. Vale más que procures que me calle.

¿Persistes en suponer, pues, que las hermanas influyen en él?

––Sí, junto con su amigo.

––No lo puedo creer. ¿Por qué iba a hacerlo? Sólo pueden desear su felicidad; y si él me quiere a mí, ninguna otra mujer podrá proporcionársela.

Tu primera suposición es falsa. Pueden desear muchas cosas además de su felicidad; pueden desear que aumente su riqueza, con lo que ello trae consigo; pueden desear que se case con una chica que tenga toda la importancia que da el dinero, las grandes familias y el orgullo.

––O sea que desean que elija a la señorita Darcy ––replicó Jane––; pero quizá les muevan mejores intenciones de las que crees. La han tratado mucho más que a mí, es lógico que la quieran más. Pero cualesquiera que sean sus deseos, es muy poco probable que se hayan opuesto a los de su hermano. ¿Qué hermana se creería con derecho a hacerlo, a no ser que hubiese algo muy grave que objetar? Si hubiesen visto que se interesaba mucho por mí, no habrían procurado separarnos; y si él estuviese efectivamente tan interesado, todos sus esfuerzos serían inútiles. Al suponer que me quiere, sólo consigues atribuir un mal comportamiento y una actitud errónea a todo el mundo y hacerme a mí sufrir más todavía. No me avergüenzo de haberme equivocado y si me avergonzara, mi sufrimiento no sería nada en comparación con el dolor que me causaría pensar mal de Bingley o de sus hermanas. Déjame interpretarlo del mejor modo posible, del modo que lo haga más explicable.

Elizabeth no podía oponerse a tales deseos; y desde entonces el nombre de Bingley pocas veces se volvió a pronunciar entre ellas.

La señora Bennet seguía aún extrañada y murmurando al ver que Bingley no regresaba; y aunque no pasaba día sin que Elizabeth le hiciese ver claramente lo que sucedía, no parecía que la madre dejase de extrañarse. Su hija intentaba convencerla de lo que ella misma no creía, diciéndole que las atenciones de Bingley para con Jane habían sido efecto de un capricho corriente y pasajero que cesó al dejar de verla; pero aunque la señora Bennet no vacilaba en admitir esa posibilidad, no podía dejar de repetir todos los días la misma historia. Lo único que la consolaba era que Bingley tenía que volver en verano.

El señor Bennet veía la cosa de muy distinta manera.

De modo, Lizzy ––le dijo un día––, que tu hermana ha tenido un fracaso amoroso. Le doy la enhorabuena. Antes de casarse, está bien que una chica tenga algún fracaso; así se tiene algo en qué pensar, y le da cierta distinción entre sus amistades. ¿Y a ti, cuándo te toca? No te gustaría ser menos que Jane.

Aprovéchate ahora. Hay en Meryton bastantes oficiales como para engañar a todas las chicas de la comarca. Elige a Wickham. Es un tipo agradable, y es seguro que te dará calabazas.

––Gracias, papá, pero me conformaría con un hombre menos agradable. No todos podemos esperar tener tan buena suerte como Jane.

––Es verdad ––dijo el señor Bennet––, pero es un consuelo pensar que, suceda lo que suceda, tienes una madre cariñosa que siempre te ayudará.

La compañía de Wickham era de gran utilidad para disipar la tristeza que los últimos y desdichados sucesos habían producido a varios miembros de la familia de Longbourn. Le veían a menudo, y a sus otras virtudes unió en aquella ocasión la de una franqueza absoluta. Todo lo que Elizabeth había oído, sus quejas contra Darcy y los agravios que le había inferido, pasaron a ser del dominio público; todo el mundo se complacía en recordar lo antipático que siempre había sido Darcy, aun antes de saber nada de todo aquello.

Jane era la única capaz de suponer que hubiese en este caso alguna circunstancia atenuante desconocida por los vecinos de Hertfordshire. Su dulce e invariable candor reclamaba indulgencia constantemente y proponía la posibilidad de una equivocación; pero todo el mundo tenía a Darcy por el peor de los hombres.

CAPÍTULO XXV

Después de una semana, pasada entre promesas de amor y planes de felicidad, Collins tuvo que despedirse de su amada Charlotte para llegar el sábado a Hunsford. Pero la pena de la separación se aliviaba por parte de Collins con los preparativos que tenía que hacer para la recepción de su novia; pues tenía sus razones para creer que a poco de su próximo regreso a Hertfordshire se fijaría el día que habría de hacerle el más feliz de los hombres. Se despidió de sus parientes de Longbourn con la misma solemnidad que la otra vez; deseó de nuevo a sus bellas primas salud y venturas, y prometió al padre otra carta de agradecimiento.

El lunes siguiente, la señora Bennet tuvo el placer de recibir a su hermano y a la esposa de éste, que venían, como de costumbre, a pasar las Navidades en Longbourn. El señor Gardiner era un hombre inteligente y caballeroso, muy superior a su hermana por naturaleza y por educación. A las damas de Netherfield se les hubiese hecho difícil creer que aquel hombre que vivía del comercio y se hallaba siempre metido en su almacén, pudiera estar tan bien educado y resultar tan agradable. La señora Gardiner, bastante más joven que la señora Bennet y que la señora Philips, era una mujer encantadora y elegante, a la que sus sobrinas de Longbourn adoraban. Especialmente las dos mayores, con las que tenía una particular amistad. Elizabeth y Jane habían estado muchas veces en su casa de la capital. Lo primero que hizo la señora Gardiner al llegar fue distribuir sus regalos y describir las nuevas modas. Una vez hecho esto, dejó de llevar la voz cantante de la conversación; ahora le tocaba escuchar. La señora Bennet tenía que contarle sus muchas desdichas y sus muchas quejas. Había sufrido muchas humillaciones desde la última vez que vio a su cuñada. Dos de sus hijas habían estado a punto de casarse, pero luego todo había quedado en nada.

––No culpo a Jane continuó––, porque se habría casado con el señor Bingley, si hubiese podido; pero Elizabeth... ¡Ah, hermana mía!, es muy duro pensar que a estas horas podría ser la mujer de Collins si no hubiese sido por su testarudez. Le hizo una proposición de matrimonio en esta misma habitación y lo rechazó. A consecuencia de ello lady Lucas tendrá una hija casada antes que yo, y la herencia de Longbourn pasará a sus manos. Los Lucas son muy astutos, siempre se aprovechan de lo que pueden. Siento tener que hablar de ellos de esta forma pero es la verdad. Me pone muy nerviosa y enferma que mi propia familia me contraríe de este modo, y tener vecinos que no piensan más que en sí mismos. Menos mal que tenerte a ti aquí en estos precisos momentos, me consuela enormemente; me encanta lo que nos cuentas de las mangas largas.

La señora Gardiner, que ya había tenido noticias del tema por la correspondencia que mantenía con Jane y Elizabeth, dio una respuesta breve, y por compasión a sus sobrinas, cambió de conversación.

Cuando estuvo a solas luego con Elizabeth, volvió a hablar del asunto:

––Parece ser que habría sido un buen partido para Jane ––dijo––. Siento que se haya estropeado. ¡Pero estas cosas ocurren tan a menudo! Un joven como Bingley, tal y como tú me lo describes, se enamora con facilidad de una chica bonita por unas cuantas semanas y, si por casualidad se separan, la olvida con la misma facilidad. Esas inconstancias son muy frecuentes.

––Si hubiera sido así, sería un gran consuelo ––dijo Elizabeth––, pero lo nuestro es diferente. Lo que nos ha pasado no ha sido casualidad. No es tan frecuente que unos amigos se interpongan y convenzan a un joven independiente de que deje de pensar en una muchacha de la que estaba locamente enamorado unos días antes.

––Pero esa expresión, «locamente enamorado», está tan manida, es tan ambigua y tan indefinida, que no me dice nada. Lo mismo se aplica a sentimientos nacidos a la media hora de haberse conocido, que a un cariño fuerte y verdadero. Explícame cómo era el amor del señor Bingley.

––Nunca vi una atracción más prometedora. Cuando estaba con Jane no prestaba atención a nadie más, se dedicaba por entero a ella. Cada vez que se veían era más cierto y evidente. En su propio baile desairó a dos o tres señoritas al no sacarlas a bailar y yo le dirigí dos veces la palabra sin obtener respuesta. ¿Puede haber síntomas más claros? ¿No es la descortesía con todos los demás, la esencia misma del amor?

––De esa clase de amor que me figuro que sentía Bingley, sí. ¡Pobre Jane! Lo siento por ella, pues dado su modo de ser, no olvidará tan fácilmente. Habría sido mejor que te hubiese ocurrido a ti, Lizzy; tú te habrías resignado más pronto. Pero, ¿crees que podremos convencerla de que venga con nosotros a Londres? Le conviene un cambio de aires, y puede que descansar un poco de su casa le vendría mejor que ninguna otra cosa.

A Elizabeth le pareció estupenda esta proposición y no dudó de que su hermana la aceptaría.

––Supongo ––añadió–– que no la detendrá el pensar que pueda encontrarse con ese joven. Vivimos en zonas de la ciudad opuestas, todas nuestras amistades son tan distintas y, como tú sabes, salimos tan poco, que es muy poco probable que eso suceda, a no ser que él venga expresamente a verla.

––Y eso es imposible, porque ahora se halla bajo la custodia de su amigo, y el señor Darcy no permitiría que visitase a Jane en semejante parte de Londres. Querida tía, ¿qué te parece? Puede que Darcy haya oído hablar de un lugar como la calle Gracechurch, pero creería que ni las abluciones de todo un mes serían suficientes para limpiarle de todas sus impurezas, si es que alguna vez se dignase entrar en esa calle. Y puedes tener por seguro que Bingley no daría un paso sin él.

––Mucho mejor. Espero que no se vean nunca. Pero, ¿no se escribe Jane con la hermana? Entonces, la señorita Bingley no tendrá disculpa para no ir a visitarla.

––Romperá su amistad por completo.

Pero, a pesar de que Elizabeth estuviese tan segura sobre este punto, y, lo que era aún más interesante, a pesar de que a Bingley le impidiesen ver a Jane, la señora Gardiner se convenció, después de examinarlo bien, de que había todavía una esperanza. Era posible, y a veces creía que hasta provechoso, que el cariño de Bingley se reanimase y luchara contra la influencia de sus amigos bajo la influencia más natural de los encantos de Jane.

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