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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

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BOOK: Out
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De pronto oyó la señal que anunciaba que el programa de lavado había terminado y se dio cuenta de que había estado tan absorta en sus recuerdos que había olvidado meter la ropa en la lavadora. Después de formar un remolino, el detergente se había escurrido, aclarado y centrifugado... igual que ella en esos días lejanos. Nada había valido la pena, pensó Masako soltando una risotada.

Capítulo 4

Jumonji se despertó con un hormigueo en el brazo. Lo sacó de debajo del fino cuello de la chica y extendió los dedos. Alterada por el movimiento brusco de Jumonji, la joven abrió los ojos y lo miró a través de sus finas pestañas, con un rostro aniñado.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

Jumonji echó un vistazo al despertador que había en la mesilla. Eran las ocho de la mañana. Tenían que levantarse. La luz del verano se filtraba a través de las cortinas y calentaba la pequeña habitación.

—Venga, levántate.

—No —musitó la chica aferrándose a él.

—Tienes que ir a clase, ¿no?

Debía de estar en el primer año de instituto. Más que una mujer, era una niña, pero como a él sólo le interesaban las jovencitas, la consideraba ya una adulta.

—Es sábado
[6]
. No pienso ir.

—Pues yo no puedo saltarme el trabajo. Venga, arriba.

La chica chascó la lengua y bostezó ostentosamente. Su boca infantil era una bonita estampa en rosa y blanco. Después de contemplarla unos instantes, Jumonji salió de la cama y puso en marcha el aire acondicionado. Una ola de aire seco y polvoriento le lamió el rostro.

—Prepárame el desayuno.

—Ni hablar.

—Eres una mujer, imbécil. Es tu obligación.

—No sé hacerlo.

—Qué imbécil... ¿Cómo puedes ser tan fresca?

—Deja de llamarme imbécil —dijo ella al tiempo que cogía un cigarrillo del paquete de Jumonji—. Todos los viejos decís lo mismo.

—¿Viejo yo? Si sólo tengo treinta y uno.

La chica soltó una carcajada.

—Lo dicho. Eres un viejo.

—¿Y cuántos años tiene tu padre? —le preguntó irritado.

—Cuarenta y uno.

—¿Sólo diez más que yo?

De repente, consciente de su edad, se dirigió al cuarto de baño que había justo al lado del recibidor. Al salir del lavabo pensó que al menos habría hervido agua para el té, pero sus cabellos teñidos de castaño claro seguían esparcidos por las sábanas.

—¡Venga! ¡Levántate y sal de aquí!

—¡Jo! ¡Vaya idiota! Eres un plasta —dijo ella pataleando en el aire.

—¿Cuántos años tiene tu madre? —le preguntó Jumonji.

—Cuarenta y tres. Es mayor que mi padre.

—¡Bah! A las mujeres de más de treinta ni las miro.

—¡Vaya jeta! Mi madre aún es joven —replicó la chica—. Y muy guapa.

Jumonji sonrió, pensando que se había tomado una pequeña venganza. No se le ocurrió que su actitud pudiera ser tan infantil. Ignorando a la chica, encendió un cigarrillo y cogió el periódico. Después de sentarse en la cama, ella lo miró de reojo, con una expresión de enfado que le hizo pensar en lo poco que le gustaban las mujeres mayores. Se preguntó cómo sería ella dentro de unos años. La cogió por la barbilla e intentó imaginarse a su madre.

—Pero ¿qué haces? ¡Déjame!

—¿Por qué?

—¡Para ya! ¿Qué miras?

—Nada. Sólo pensaba que un día también tú serás vieja.

—Pues claro —repuso ella apartándole la mano—. ¿Por qué tienes que ser tan ruin? Me deprimes.

Jumonji pensó que Masako Katori, a quien había visto después de muchos años, debía de tener más o menos cuarenta y tres años. Seguía tan delgada como la recordaba y se había convertido en una mujer incluso más temible que antes. Tenía que admitir que le había causado una fuerte impresión.

Masako Katori trabajaba en Caja de Crédito T, que había estado en Tanashi. «Había estado», porque era una de esas empresas que se dedicaba a los préstamos inmobiliarios durante los años más boyantes de la economía japonesa y había sido absorbida por otra mayor después de que la burbuja estallara dejando a su estela un gran número de impagados. En esa época, Caja de Crédito T había recurrido a los servicios que prestaba la empresa de seguridad donde él trabajaba, y recordaba perfectamente a Masako por las frecuentes visitas que realizaba a sus oficinas.

Siempre la encontraba sentada frente a su ordenador, impecablemente vestida con un traje gris que parecía acabado de salir de la lavandería. A diferencia del resto de empleadas, nunca iba maquillada ni se dedicaba a flirtear con las visitas. Trabajaba sin parar. Era una mujer seria e inabordable, si bien esa misma actitud la convertía en una persona respetada por todos sus compañeros.

En esa época, a Jumonji no le interesaban los cotilleos de la oficina, si bien le habían llegado rumores de la actitud de Masako y sobre la posibilidad de que la despidieran. No obstante, su olfato le decía que había algo más.

Alrededor de Masako siempre había una barrera que impedía que nadie se le acercara, un signo que la señalaba como alguien en perpetuo combate contra el mundo. No era raro que él, una especie de matón ajeno a la empresa, fuera consciente de eso. Tal como decía el refrán, Dios los cría y ellos se juntan. Y los que eran incapaces de detectarlo se metían con ella.

Con todo, lo que más le intrigaba era qué hacía ahora Masako Katori con una morosa como Jonouchi.

—Tengo hambre —dijo la chica, sacándolo de sus pensamientos—. ¿Por qué no vamos al McDonald's?

—Dame un minuto.

—¿Por qué no te llevas el periódico y lo lees allí?

—No seas pesada —dijo Jumonji intentando zafarse de su abrazo y centrando su atención en el titular del periódico.

La referencia al barrio de Musashi Murayama le había llamado la atención. Al parecer, habían encontrado un cadáver descuartizado en el parque. Jumonji empezó a leer el artículo, e hizo una pausa al llegar a la frase donde se mencionaba a «Yayoi Yamamoto, la esposa de la víctima». Ese nombre le sonaba de algo. ¿No era el nombre que aparecía en el aval de Jumonji? Masako se había llevado el contrato, así que le sería imposible comprobarlo, pero estaba casi seguro de que ése era el nombre que figuraba en el recuadro correspondiente al avalador.

—¡Qué asco! —exclamó la chica, que había empezado a leer el artículo por encima de su hombro—. ¡El otro día estuve en ese parque! Había un tío con un monopatín que no paraba de decirme que fuese a verlo —añadió intentando quitarle el periódico de las manos.

—¡Cállate ya! —le espetó Jumonji al tiempo que recuperaba el periódico para releer la noticia.

Recordaba que Kuniko Jonouchi había mencionado que trabajaba en el turno de noche de una fábrica de comida, justamente la información que daba el periódico respecto al empleo de Yayoi Yamamoto. Sin duda esa mujer había sido la avaladora de Kuniko Jonouchi. No obstante, ¿por qué Jonouchi había pedido ese favor a la esposa de un hombre asesinado? El asunto le olía a chamusquina. Probablemente, si Masako Katori había hecho tanto esfuerzo para recuperar el contrato era porque sabía que a Yamamoto le había pasado algo, y él se lo había dado. Había caído en su trampa como un pazguato.

—¡Mierda! —exclamó.

Sin embargo, releyó el artículo en busca de algo que no le cuadraba. Al parecer, la policía suponía que la víctima había sido asesinada y descuartizada el martes por la noche, pero no la habían identificado hasta la noche pasada. En ese caso, no era extraño que Masako, preocupada por la situación de su compañera, hubiera querido anular el contrato firmado por Yamamoto. Sin embargo, ¿por qué Jonouchi había acudido a alguien cuyo marido estaba desaparecido para pedirle que la avalara? Y lo que era aún más raro: ¿por qué Yamamoto había aceptado? ¿Y qué papel interpretaba Masako en todo eso? Esa mujer no era muy dada a meterse en asuntos ajenos. Las preguntas se arremolinaban en la cabeza de Jumonji.

Finalmente lanzó el periódico sobre la alfombra polvorienta y decidió investigar el caso. Intimidada por su comportamiento, la chica recogió el periódico con cautela y lo abrió por las páginas dedicadas a la programación televisiva. Mientras la observaba distraídamente, Jumonji pensó que el asunto olía a dinero y se animó.

Los jóvenes podían pedir dinero prestado desde cualquier cajero automático, por lo que las agencias de crédito como Million Consumers Center tenían los días contados. Tal vez dentro de un año dejara de existir, razón de más para empezar a pensar en un cambio de negocio, como abrir una agencia de chicas de compañía... Sin embargo, no podía dejar escapar ese asunto. Sospechaba que había un buen fajo de billetes al alcance de la mano.

—Tengo hambre —insistió la chica torciendo la boca—. Vamos a algún sitio.

—Vale, venga.

Su súbito cambio de planes pareció cogerla por sorpresa.

Capítulo 5

Yayoi se encontraba escindida entre las muestras de compasión y las suspicacias de la gente. Se sentía como una pelota de tenis, rebotando entre dos sentimientos muy intensos. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo debía comportarse.

El inspector Iguchi, jefe del Departamento de Seguridad Pública de la comisaría de Musashi Yamato, se había mostrado muy cordial en sus primeros contactos, pero cuando fue a su casa para confirmar que la huella palmar de Kenji coincidía con la del cadáver encontrado en el parque su actitud había cambiado.

—La huella palmar del cadáver del parque coincide con la de su marido —le había anunciado Iguchi—. Como se trata de un caso grave, la investigación ha pasado a la Dirección General de Policía, que va a destinar una unidad de investigadores a nuestra comisaría. Señora Yamamoto, esperamos contar con su colaboración.

La expresión de sus ojos poco tenía que ver con la que Yayoi había visto el último día mientras observaba el triciclo del jardín. La transformación la dejó helada, aunque sabía que estaban en los preliminares de la investigación.

Esa misma noche, pasadas las diez, se presentaron en su casa dos agentes con aire circunspecto, incluso más que Iguchi.

—Soy Kinugasa, de la Dirección General —dijo uno de ellos mientras le mostraba la identificación guardada en una cartera de piel negra.

Debía de tener entre cuarenta y cinco y cincuenta años, si bien intentaba aparentar más por su vestimenta: un polo Lacoste de un negro desteñido y unos pantalones caqui. De cuello ancho y cabeza rapada, parecía más un yakuza que un policía. Yayoi no tenía ni idea de lo que era la «Dirección General», pero al encontrarse frente a un tipo tan rudo se puso a temblar.

El otro agente, delgado y con una barbilla minúscula, se llamaba Imai y trabajaba en la comisaría del barrio. Era más joven que Kinugasa, a quien cedió la iniciativa.

En cuanto entraron en casa, pidieron al padre de Yayoi que se llevara a los niños. Sus padres, que vivían en Kofu, habían acudido la misma noche en que Yayoi les había telefoneado para comunicarles la noticia de la muerte de Kenji. Sus padres obedecieron las indicaciones del agente y se llevaron al hijo pequeño, que tenía sueño y no quería irse, y al mayor, que estaba muy nervioso por los acontecimientos. Sin duda no se les había pasado por la cabeza que su hija pudiera ser sospechosa. Para ellos, se trataba de una terrible desgracia.

—Ya sé que lo está pasando mal —dijo Imai en cuanto se marcharon—, pero tenemos que hacerle unas preguntas.

Yayoi los acompañó hasta la sala de estar. A pesar de que por fin podía vivir a solas con sus hijos, sin la molesta presencia de Kenji, que siempre estaba de mal humor, el ambiente que reinaba en la casa le pareció más opresivo que de costumbre. La visita de los dos policías tampoco facilitaba las cosas.

—Ustedes dirán —dijo con voz temblorosa.

Kinugasa se quedó unos instantes en silencio y la miró de arriba abajo. Yayoi pensó que si ese hombre la presionaba, acabaría confesándolo todo. Cuando Kinugasa abrió la boca para hablar, Yayoi se encogió instintivamente, pero quedó decepcionada al oír su voz, más aguda y más agradable de lo que esperaba.

—Señora Yamamoto, si colabora con nosotros tenga por seguro que atraparemos al asesino en cuestión de días.

—Por supuesto —convino Yayoi.

Kinugasa se pasó la lengua por sus gruesos labios y la miró a los ojos. «Se estará preguntando por qué no lloro», pensó Yayoi. Aunque hubiera sido su deseo, no hubiera podido verter ni una sola lágrima.

—Al parecer, esa noche se fue a trabajar antes de que su marido llegara a casa. ¿No le preocupaba dejar a sus hijos solos en casa? Nunca se sabe lo que puede pasar: un incendio, un terremoto... —dijo entrecerrando los ojos con malicia.

A Yayoi le costó un poco entender que ésa era su manera de sonreír.

—Siempre... —empezó a decir, pero de pronto se detuvo. Si les decía que siempre volvía a las tantas, descubrirían que se llevaban mal—. Solía regresar pronto. Por eso me fui preocupada al trabajo. Al volver por la mañana y ver que no había aparecido, me enfurecí.

—¿Por qué? —preguntó Kinugasa mientras se sacaba una libreta de plástico marrón del bolsillo trasero de sus pantalones y apuntaba algo.

—¿Por qué me puse furiosa? —repitió Yayoi, súbitamente irritada—. ¿Ustedes tienen hijos?

—Sí —respondió Kinugasa—. Una en la universidad y otra en el instituto. ¿Y tú, Imai?

—Dos en la escuela y uno en el parvulario —respondió Imai.

—Pues entonces entenderán cómo me sentí al ver que habían pasado la noche solos. Por eso me puse furiosa.

Kinugasa anotó algo más. Imai permanecía callado, con su bloc de notas en el regazo y dejando que su compañero condujera la conversación.

—Quiere decir que se enfadó con su marido.

—Por supuesto. Sabía que me tenía que ir a trabajar y aun así volvía tarde. —Cayó en la cuenta de que sus palabras dejaban traslucir su resentimiento hacia Kenji, así que hizo una pausa para rectificar—. Quiero decir que no había vuelto.

Entonces se encogió de hombros, como si se diera cuenta por primera vez de que no volvería más. «Y eso que lo mataste tú», le dijo una voz en su interior, pero prefirió ignorarla.

—Sí, claro —intervino Kinugasa—. ¿Había sucedido antes?

—¿Que no volviera?

—Sí.

—No, nunca. A veces salía a beber y volvía cuando yo no estaba. Pero siempre hacía lo posible por volver a tiempo.

—La mayoría de hombres tienen compromisos —observó Kinugasa asintiendo con la cabeza—. Y a veces se echa el tiempo encima.

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