Paciente cero (46 page)

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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

BOOK: Paciente cero
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—¡Dios! —susurré.

—Dios no estaba allí ese día —dijo entre dientes con la voz más amarga que jamás había escuchado—. No soy una persona religiosa, Joe. La fe no se me da bien, no desde que enterré a Brian; pero si me hubiese quedado una esquirla de creencia o de fe, habría desaparecido aquel día. Se consumió por lo que ocurrió.

—Grace…, sabes que ni tú ni Church teníais otra opción, ¿verdad?

—¿Y se supone que eso me tiene que hacer sentir mejor? ¿En serio piensas que eso lo hace diferente para mí? Sabía que no teníamos ninguna otra opción y por eso tomamos la decisión que tomamos. Estamos perdiendo, Joe. Perdiendo. De repente, todo el entrenamiento, todo el poder que creíamos tener ha desaparecido. Nos ha fallado. Igual que la medicina y la fe le fallaron a Brian. Lo único que pudimos hacer fue apagar otro interruptor, desconectar más vidas porque no podíamos hacer otra cosa. —Las lágrimas ahora le caían sin parar, pero no se molestó en secárselas.

Me sonrió con la boca torcida.

»El caso es que… eso fue incluso peor que desconectar a mi bebé. Peor, ¿lo entiendes? Y después, ¿sabes qué sentimiento predominaba en mí? La culpa. No por tener que matar a toda esa gente. No, me sentí… me sentí culpable porque ese era el peor momento de mi vida. Probablemente siempre lo será. Así que en cierto modo siento que he traicionado o quizás abandonado a mi bebé porque lo que está ocurriendo ahora es más grande e incluso peor que aquello. Me siento como si estuviese perdiendo a Brian otra vez. Esta vez para siempre. Joder, me duele tanto…

De repente su voz se desintegró en terribles sollozos y dejó caer la botella para cubrirse el rostro con ambas manos. Yo me puse de pie y llegué junto a ella antes de que la botella dejase de rodar. La agarré por los brazos y la llevé hacia mí, levantándola de la silla, pegándola a mi pecho. El sonido de sus sollozos me atravesó la piel hasta llegarme al corazón. La acerqué a mí, a esta mujer enfadada, a esta soldado amargada, y le besé el pelo, manteniéndola tan cerca de mí y tan segura como me era posible.

Ella lloró durante mucho tiempo.

La llevé a la cama y ambos nos tumbamos, ella con el rostro enterrado en mi pecho, empapándome la camiseta con sus lágrimas. Tenía la cara caliente, como si tuviese fiebre. Puede que dijese algo, alguna tontería, pero no me acuerdo. Su cuerpo se retorcía y sufría espasmos mientras lloraba hasta que, lentamente, poco a poco, la tormenta empezó a calmarse. Sus brazos me envolvían y sus dedos estaban enredados en mi camiseta. La tensión se fue suavizando poquito a poco.

Permanecimos allí tumbados durante un buen rato y luego sentí el cambio en ella a medida que la tensión pasaba de un desconsuelo total a la rareza de la consciencia. Estábamos tan cerca como dos amantes, pero ni en sus lágrimas ni en mi abrazo había nada remotamente sexual, ni siquiera en el hecho de que estuviésemos tumbados juntos. No al principio. Pero ahora se estaba apoderando de nosotros otro tipo de tensión al darnos cuenta de todos los puntos de contacto entre nosotros: los muslos entrelazados, las ingles inclinadas hacia delante, sus pechos contra mi torso, respiraciones calientes, el calor animal y el almizcle natural.

Hubo un momento en el que ambos deberíamos habernos despegado, haber hecho un par de bromas extrañas y retirarnos cada uno a una esquina del universo. Pero ese momento pasó.

Después de un minuto o dos, ella dijo en voz muy baja.

—No he venido aquí para esto.

—Lo sé.

—Es… bueno, no había nadie más. No puedo llamar al señor Church. No puedo hablarle de esto. No de esta manera.

—No.

—Y todavía no conozco al doctor Sanchez. No lo suficiente.

—Tampoco me conoces a mí.

—Sí —dijo con voz tranquila, con la frente anidada bajo mi barbilla—. Te conozco. Sé lo de Helen. Sé lo de tu madre. Has perdido mucho. Tanto como yo.

Yo asentí y ella lo notó.

—¿Te apetece hacerme el amor?

Yo me eché hacia atrás y la miré.

—Ahora no —dije. Al ver en su rostro que la había herido, sonreí y sacudí la cabeza—. Te has tomado dos cervezas, estás desconsolada, cansada y conmocionada. Tendría que ser el mayor cabrón del mundo para intentar aprovecharme de esa clase de vulnerabilidad.

Grace me miró durante bastante tiempo.

—Eres un hombre extraño, Joe Ledger. —Sacó una mano por el hueco que quedaba entre nuestros cuerpos y me tocó la cara—. Nunca pensé que serías bueno. No conmigo. Eres todo un caballero.

—Somos una especie en extinción… están acabando con nosotros uno a uno.

Ella se rió y luego apoyó la cabeza en mí.

—Gracias por escucharme, Joe.

Después de otro momento de silencio, dijo:

—Cuando estábamos en la planta te hice una pregunta, si habíamos detenido todo esto. ¿Era la última célula? ¿Hemos detenido el movimiento aquí en Estados Unidos o bien hemos quemado nuestro último cartucho?

—Es una mala pregunta para hacer a oscuras —dije mientras le acariciaba el pelo.

—El señor Church ha hablado con el presidente y con la FDA, la administración de alimentos y fármacos. Ya se han puesto en marcha para que las compañías farmacéuticas participen. El presidente dará una sesión a puerta cerrada en el Congreso en un par de días. Todos los recursos de Estados Unidos, Inglaterra y el resto de países aliados están volcados en esto ahora.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué sigo teniendo tanto miedo? —preguntó.

El silencio nos envolvió.

—Por la misma razón que yo —dije.

No dijo nada más y, después de un rato, su respiración adoptó un ritmo regular y lento. La besé en la cabeza y ella se apretó más contra mí y, poco después, se quedó dormida. Mucho más tarde, yo también me quedé dormido.

91

Almacén del DCM, Baltimore / Sábado, 4 de julio; 6.01 a. m.

Grace y yo disfrutamos de un tranquilo desayuno en el comedor antes de que amaneciese. Luego ella se fue a reunir a su equipo y yo hice una llamada. Esperaba despertar a Church y escucharlo cuando no estaba del todo centrado, pero respondió al primer tono. Este tío era un puto robot.

En lugar de saludar, preguntó:

—¿Hay algún problema?

—No, llamaba para hablar de lo de la Campana de la Libertad. ¿Sigue estando de acuerdo en que me lleve al equipo Eco a Filadelfia?

—Por supuesto —dijo como si insinuase que, de haber cambiado de opinión, habría tenido noticias suyas. Iba a costarme un poco acostumbrarme al flujo de comunicación con él. Estoy acostumbrado a mucha más burocracia—. He informado al presidente de nuestras preocupaciones acerca de la seguridad de la celebración y ha aprobado todas mis recomendaciones. El presidente convocará una sesión de emergencia a puerta cerrada en el Congreso, mañana. Todos los recursos de Estados Unidos, Inglaterra y el resto de los aliados se centrarán en esto.

Church describió brevemente los pasos que estaba adoptando para reforzar la seguridad en los veinte eventos principales del Cuatro de Julio en todo el país. Eso significaba movilizar a cientos de miles de policías y de militares y, aunque aquello tenía que ser una pesadilla de papeleo, Church parecía confiar en que podría hacerlo todo. Supongo que tener un sello del comandante en jefe hacía que los culos que necesitaba se moviesen más rápido. Punto para Church.

—Mi pregunta —dije cuando hubo terminado— es ¿cuál será nuestro estatus real en Filadelfia? Quiero decir que no podemos enseñar placas del DCM, ¿verdad?

—No tenemos placas —dijo—. Ya hablé de esto con el presidente y he obtenido una autorización para que el equipo Eco actúe como un destacamento especial del Servicio Secreto. ¿Está familiarizado con sus protocolos?

—Puedo fingir que sí.

—Anoche llamé a un amigo que tengo en la industria textil y a las seis y media debería llegar ropa apropiada. Hemos recibido por mensajería las identificaciones y el sargento Dietrich ya las tiene.

—No le gusta perder el tiempo, ¿verdad?

—No —dijo, y luego colgó.

Sonreí y sacudí la cabeza. Así que esto era lo que significaba jugar en primera división.

Encontré a Dietrich y me dio el material que Church había enviado. Identificaciones para todos además de un conjunto de notas detalladas de Church que incluían los nombres y números de las personas que teníamos planeado entrevistar.

Encontré a Grace en el tráiler de informática. Le hablé de mi llamada a Church.

—¿Cómo es que tiene tanto poder sobre el presidente? Quiero decir… ¿quién es Church?

Grace sacudió la cabeza.

—Durante los últimos años he escuchado cosas aquí y allá que sustentan la teoría de que tiene información confidencial de mucha gente de Washington.

—¿Información confidencial? ¿Estás hablando de… chantaje?

—Creo que literalmente sabe dónde están enterrados todos los cuerpos, como se suele decir. Tiene influencia sobre mucha gente poderosa y la utiliza para obtener lo que quiere.

—Suerte que está de nuestro lado. —Hice una pausa—. Porque está de nuestro lado, ¿verdad?

—Dios, espero que sí.

—¿De dónde sacaría toda esa basura?

—Puedo imaginarlo —dijo arqueando una ceja y señaló con la cabeza el complejo dispositivo de terminales informáticos que llenaban la sala.

—¿Del MindReader?

Ella se encogió de hombros.

—Tiene sentido. Se le da genial hurgar en los asuntos de los demás sin dejar rastro de que ha pasado por allí. Esa es una de sus principales y más peligrosas características. Con el MindReader puede colarse en el Pentágono, leer los archivos que quiera y luego salir sin dejar la habitual firma. Le he visto hacerlo.

—Fíjate tú. —Miré el ordenador como si fuese la lámpara de Aladino—. ¿Has oído alguna vez la expresión «Si eso cayese en las manos equivocadas sería el fin del mundo libre»? Bueno, pues eso se podría aplicar aquí.

—Ya lo creo. Solo hay un puñado de personas en el mundo que tienen acceso a él y Church tiene que darnos acceso personalmente a través de su router central para que podamos conectarnos cada día. No es broma, y aunque el MindReader no deja rastro en otros ordenadores, todas las búsquedas y las operaciones quedan registradas en su disco duro.

—Entonces es cierto eso de que el Gran Hermano siempre te está mirando —dije meditabundo.

—Todo el tiempo.

—¿Ese hombre duerme alguna vez?

—Jesús, ni siquiera lo he visto bostezar. Creo que es un ciborg.

—Llegados a este punto, no me sorprendería. Quizá esos barquillos de vainilla lleven algo dentro.

Grace cogió una copia impresa.

—Estos son los nombres de los directores de agencias que han enviado personal al DCM. Casi la mitad de ellos estarán en Filadelfia hoy para el evento de la Campana de la Libertad, bien como invitados o trabajando. Además, la primera dama, la esposa del vicepresidente, las esposas de cincuenta congresistas y más de cien miembros del Congreso asistirán al evento, habrá una mezcolanza de seguridad. La mayoría de los jefes estarán allí para asegurarse de que sus propios indios no le arranquen la cabellera a nadie importante.

—Lo sé, en un principio me habían asignado al destacamento presidencial. ¿Cómo nos ayuda esto?

—El presidente, a instancia del señor Church, se ha puesto en contacto con cada uno de estos directores para que se pongan a nuestra disposición. Podemos fijar reuniones y podemos entrevistarlos personalmente.

—¿Durante un evento tan importante? —dije con los ojos fuera de órbita.

—Bueno, tendremos que elegir el momento —reconoció.

Yo me mostré escéptico.

—Todo eso está muy bien, pero ¿cómo podemos entrevistarlos con todos esos discursos y mítines que habrá?

—La reinauguración solo dura dos horas.

—Buena observación —dije—. Ensillemos el caballo y en marcha.

92

El Mujahid / Motel Motorways / 4 de julio

El Guerrero estaba sentado al borde de la cama en pantalones de algodón y camiseta de tirantes, vestimenta que dejaba al descubierto sus enormes hombros, su cuello de toro y los músculos fibrosos de sus brazos. Se había quitado la venda, para dejar que sus invitados examinasen su rostro, y la marca del cuchillo era una línea de color rojo vivo rodeada de cardenales negros y púrpuras.

Los dos hombres se sentaron en el sofá y lo observaron. Ahmed, el hermano de Amirah, estaba a la izquierda y su rostro mostraba preocupación por su cuñado. Junto a él había un joven negro con gafas metálicas y un kufi de punto sobre un cortísimo cabello. Su nombre era Saleem Mohammad, pero había nacido como John Norman hacía veintiséis años al oeste de Filadelfia. Había hecho un máster en Bellas Artes de teatro de la Universidad de Temple, donde se especializó en maquillaje escénico y diseño de vestuario. Después de graduarse, trabajó durante dos años en Broadway, pero hacía dieciocho meses conoció al mulá afroamericano que lo introdujo primero en las enseñanzas de Mahoma y, luego, en las enseñanzas más radicales de El Mujahid. Saleem estaba totalmente cautivado y durante meses pasó lentamente de un estudio del Corán a un estudio mucho más especializado de la política fundamentalista. Años de ira reprimida estallaron de pronto al ver las cintas de las diatribas de El Mujahid sobre la interferencia de Occidente en la cultura y la religión de Oriente Próximo. A diferencia de muchos otros compañeros conversos a la fe, Saleem estaba totalmente preparado para aceptar la creencia de que las medidas extremas, a veces, eran necesarias para proteger a los seguidores del Dios único y verdadero. Saleem parecía un artista, y realmente lo era, pero en su pecho latía el corazón de un soldado de la fe.

Al verlo sentado allí en el sofá, a El Mujahid le pareció muy joven, pero el Guerrero podía ver un fuego que le era familiar en los ojos de Saleem. Aquello le agradó. Al Guerrero le divertía el joven, pero también se sentía orgulloso de él, de la profundidad de su convicción. Durante casi una hora charlaron sobre las Escrituras y rezaron todos juntos. Una vez recogieron sus alfombras de rezo, se sentaron y hablaron. El Mujahid se había quitado la camisa y las vendas para que Saleem pudiese verle mejor las heridas.

—¿Puedes hacerlo? —preguntó el Guerrero.

—Sí. Lo que quieres hacer es… fácil. Quiero decir que no tiene mayor dificultad. —Saleem miró a Ahmed—. Pensé que habías dicho que querías que hiciese algo difícil.

Ahmed sacudió la cabeza.

—Dije que quería que hicieses algo importante.

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