—Pero si yo no le amo.
—Ya sé que no le amas. ¿No lo he dicho? Ni él te ama tampoco. Pero ¿te amará nadie nunca ni tú amarás a nadie si sigues así? ¿Cómo ha de acudir a ti el amor, si le oseas cual si fuese pájaro de mal agüero?
Inesita casi se sintió vencida. Su hermana siguió haciendo tan sabias y profundas reflexiones, que la chica vino a alucinarse y a imaginar que el coqueteo, dentro de ciertos límites, era un deber al que estaba faltando. Inesita prometió, pues, seguir los consejos de su hermana hasta donde, sin violentarse, le fuera posible, y ser un poquito coqueta, con dignidad y con el arte que iría aprendiendo.
Doña Beatriz dio por cierto que a la noche siguiente, en el Buen Retiro, hallarían al Condesito, serían perseguidas por él y habría ocasión de que Inesita mostrase su aptitud, no probada aún, para la coquetería.
Según doña Beatriz, todo el papel de Inesita, en la noche siguiente, debía limitarse a decir con los ojos, por estilo vago y claro sin embargo, con tal arte que pareciese la frase irreflexiva y espontánea, con impecable pureza y sencillez de intención, y sin prometer nada que pasase de amistad: «Me es V. simpático, aunque deploro que sea V. un tanto cuanto fatuo. Me alegraré de tratar a V., mas para ello quiero que sea V. menos presumido y más comedido, y que se haga presentar, como la buena sociedad exige, y de modo que no choque».
Inesita sostenía que con los ojos era imposible enjaretar tan larga perorata. Doña Beatriz, por el contrario, aseguraba que con los ojos se decía todo sin dificultad alguna.
En esta cuestión estaban, cuando llamó a la puerta D. Braulio y entró luego en el cuarto, interrumpiendo a las dos hermanas.
El hombre era según se le habían descrito al Conde de Alhedin: flaco, calvo, pequeño de cuerpo, nada bonito; y, aunque sólo tenía 45 años, parecía tener 10 más, porque el trabajo, los cuidados y los disgustos le habían envejecido. Estaba vestido con limpieza y sencillez. Su rostro moreno tenía admirable expresión de bondad y de inteligencia. Sus ojos negros, única cosa bella que había en él, brillaban a cada mirada con luz viva y penetrante. Sus mejillas hundidas estaban surcadas de arrugas; pero en su boca, más bien grande que pequeña, había firmeza y brío, y sus labios delgados se plegaban con gracia, prestando animación a toda la fisonomía y dejando ver dos hileras de dientes blancos, sanos y bien puestos. La nariz de D. Braulio, aunque no deforme, era un si es no es acaballada o de pico de loro.
Don Braulio venía muy fatigado, y a las pocas palabras que habló con las mujeres pensaron todos en retirarse a dormir.
La primera que salió de la sala fue doña Beatriz.
Don Braulio quedó un momento solo con Inesita. Acercose entonces a ella y le dijo en voz baja:
—Inés, tengo que cumplir con una comisión que para ti me han dado. Toma esta carta, guárdala y léela con detención y reposo. El que la escribe exige que no hables con nadie de la carta sino conmigo, si quieres. Hasta para tu hermana ha de ser un secreto. ¿Lo entiendes? Hay además otra condición extraña. La contestación que has de dar no se te admite hasta dentro de un mes, y se te suplica al mismo tiempo que no retardes el darla más de cuatro meses.
Don Braulio, dicho esto, puso la carta en manos de Inesita, y se fue por donde su mujer había ido, sin aguardar a que Inesita leyese la carta o le hiciese alguna pregunta sobre ella. Parecía que D. Braulio deseaba también que Inesita meditase con sosiego, antes de hablarla del importante negocio de que sin duda la carta trataba.
Apenas Inesita se quedó sola, miró el sobrescrito de la carta, y, sin emoción, casi sin curiosidad, al menos perceptible, iba a abrirla y a leerla, cuando apareció en escena un nuevo personaje, que hizo que la muchacha se guardase precipitadamente la carta en el bolsillo.
Este nuevo personaje era el ama Teresa. Llamábanla ama, no porque jamás lo hubiera sido de cría, sino porque había sido ama de gobierno del señor cura. Estaba ya más cerca de los 60 que de los 50 años, y había cuidado con grande esmero y cariño de Beatriz y de Inés, desde que ellas habían quedado huérfanas. A las dos las quería mucho; pero como había cuidado a Inesita desde más niña, y como Inesita seguía soltera, tenía con ella mayor familiaridad y confianza.
Por extraña alucinación, más frecuente de lo que se piensa, el ama, como si los años hubieran pasado en balde o no hubieran pasado, no veía en Inesita a la mujer ya formada, sino a la niña pequeñuela que había mimado tanto.
Seguía, pues, mimándola y tratándola como si Inesita tuviera cinco o seis años. Sus acciones con relación a Inesita se resentían de dicha alucinación; pero en sus discursos, cuando hablaba con ella, había una combinación graciosa de los mimos e inocentadas con que se habla a las criaturitas, y de los esfuerzos de ingenio y de estudiada discreción con que las personas ignorantes y rudas procuran nivelarse con aquellas de cuyo saber e inteligencia han formado el concepto más ventajoso.
En cuanto tenía o creía tener por experiencia alguna superioridad, el ama hablaba a Inesita con dulce imperio, mientras que en negocios de más alta trascendencia, en lo que iba más allá de lo material y presuponía cierta cultura del espíritu, el ama se dirigía a Inesita con respeto profundo y con el afán de ponerse a su altura. Por lo demás, el ama se complacía en discretear con Inesita, en contarle sus impresiones y en buscar modo de poder decir que discurría como ella; que su espíritu y el de Inesita estaban en completa consonancia.
—Vamos —dijo el ama—; ¿qué haces aquí tonteando? Ven a acostarte. Nada es más dañino para la salud que esta pícara usanza de Madrid de hacer del día noche y de la noche día.
—Ya voy —contestó Inés.
Y siguió al ama, que la acompañaba siempre, la ayudaba a desnudarse, como a vestirse, y nunca se apartaba de ella por la noche hasta dejarla en la cama.
El cuarto de dormir de Inés estaba puesto con singular esmero y limpieza. Sobre la cómoda, en una urna de vidrio, se veía un San Antonio de Padua, de bulto, hecho de barro cocido y pintado por no vulgar artista. El joven Santo, gloria de Lisboa, era muy lindo de cara, tenía buenos colores, como si la vida penitente no le hiciese mella por la gracia de Dios, y se mostraba alegre y extasiado, mirando al Niño Jesús, el cual estaba en sus brazos y le prodigaba mil regalados favores.
La pobre cama de Inesita, las tres sillas que tenía, y un pequeño velador, sobre el cual había recado de escribir, eran la pulcritud misma. Completaba el mueblaje un armario de pino con puertas vidrieras, dentro del cual había varios libros y no pocas curiosidades y primores de casi ningún valor; pero que allí estaban custodiados como si fueran los más portentosos objetos de arte. Allí aparecían, colocados en buen orden, los reyes magos y algunos pastores y zagalas de un antiguo nacimiento, un ángel, dos muñecas vestidas con mucho aseo, y varias cajitas y otros juguetillos, que daban testimonio de lo cuidadosa y guardadora que era su hermoso dueño.
La ropa blanca de Inesita estaba en la cómoda, y los vestidos y demás galas se conservaban en un cuartucho oscuro, inmediato a la alcoba, donde había perchas, y donde los cubrían algunas colchas viejas de indiana y de coco.
Lo primero que hizo Inesita fue esconder la carta con el mayor disimulo entre la almohada de su cama y la funda. Luego dejó reposadamente que el ama la ayudara a desnudarse, lo cual fue obra de pocos minutos. Y quedó al fin en la cama, con el pelo, no recogido en red ni en cofia, sino suelto en rica y dorada madeja.
Dijo Inesita que no tenía ganas de dormir y rogó al ama que le dejase luz para leer en un libro devoto durante media hora siquiera. El ama, aunque a regañadientes, tuvo que aproximar a la cama el veladorcillo y dejar en él encendida una vela.
Durante todo esto no estaba ociosa la lengua del ama. Inesita casi respondía siempre por monosílabos, deseosa de que terminase la charla y de quedarse sola; pero el ama estaba en vena aquella noche y no acababa con sus reflexiones y discursos.
Entre otras cosas decía:
—Hija, no se me alcanza el gusto que puedan tener tu hermana y su marido en vivir en este laberinto de la corte. ¡Cuánto mejor estábamos en nuestro pueblo! Verdad es que allí el sueldo era más ruin; pero… si allí con una peseta se hace más que aquí con un duro… Yo, lo confieso, me ahogo en estos tabuquillos y chiribitiles en que vivimos. ¡Cuánto echo de menos aquellos patios, aquellos corralones de mi tierra! ¡En la cocina del señor cura cabía toda esta habitación y sobraba sitio! ¡Y luego… vivir tan altos… tan encaramados! ¡Vaya si hay escalones hasta llegar aquí! Y no es esto lo peor. Lo peor es el poco o ningún caso que aquí le hacen a una. Todavía no tengo en Madrid persona con quien hablar. Allá en el pueblo, ¡qué delicia! Salía yo a la calle y no había perro ni gato que no me dijese: Dios guarde a su merced: adiós, ama Teresa: ¿cómo lo pasa usted, señora?, y otras cosas por el estilo. Aquí no hay un alma que me dirija la palabra y me dé los buenos días. Luego todo está carísimo: se come oro: o es menester ponerse a dieta o gastar en comer cuanto dinero hay. Dentro de poco empezarán los zorzales, y en nuestra tierra llegan a ponerse hasta a cinco cuartos el par. Ve tú a comerte aquí dos zorzales tan gordos como aquellos. Ya, ya… trabajo te mando… Sobre que no los hay… Y toma… Si los hubiera, costarían un ojo de la cara. ¡Pues a fe que te gustaban a ti poco los zorzales! ¿Y las anguilas? ¿Y las ancas de rana? Nada de esto está por aquí a nuestros alcances, sino cuando repican recio.
—No seas golosa, ama; no seas golosa; no te acuerdes tanto de las ollas de Egipto, como decía el señor cura, quien te solía reprender por ese vicio de la gula —dijo Inesita riendo.
—No es gula, ingrata. Yo me lamento por ti y no por mí. A mí me basta con un plato de alboronía o con un gazpacho. Por otra parte, yo no me duelo sólo de la comida, sino también de otras cosas. Y me duelo con razón. Y si no, seamos francas… ¿Crees tú que es tan fácil que en Madrid te salte un buen novio?
—Déjalo…, que no me salte. Si yo no estoy impaciente por tener novio.
—Pues, ¿qué quieres tener? ¿Qué diablos han de tener las muchachas?
—Nada, mujer; nada…
—No, señorita; es menester que salte un buen novio y casarse. Tu hermana es excelente, tu cuñado es un santo, pero no has de vivir toda la vida con ellos y medio a expensas de ellos.
Inesita exhaló un suspiro, y el ama prosiguió.
—En el pueblo, para ti que eres una real moza, ¿cómo había de faltar algún rico hacendado, algún propietario o labrador con el riñón bien cubierto, que aspirase a tu mano? Pero aquí me parece difícil. Los ricos andan embaucados con las marquesas y con las duquesas o con mil tunantas de mala ralea que los explotan. ¿Qué es lo que queda para señoritas pobres como tú? Nada…, el apodo de cursis que suelen prodigaros…, y algún Don Líquido degollante, con más hambre que vergüenza y con más trampas que medios de ganarse la vida.
—¿Quién sabe, ama? —contestó Inesita—. No te apures tanto por mí. Dios proveerá. Adiós y déjame ya sola.
El ama no tuvo más remedio que irse. Besó a su niña, y recomendándole que apagase pronto la luz y se durmiese, se salió del cuarto, cerrando cuidadosamente la puerta.
No bien quedó Inesita en la soledad, sacó del escondite la carta, y leyó lo siguiente:
«Mi apreciable señorita y querida amiga: A pesar del respeto con que siempre he tratado a V., no dejará V. de haber notado el cariño más que fraternal que desde que era V. niña le profeso. La diferencia de clase que hay entre V. y yo, y la escasez de mis bienes de fortuna, no me dieron nunca ánimo, mientras estuvo usted aquí, ni para soñar siquiera que podría yo pretender a V. a fin de que hiciese mi dicha, aceptando mi mano. Desde que V. falta de este pueblo, Dios me ha favorecido, bendiciendo mi trabajo y desvelo, y cuento ya con rentas y medios para vivir aquí con familia, casi tan bien como los más pudientes. Este cambio o mejora en mi posición y la consideración de que su hermana de V. tomó por marido a un hombre honrado y pobre, y de que V. no ha de ser ni más ambiciosa ni más exigente que ella, me dan al cabo el atrevimiento que me ha faltado hasta el día, y me llevan a declararle que la quiero de amor y que sería yo el más dichoso de los hombres si V. me correspondiese.
»Conozco la nobleza y generosidad del corazón de V., y sé que jamás se casará V. por mero cálculo; pero no soy tampoco tan irreflexivamente entusiasta que no entienda que al dar paso tan importante como el de ligarse para siempre y formar una familia, no deban consultarse, pesarse y medirse las dificultades que ofrece la vida, y los recursos que hay para vencerlas. Por esto último, digo a V. con franqueza, sin creer que en ello la ofendo, que tengo hoy bastantes bienes. De lo que poseo podrá informar a V. circunstanciadamente su cuñado y amigo mío D. Braulio.
»En cuanto a mi persona, V. me conoce y decidirá. Sé que no la merezco a V., pero el amor me hace atrevido, y de él imploro que me preste los merecimientos que me faltan.
»No quiero que V. se decida de repente, sino después de examen muy detenido, a fin de que no tenga que arrepentirse de una ligereza. La vida de Madrid debe tener extraordinarios atractivos para las jóvenes. Quiero que vea usted a Madrid, y que conozca y aprecie todos esos atractivos, a fin de que renuncie a ellos, sabiendo lo que renuncia, cuando me dé un sí, si por dicha me le da. Si V. uniese su suerte a la mía, sería aquí respetada y amada; la rodearía yo de todo aquello que pudiera serle grato, hasta donde el bienestar y la cultura de estos lugares lo consienten; pero tendría V. que desistir de toda idea de volver, como no fuese de paso, a las grandes ciudades. Mi ambición y todos los planes de mi vida están cifrados en cuidar de mi caudal y en hacerle mayor en este pueblo, donde quiero que vivan también mis hijos, si Dios me los concede. Por esto pongo un plazo a la contestación que deseo, y suplico a V. que no me la dé precipitada. Mi impaciencia es grande, pero sé refrenar mi impaciencia cuando se trata de mi felicidad de toda la vida, y sobre todo de la de V., que me es mil veces más cara.
»Tengo un capricho, y le llamo capricho porque sería prolijo exponer aquí las razones en que se funda: tengo el capricho de que usted, con plena libertad, sin que nadie influya con sus consejos en favor o en contra, decida de mi suerte, desdeñándome o favoreciéndome.
»Así, pues, esta declaración mía es un secreto para todos, incluso para su señora hermana de V., doña Beatriz. Sólo D. Braulio sabe el paso que doy; pero D. Braulio me ha prometido no abogar por mí y se limitará a dar a V. los informes que V. pida.