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Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

Patriotas (3 page)

BOOK: Patriotas
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El dólar se derrumbó a causa de la Corporación Federal de Seguros de Depósitos. Habían prometido que todos los seguros estaban asegurados a doscientos mil dólares. Cuando comenzó la retirada masiva de los depósitos en los bancos, el gobierno tuvo que cumplir lo prometido. La única forma de hacerlo era acuñar más dinero, grandes cantidades de dinero. Debido a los sucesivos cambios en las imágenes que habían comenzado en 1996, muchos estadounidenses se mostraban recelosos ante los billetes de la Reserva Federal.

Al papel moneda le pasaba algo raro, daba la impresión de que se trataba de una falsificación. Y en esencia, así era. Desde el año 1964, la moneda no contaba con el respaldo de su valor en metales preciosos. Detrás no había más que promesas vacías. Los rumores sugerían, y luego estos rumores eran confirmados por las noticias, que las casas de la moneda estaban transformando algunas de sus prensas. Las que estaban diseñadas originalmente para imprimir billetes de un dólar eran modificadas para la impresión de billetes de cincuenta y de cien dólares. Todo esto hizo aumentar las suspicacias.

Con las prensas trabajando día y noche acuñando dinero por decreto, la hiperinflación era algo inevitable. La inflación pasó del dieciséis al treinta y cinco por ciento en cuestión de tres días. Después dio varias subidas a lo largo de las jornadas siguientes: sesenta y dos por ciento, ciento diez por ciento, trescientos quince por ciento, hasta llegar después a la increíble cifra del dos mil cien por ciento. La debacle que sufrió la moneda recordaba a la que había tenido lugar en Zimbabue unos años antes. A partir de entonces, el valor del dólar era calculado cada hora y pasó a convertirse en el tema de todas las conversaciones. Mientras el calor infernal de la hiperinflación marchitaba el dólar, la gente cambiaba a toda prisa su dinero por coches, muebles, electrodomésticos, herramientas, monedas raras, cualquier cosa que tuviese un valor tangible. Esto provocó un sobrecalentamiento de la economía y condujo a una situación que tenía muchos paralelismos con la que se vivió en la Alemania de la república de Weimar en la década de 1920. Cada vez más papeles servían para conseguir menos productos.

Con una economía sobrecalentada, el gobierno no podía hacer nada para controlar la disparada inflación, a menos que diese la orden de detener las prensas. Pero eso tampoco era posible, ya que los ahorradores seguían acudiendo a los bancos a sacar todos sus ahorros. Un tertuliano en un programa de radio describió la situación como «una serpiente que se muerde la cola». Los burócratas de Washington D. C. no podían hacer nada aparte de quedarse mirando. Décadas atrás, ellos mismos habían plantado la semilla al aumentar el déficit: ahora estaban recogiendo la tempestad. Los trabajadores que todavía mantenían su empleo entendieron rápidamente lo que significaba la descomunal inflación. Exigieron que sus salarios se ajustaran diariamente a la tasa de inflación, y en algunos casos exigieron que se les pagara por días.

En dos semanas, los ciudadanos que tenían unos ingresos fijos fueron barridos, económicamente hablando, por la hiperinflación. En este grupo estaban incluidos los pensionistas y también los que cobraban la prestación por desempleo u otros subsidios de carácter social. Muy pocos podían permitirse comprar un bote de judías cuando este pasó a costar ciento cincuenta dólares. Los tumultos empezaron poco después de que la inflación se desbocara y superara la marca del mil por ciento. Detroit, Nueva York y Los Ángeles fueron las primeras ciudades en presenciar saqueos y disturbios a gran escala. Poco después, la mayor parte de las grandes ciudades fueron engullidas por las revueltas.

Cuando el índice Dow Jones perdió mil novecientos puntos, Todd Gray llevó a cabo varias llamadas para movilizar a los seis miembros del grupo de refugio que vivían todavía en la zona alrededor de Chicago. A continuación, envió varias circulares por correo electrónico. No era necesario llamar a Kevin Lendel. Hacía tres noches que iba a su casa a cenar y se quedaba luego un buen rato conversando. La mayoría de los integrantes del grupo estuvieron de acuerdo en trasladarse a la casa de los Gray en Idaho lo más pronto posible.

Los únicos que expusieron sus dudas fueron los Layton y Dan Fong. Cuando Todd había llamado a Dan la primera vez, antes de volver de su reunión con la compañía contable, Dan había escuchado toda la perorata y luego había contestado:

—Sí, Todd, pero ¿recuerdas lo que hiciste después de los ataques del 11 de septiembre? Te pusiste hecho un basilisco. Montaste un pollo enorme y al final el cielo no cayó sobre nuestras cabezas. Me acuerdo de la reunión de emergencia que tuvimos en casa de T. K. Te había entrado el pánico. Durante la reunión tenías a Mary preparando cargadores. ¿Cómo sabes ahora que esta no es otra falsa alarma?

Las dudas que Dan albergaba se desvanecieron pocos días después cuando, de camino al trabajo, tuvo que reducir la velocidad al ver una cola de gente que daba la vuelta a una manzana. La cola era para acceder al banco First Chicago en la avenida Columbus.

—Vaya tela —dijo en voz alta—. Son las seis de la mañana y ya están haciendo cola. Parece que esto va en serio. —Dan recordó que las colas frente a las oficinas bancarias eran una de las «señales de advertencia» que Todd había mencionado.

Al doblar la esquina, Dan no pudo evitar detenerse y quedarse boquiabierto. Un hombre estaba destrozando un cajero automático con una barra de hierro. El cajero no tenía dinero o el banco lo había desconectado. Cuando Dan se marchó de allí, el hombre seguía descargando toda su rabia contra el cajero. Ese mismo día empezaron las compras masivas de alimentos. Tras tres días de pánico, los estantes de los supermercados de todo el país se quedaron desiertos.

El último día del mes de octubre los Gray descubrieron que su teléfono, aunque seguía funcionando, solo podía hacer llamadas locales. Al intentar llamar a algún número más lejano, saltaba un mensaje grabado de «todos las líneas están ocupadas» que se repetía una y otra vez a cualquier hora del día o de la noche. Al día siguiente, un mensaje anunció que «todas las líneas serían reanudadas en breve». Dos días más tarde, la línea no daba señal.

A principios de noviembre, en la mayor parte de las grandes ciudades de Estados Unidos había desórdenes callejeros y saqueos. A causa de las revueltas y del pánico financiero, las elecciones que iban a tener lugar en noviembre se prorrogaron provisionalmente a enero, si bien nunca llegarían a celebrarse. Las revueltas callejeras se volvieron tan habituales que en los noticiarios se daba una lista de los lugares en los que había disturbios con la misma naturalidad que si se tratase de la información del tráfico. La policía no tenía el más mínimo control sobre la situación. Las autoridades de la mayoría de los estados convocaron a la Guardia Nacional, pero se presentaron menos de la mitad de los efectivos. En un momento como ese, en que la ley y el orden se estaban desmoronando, la mayoría optó por quedarse a proteger a su propia familia antes que responder al llamamiento. Tres días después, una convocatoria de emergencia a los militares en la reserva tuvo una respuesta todavía menor. A todo lo largo y ancho de Estados Unidos, muchos barrios situados en el extrarradio de las ciudades eran consumidos por las llamas. Nada ni nadie podía detenerlo. En las pocas ocasiones en que la Guardia Nacional fue capaz de intentar contener los disturbios, se produjeron matanzas al lado de las cuales los sucesos de la Universidad Estatal de Kent no pasaban de ser un mero tiroteo.

Muchas fábricas cercanas a las zonas donde se producían los disturbios anunciaron cierres temporales para garantizar la seguridad de los trabajadores, pero ya nunca volvieron a abrir sus puertas. El resto continuaron durante unos cuantos días más, hasta que tuvieron que detener su actividad debido a los fallos en el transporte. La mayor parte del transporte de mercancías en los albores del siglo XXI se llevaba a cabo con camiones diesel de dieciocho ruedas que circulaban por la red de autovías interestatales. Hubo varias razones que obligaron a los camiones a detenerse: la primera fue la falta de combustible, luego llegó la marea de refugiados procedentes de las ciudades que inundaron las carreteras, y luego los coches abandonados sin gasolina que dificultaban la circulación.

Al quedarse sin combustible, los coches bloquearon muchos cruces, puentes y pasos elevados. Algunas de las carreteras que atravesaban las zonas urbanas se convirtieron en embotellamientos completamente paralizados. El tráfico se detuvo, los coches bloqueados empezaron a quedarse sin gasolina y ya nunca volvieron a reanudar la marcha. En algunos lugares, los vehículos podían maniobrar y dar la vuelta, pero en la mayoría de los casos no tuvieron esa suerte. El tráfico era tan denso que los conductores se veían obligados a abandonar los coches y salir de allí andando.

Al poco tiempo, las grandes ciudades de Estados Unidos fueron presas de una vorágine de robos, asesinatos, incendios provocados, saqueos y violaciones. En las zonas tradicionalmente más deprimidas, el fenómeno tuvo especial virulencia. Por desgracia, la mayoría de las autovías interestatales habían sido construidas a muy poca distancia de los barrios más conflictivos. No se puede culpar de esta circunstancia a los responsables del diseño del sistema de carreteras en las décadas de 1940 y 1950. En esa época, los centros de las ciudades estaban en pleno esplendor: eran el corazón de la industria, de la población, del comercio y de la riqueza. Lo más lógico era pensar que las carreteras debían situarse lo más cercanas posibles a estas zonas, y preferiblemente, atravesándolas. Los que las idearon no podían prever que al cabo de cincuenta años los centros de las ciudades serían un foco de pobreza, miseria, drogas y enfermedades, y que el crimen camparía a sus anchas.

El sistema ferroviario, que había sido motivo de orgullo y ejemplo de eficiencia, y que desde hacía mucho era víctima de la ineptitud del gobierno, no se mostró capaz de modificar la situación de la crisis en el transporte. En los tres decenios anteriores, la mayoría de las fábricas se construyeron cerca de carreteras y no de vías ferroviarias. Además, al igual que las autovías, muchas de las líneas férreas atravesaban zonas urbanas, de manera que los trenes corrían el mismo riesgo que los camiones. Las bandas de saqueadores descubrieron que no hacía falta poner grandes obstáculos para provocar que un tren se saliera de la vía. En tan solo unas horas eran capaces de extraer todo lo que había de valor en los trenes que descarrilaban.

Unas cuantas fábricas consiguieron seguir en funcionamiento hasta principios de noviembre. La mayoría había cerrado ya para entonces debido a la crisis de los mercados, del transporte o del dólar. En ciertos casos, a los trabajadores, en vez de con dinero, se les pagaba en especie: cada compañía les proporcionaba el producto que producía. Chevron Oil pagaba a sus operarios en gasolina, Winchester-Olin en munición.

Lo último fue la red de suministro eléctrico. Cuando la corriente dejó de fluir, las pocas fábricas y negocios que seguían todavía en funcionamiento tuvieron que cerrar. Prácticamente todas las industrias de Estados Unidos eran dependientes de la energía eléctrica. Los cortes de luz obligaron a clausurar las refinerías de petróleo. Hasta ese momento, estas habían trabajado día y noche para intentar cubrir la creciente demanda de combustibles líquidos. Aunque pueda resultar irónico, pese a que las refinerías procesaran combustible con billones de julios de energía, no eran luego capaces de producir por sí mismas la energía eléctrica necesaria para funcionar. Al igual que infinidad de industrias, las petrolíferas habían llegado a la errónea conclusión de que siempre podrían disponer de la red eléctrica. Por eso, precisaban de un suministro constante de electricidad para los ordenadores y para las válvulas solenoides.

Los cortes de luz tuvieron algunas consecuencias dramáticas. En una planta de aluminio cerca de Spokane, en Washington, el corte de energía se produjo a mitad de un turno de producción. Al quedar inactivos los elementos eléctricos responsables de mantener la temperatura, el aluminio fundido empezó a enfriarse en medio del proceso. Los operarios intentaron limpiar todas las partes del sistema que pudieron, pero el metal se endureció en muchas zonas y acabó destrozando la fábrica. En caso de que se quisiese volver a ponerla en funcionamiento, el aluminio endurecido habría de ser retirado con sopletes y martillos neumáticos.

La falta de electricidad también provocó el desastre en las cárceles de todo el país. Los funcionarios de prisiones consiguieron mantener el orden durante un tiempo; luego, el combustible de los generadores electrógenos se agotó: las autoridades no habían previsto un corte de luz que pudiese durar más de dos semanas. Las cámaras de seguridad dejaron de funcionar, al igual que las luces y las puertas con mecanismo de cierre electrónico. Al poco de irse la luz, estallaron los primeros motines.

Los funcionarios actuaron con celeridad para tratar de mantener la seguridad en las prisiones. Encerrados bajo condiciones muy restrictivas, a la mayoría de los reclusos se los confinó en sus celdas y solo se permitía salir a unos pocos para que cocinaran y repartieran la comida por los distintos barracones. En muchas cárceles, los funcionarios no pudieron controlar a la población reclusa y se produjeron fugas a gran escala. En otras, los guardias se dieron cuenta de que la situación solo podía ir a peor y tomaron la decisión de ir celda por celda disparando a los reclusos. Un número elevado de presos murió a manos de sus compañeros de presidio. Otros muchos lo hicieron debido a otras causas; principalmente deshidratación, inanición o asfixiados por inhalación de humo.

A pesar de los esfuerzos realizados por los funcionarios de prisiones, el ochenta por ciento del más de millón y medio de población reclusa logró escapar.

Un pequeño porcentaje de los fugitivos fue abatido por disparos de civiles. Los que sobrevivieron se deshicieron rápidamente de la vestimenta de la cárcel y se unieron a los sanguinarios grupos que merodeaban por los campos.

La depresión de carácter económico y el caos que paralizó Estados Unidos se contagiaron también al resto del mundo. Cada tarde, Todd y Mary Gray conectaban el receptor de onda corta Drake R8-A que Mary había encargado por correo el año anterior en el Ham Radio Outlet. Allí escuchaban cómo el mundo civilizado se desintegraba. Era como una especie de macabra forma de entretenimiento. En muchos casos, las emisoras de radio dejaban de emitir todas al mismo tiempo. A la primera, que fue Radio Sudáfrica, le siguieron la BBC, Radio Nederland y Radio Deutsche Welle.

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