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Mientras que ocurrían estas cosas en casa de Pepita, no estaba más alegre y sosegado en la suya el señor D. Luis de Vargas.
Su padre, que no dejaba casi ningún día de salir al campo a caballo, había querido llevarle en su compañía; pero D. Luis se había excusado con que le dolía la cabeza, y D. Pedro se fue sin él. D. Luis había pasado solo toda la mañana, entregado a sus melancólicos pensamientos y más firme que roca en su resolución de borrar de su alma la imagen de Pepita y de consagrarse a Dios por completo.
No se crea, con todo, que no amaba a la joven viuda. Ya hemos visto por las cartas la vehemencia de su pasión; pero él seguía enfrenándola con los mismos afectos piadosos y consideraciones elevadas de que en las cartas da larga muestra y que podemos omitir aquí para no pecar de prolijos.
Tal vez, si profundizamos con severidad en este negocio, notaremos que contra el amor de Pepita no luchaban sólo en el alma de D. Luis el voto hecho ya en su interior, aunque no confirmado, el amor de Dios, el respeto a su padre de quien no quería ser rival, y la vocación, en suma, que sentía por el sacerdocio. Había otros motivos de menos depurados quilates y de más baja ley.
D. Luis era pertinaz, era terco: tenía aquella condición que bien dirigida constituye lo que se llama firmeza de carácter, y nada había que le rebajase más a sus propios ojos que el variar de opinión y de conducta. El propósito de toda su vida, lo que había sostenido y declarado ante cuantas personas le trataban, su figura moral, en una palabra, que era ya la de un aspirante a santo, la de un hombre consagrado a Dios, la de un sujeto imbuido en las más sublimes filosofías religiosas, todo esto no podía caer por tierra sin gran mengua de D. Luis, como caería, si se dejase llevar del amor de Pepita Jiménez. Aunque el precio era sin comparación mucho más subido, a D. Luis se le figuraba, que si cedía iba a remedar a Esaú y a vender su primogenitura, y a deslustrar su gloria.
Por lo general, los hombres solemos ser juguete de las circunstancias; nos dejamos llevar de la corriente y no nos dirigimos sin vacilar a un punto. No elegimos papel, sino tomamos y hacemos el que nos toca; el que la ciega fortuna nos depara. La profesión, el partido político, la vida entera de muchos hombres pende de casos fortuitos, de lo eventual, de lo caprichoso y no esperado de la suerte.
Contra esto se rebelaba el orgullo de don Luis con titánica pujanza. ¿Qué se diría de él, y sobre todo qué pensaría él de sí mismo, si el ideal de su vida, el hombre nuevo que había creado en su alma, si todos sus planes de virtud, de honra y hasta de santa ambición, se desvaneciesen en un instante, se derritiesen al calor de una mirada, por la llama fugitiva de unos lindos ojos, como la escarcha se derrite con el rayo débil aún del sol matutino?
Estas y otras razones de un orden egoísta militaban también contra la viuda, a par de las razones legítimas y de sustancia; pero todas las razones se revestían del mismo hábito religioso, de manera que el propio D. Luis no acertaba a reconocerlas y distinguirlas, creyendo amor de Dios, no sólo lo que era amor de Dios, sino asimismo el amor propio. Recordaba, por ejemplo, las vidas de muchos santos, que habían resistido tentaciones mayores que las suyas, y no quería ser menos que ellos. Y recordaba, sobre todo, aquella entereza de san Juan Crisóstomo, que supo desestimar los halagos de una madre amorosa y buena, y su llanto y sus quejas dulcísimas y todas las elocuentes y sentidas palabras que le dijo para que no la abandonase y se hiciese sacerdote, llevándole para ello a su propia alcoba y haciéndole sentar junto a la cama en que le había parido. Y después de fijar en esto la consideración, D. Luis no se sufría a sí propio en no menospreciar las súplicas de una mujer extraña, a quien hacía tan poco tiempo que conocía, y el vacilar aún entre su deber y el atractivo de una joven, tal vez más que enamorada, coqueta.
Pensaba luego D. Luis en la alteza soberana de la dignidad del sacerdocio a que estaba llamado, y la veía por cima de todas las instituciones y de las míseras coronas de la tierra: porque no ha sido hombre mortal, ni capricho del voluble y servil populacho, ni irrupción o avenida de gente bárbara; ni violencia de amotinadas huestes movidas de la codicia, ni ángel, ni arcángel, ni potestad criada, sino el mismo Paráclito quien la ha fundado. ¿Cómo por el liviano incentivo de una mozuela, por una lagrimilla quizás mentida, despreciar esa dignidad augusta, esa potestad que Dios no concedió ni a los arcángeles que están más cerca de su trono? ¿Cómo bajar a confundirse entre la obscura plebe, y ser uno del rebaño, cuando ya soñaba ser pastor, atando y desatando en la tierra para que Dios ate y desate en el cielo, y perdonando los pecados, regenerando a las gentes por el agua y por el espíritu, adoctrinándolas en nombre de una autoridad infalible, dictando sentencias que el Señor de las Alturas ratifica luego y confirma, siendo iniciador y agente de tremendos misterios, inasequibles a la razón humana, y haciendo descender del cielo no como Elías, la llama que consume la víctima, sino al Espíritu Santo, al Verbo hecho carne y el torrente de la gracia que purifica los corazones y los deja limpios como el oro?
Cuando D. Luis reflexionaba sobre todo esto, se elevaba su espíritu, se encumbraba por cima de las nubes en la región empírea, y la pobre Pepita Jiménez quedaba allá muy lejos, y apenas si él la veía.
Pero pronto se abatía el vuelo de su imaginación y el alma de D. Luis tocaba a la tierra y volvía a ver a Pepita, tan graciosa, tan joven, tan candorosa y tan enamorada, y Pepita combatía dentro de su corazón contra sus más fuertes y arraigados propósitos, y D. Luis temía que diese al traste con ellos.
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Así se atormentaba D. Luis con encontrados pensamientos que se daban guerra, cuando entró Currito en su cuarto, sin decir oxte ni moxte.
Currito, que no estimaba gran cosa a su primo, mientras no fue más que teólogo, le veneraba, le admiraba y formaba de él un concepto sobrehumano desde que le había visto montar tan bien en Lucero.
Saber teología y no saber montar desacreditaba a D. Luis a los ojos de Currito; pero cuando Currito advirtió que sobre la ciencia y sobre todo aquello que él no entendía, si bien presumía difícil y enmarañado, era D. Luis capaz de sostenerse tan bizarramente en las espaldas de una fiera, ya su veneración y su cariño a D. Luis no tuvieron límites. Currito era un holgazán, un perdido, un verdadero mueble, pero tenía un corazón afectuoso y leal. A D. Luis, que era el ídolo de Currito, le sucedía como a todas las naturalezas superiores con los seres inferiores que se les aficionan. D. Luis se dejaba querer; esto es, era dominado despóticamente por Currito en los negocios de poca importancia. Y como para hombres como D. Luis casi no hay negocios que la tengan en la vida vulgar y diaria, resultaba que Currito llevaba y traía a D. Luis como un zarandillo.
—Vengo a buscarte —le dijo—, para que me acompañes al casino, que está animadísimo hoy y lleno de gente. ¿Qué haces aquí solo, tonteando y hecho un papamoscas?
D. Luis, casi sin replicar, y como si fuera mandato, tomó su sombrero y su bastón, y diciendo «Vámonos donde quieras» siguió a Currito que se adelantaba, tan satisfecho de aquel dominio que ejercía.
El casino, en efecto, estaba de bote en bote, gracias a la solemnidad del día siguiente, que era el día de San Juan. A más de los señores del lugar, había muchos forasteros, que habían venido de los lugares inmediatos para concurrir a la feria y velada de aquella noche.
El centro de la concurrencia era el patio, enlosado de mármol, con fuente y surtidor en medio y muchas macetas de don-pedros, gala-de-Francia, rosas, claveles y albahaca. Un toldo de lona doble cubría el patio, preservándole del sol. Un corredor o galería, sostenida por columnas de mármol, le circundaba; y así en la galería, como en varias salas a que la galería daba paso, había mesas de tresillo, otras con periódicos, otras para tomar café o refrescos; y, por último, sillas, banquillos y algunas butacas. Las paredes estaban blancas como la nieve del frecuente enjalbiego, y no faltaban cuadros que las adornasen. Eran litografías francesas iluminadas, con circunstanciada explicación bilingüe escrita por bajo. Unas representaban la vida de Napoleón I, desde Toulon a Santa Elena; otras, las aventuras de Matilde y Malec-Adel; otras, los lances de amor y de guerra del Templario, Rebeca, Lady Rowena e Ivanhoe; y otras, los galanteos, travesuras, caídas y arrepentimientos de Luis XIV y la señorita de la Valière.
Currito llevó a D. Luis y D. Luis se dejó llevar a la sala donde estaba la flor y nata de los elegantes,
dandies
y
cocodés
del lugar y de toda la comarca. Entre ellos descollaba el conde de Genazahar, de la vecina ciudad de… Era un personaje ilustre y respetado. Había pasado en Madrid y en Sevilla largas temporadas, y se vestía con los mejores sastres, así de majo como de señorito. Había sido diputado dos veces y había hecho una interpelación al gobierno sobre un atropello de un alcalde-corregidor.
Tendría el conde de Genazahar treinta y tantos años; era buen mozo y lo sabía, y se jactaba además de tremendo en paz y en lides, en desafíos y en amores. El conde, no obstante, y a pesar de haber sido uno de los más obstinados pretendientes de Pepita, había recibido las enconfitadas calabazas que ella solía propinar a quienes la requebraban y aspiraban a su mano.
La herida que aquel duro y amargo confite había abierto en su endiosado corazón, no estaba cicatrizada todavía. El amor se había vuelto odio, y el conde se desahogaba a menudo, poniendo a Pepita como chupa de dómine.
En este ameno ejercicio se hallaba el conde, cuando quiso la mala ventura que D. Luis y Currito llegasen y se metiesen en el corro, que se abrió para recibirlos, de los que oían el extraño sermón de honras. D. Luis, como si el mismo diablo lo hubiera dispuesto, se encontró cara a cara con el conde, que decía de este modo:
—No es mala pécora la tal Pepita Jiménez. Con más fantasía y más humos que la infanta Micomicona, quiere hacernos olvidar que nació y vivió en la miseria, hasta que se casó con aquel pelele, con aquel vejestorio, con aquel maldito usurero, y le cogió los ochavos. La única cosa buena que ha hecho en su vida la tal viuda es concertarse con Satanás para enviar pronto al infierno a su galopín de marido y librar la tierra de tanta infección y de tanta peste. Ahora le ha dado a Pepita por la virtud y por la castidad. ¡Bueno estará todo ello! Sabe Dios si estará enredada de ocultis con algún gañán, y burlándose del mundo como si fuese la reina Artemisa.
A las personas recogidas, que no asisten a reuniones de hombres solos, escandalizará sin duda este lenguaje; les parecerá desbocado y brutal hasta la inverosimilitud; pero los que conocen el mundo confesarán que este lenguaje es muy usado en él, y que las damas más bonitas, las más agradables mujeres, las más honradas matronas, suelen ser blanco de tiros no menos infames y soeces, si tienen un enemigo, y aun sin tenerle, porque a menudo se murmura, o mejor dicho, se injuria y se deshonra a voces para mostrar chiste y desenfado.
Don Luis, que desde niño había estado acostumbrado a que nadie se descompusiese en su presencia, ni le dijese cosas que pudieran enojarle, porque durante su niñez le rodeaban criados, familiares y gente de la clientela de su padre que atendían sólo a su gusto, y después en el Seminario, así por sobrino del deán, como por lo mucho que él merecía, jamás había sido contrariado, sino considerado y adulado, sintió un aturdimiento singular, se quedó como herido por un rayo cuando vio al insolente conde arrastrar por el suelo, mancillar y cubrir de inmundo lodo la honra de la mujer que amaba.
¿Cómo defenderla, no obstante? No se le ocultaba que, si bien no era marido, ni hermano, ni pariente de Pepita, podía sacar la cara por ella como caballero; pero veía el escándalo que esto causaría, cuando no había allí ningún profano que defendiese a Pepita, antes bien todos reían al conde la gracia. Él, casi ministro ya de un Dios de paz, no podía dar un mentís y exponerse a una riña con aquel desvergonzado.
Don Luis estuvo por enmudecer e irse; pero no lo consintió su corazón, y pugnando por revestirse de una autoridad que ni sus años juveniles, ni su rostro, donde había más bozo que barbas, ni su presencia en aquel lugar consentían, se puso a hablar con verdadera elocuencia contra los maldicientes y a echar en rostro al conde, con libertad cristiana y con acento severo, la fealdad de su ruin acción.
Fue predicar en desierto o peor que predicar en desierto. El conde contestó con pullas y burletas a la homilía: la gente, entre la que había no pocos forasteros, se puso de lado del burlón, a pesar de ser D. Luis el hijo del cacique; el propio Currito, que no valía para nada y era un blandengue, aunque no se rió, no defendió a su amigo; y éste tuvo que retirarse, vejado y humillado bajo el peso de la chacota.
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—¡Esta flor le falta al ramo! —murmuró entre dientes el pobre D. Luis cuando llegó a su casa y volvió a meterse en su cuarto, mohíno y maltratado por la rechifla, que él se exageraba y se figuraba insufrible. Se echó de golpe en un sillón, abatido y descorazonado, y mil ideas contrarias asaltaron su mente.
La sangre de su padre, que hervía en sus venas, le despertaba la cólera y le excitaba a ahorcar los hábitos, como al principio le aconsejaban en el lugar, y dar luego su merecido al señor conde; pero todo el porvenir que se había creado se deshacía al punto, y veía al deán, que renegaba de él; y hasta el Papa, que había enviado ya la dispensa pontificia para que se ordenase antes de la edad, y el prelado diocesano, que había apoyado la solicitud de la dispensa en su probada virtud, ciencia sólida y firmeza de vocación, se le aparecían para reconvenirle.
Pensaba luego en la teoría chistosa de su padre sobre el complemento de la persuasión de que se valían el apóstol Santiago, los obispos de la Edad Media, D. Íñigo de Loyola y otros personajes, y no le parecía tan descabellada la teoría, arrepintiéndose casi de no haberla practicado.
Recordaba entonces la costumbre de un doctor ortodoxo, insigne filósofo persa contemporáneo, mencionada en un libro reciente escrito sobre aquel país; costumbre que consistía en castigar con duras palabras a los discípulos y oyentes cuando se reían de las lecciones o no las entendían; y, si esto no bastaba, descender de la cátedra sable en mano y dar a todos una paliza. Este método era eficaz principalmente en la controversia, si bien dicho filósofo había encontrado una vez a otro contrincante del mismo orden que le había hecho un chirlo descomunal en la cara.