Platero y yo
es un libro muy breve… o mejor… una breve historia de amor. Amor hacia un borriquillo, inseparable compañero de penas y alegrías, pero también, hacia la naturaleza que nos regala en su diversidad desde los colores divinos del amanecer hasta la presencia inefable de todo lo que nos rodea. A medio camino entre la poesía y la prosa, canta al burro compañero, pero también a la colina, al otoño, al racimo olvidado, el camino, la plaza vieja, la casa de enfrente, Los Reyes Magos, el vino, la muerte, la nostalgia… la vida toda es tocada por la magia de la poesía… y salta en mil colores ante nuestra vista asombrada. Es un libro en colores. Un canto a la amistad. Una bellísima colección de estampas de la vida cotidiana y de profundas reflexiones acerca de la existencia humana.
En breves prosas, el poeta, en diálogo con Platero unas veces, en su compañía otras, va captando la belleza de la realidad exterior por un lado; por otro, la belleza de la relación entre el hombre y su amigo Platero.
En plena época modernista, Juan Ramón Jiménez supo crear, con un lenguaje exquisito y a la vez sencillo, lleno de hermosas metáforas y de elementos visuales, un mundo de relaciones con las cosas más cotidianas y diminutas para realzar sus valores más mínimos. Y, en medio de ese diálogo entre el poeta y el mundo, convierte a Platero en figura mítica de delicadeza y sensualidad pura.
Juan Ramón Jiménez
Platero y yo
ePUB v2.1
Perseo16.06.12
Título original:
Platero y yo
Juan Ramón Jiménez, 1917
Diseño/retoque portada: Klein1965 y Perseo
Editor original: Klein1965 (v1.0)
Segundo editor: Perseo (v2.1)
ePub base v2.0
A la memoria de AGUEDILLA, la pobre loca de la calle del Sol que me mandaba moras y claveles.
Suele creerse que yo escribí «Platero y yo» para los niños, que es un libro para niños.
No. En, «La Lectura», que sabía que yo estaba con ese libro, me pidió que adelantase un conjunto de sus páginas más idílicas para su «Biblioteca Juventud». Entonces, alterando la idea momentánea, escribí este prologo:
Advertencia a los hombres que lean este libro para niños:
Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para… ¡qué se yo para quién!… para quien escribimos los poetas líricos… Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien! «Dondequiera que haya niños —dice Novalis— existe una edad de oro». Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarlo nunca.
¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer!
Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas… Lo llamo dulcemente: ¿Platero? y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal…
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel…
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
—Tien’asero…
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridades malvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras, de campanillas, de fragancia de hierba, de canciones, de cansancio y de anhelo. De pronto, un hombre oscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante la cara fea por la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable, perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta.
—¿Ba argo?
—Vea usted… Mariposas blancas…
El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, y no lo evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los Consumos…
Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la oscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo…
Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes:
—Mi pare tie un reló e plata.
—Y er mío, un cabayo.
—Y er mío, una ejcopeta.
Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la miseria… El corro, luego. Entre tanta negrura, una niña forastera, que habla de otro modo, la sobrina del Pájaro Verde, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente, cual una princesa:
Yo soy laaa viudita
del Condeee de Oréé…
… ¡
Sí
, sí! ¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno.
—Vamos, Platero…
Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en un pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendo en Su escalera amparada, una a una. Alrededor, el campo enlutó su verde, cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vió, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura por blancura las azoteas! Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor, pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del eclipse.
Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, con el anteojo de larga vista, con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes: desde el mirador, desde la escalera del corral, desde la ventana del granero, desde la cancela del patio, por sus cristales granas y azules…
Al ocultarse el sol que un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio. ¡Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, la torre, los caminos de los montes!
Platero parecía, allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y recortado; otro burro…
La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se ven, vagamente, no sé qué cabras negras, entre las zarzamoras… Alguien se esconde, tácito, a nuestro pasar… Sobre el vallado, un almendro inmenso, níveo de flor y de luna, revuelta la copa con una nube blanca, cobija el camino asaeteado de estrellas de marzo… Un olor penetrante a naranjas…, humedad y silencio… La cañada de las Brujas…
—¡Platero, qué… frío!
Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas de cristal se enredara, queriendo retenerlo, a su trote…
Y trota Platero, cuesta arriba, encogida la grupa cual si alguien le fuese a alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave, que parece que nunca llega, del pueblo que se acerca…
Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera —el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento—; más que el médico y el cura de Palos, Platero.
Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo?
No. Doña Domitila —de hábito de Padre Jesús Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero— te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover…
No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.
Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas. Corren detrás de nosotros. Chillando largamente:
—¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!
…Delante “está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos —¡tan lejos de mis oídos! —se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte…
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente entrecortados, jadeantes, aburridos:
—¡El lo…co! ¡El lo…co!
¡No te asustes, hombre! ¿Qué te pasa? Vamos, quietecito. Es que están matando a Judas, tonto. Sí. Están matando a Judas. Tenían puesto uno en el Monturrio, otro en la calle de Enmedio; otro ahí. En el Pozo del Concejo Yo los vi anoche, fijos como por una fuerza sobrenatural en el aire, invisible en la oscuridad la cuerda que, de doblado a balcón. Los sostenía ¡Qué grotescas mezcolanzas de viejos sombreros de copa y mangas de mujer, de caretas de ministros y miriñaques, bajo las estrellas serenas! Los perros les ladraban sin irse del todo, y los caballos, recelosos, no querían pasar bajo ellos…
Ahora las campanas dicen. Platero, que el velo del altar mayor se ha roto No creo que haya quedado escopeta en el pueblo sin disparar a Judas Hasta aquí llega el olor de la pólvora ¡Otro tiro! ¡Otro!