Por si se va la luz (15 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Al día siguiente es Enrique el que se acerca por el camino con sus pesadas zancadas, lleva una bolsa de tela de las que se usan para guardar el pan llena de manzanas rosáceas, desiguales y pequeñas. No encuentra a Elena agachada en el huerto y choca sus nudillos en las contraventanas de la cocina, cerradas. Al rato sale una Elena despeinada, que ni siquiera se ha mojado la cara tras levantarse de la cama. El tufo a vejez inunda el aire que los separa, pero Enrique no arruga la nariz. Te traigo las manzanas de Damián, las dejó ayer en el bar para ti. Elena estira una garra y coge la bolsa, la deja en el interior y sale afuera. También te he traído tabaco negro, ¿quieres fumar? Del bolsillo de su pantalón vaquero saca un paquete de tabaco sin abrir. Toma, es para ti, no viniste cuando los gitanos, pero yo he cogido suficiente de todo, si quieres pásate por el bar y hacemos cambios. Ella parece animarse al ver la cajetilla azul y blanca precintada, sin sello. Rasga el plástico y el papel y con unos dedos temblorosos saca un cigarrillo gordo y limpísimo, muerde la boquilla y la chupa a un lado y a otro de su boca delgada y oscura. Van hacia la parte de atrás, donde el matadero, y se sientan juntos, a una distancia prudente, en un poyete. El cielo está negro, pero no llueve. Poca agua este año, ¿eh, Elena? Ella sorbe el humo hasta los tuétanos y reprime una tos, solo en torrente o granizo, murmura. Sí, mala cosa, contesta Enrique. Miran el horizonte y escuchan los cacareos violentos de los plumíferos. No dicen nada más. Luego Enrique se revuelve un poco en el asiento de piedra y yeso y propone, por qué no me invitas a una infusión, me duele la cabeza. Ella obedece y desaparece de su lado, dando la vuelta a la casa, arrastra un poco una pierna al andar. Al rato llega con una taza que humea. Perejil y eucalipto, ¿no? A Enrique le gustaría decirle, mientras bebe, que tiene que salir de ahí, acercarse a su bar por las tardes, caminar, que si está comiendo bien, que la ve más delgada. Como no se atreve con todo eso, le habla un poco de sí mismo, de forma superficial, igual que si no hablara, y luego se va.

La tercera visita es diferente. Ivana le trae unos regalos envueltos en papel de estraza. Ha llegado alegre hasta la puerta. Como la encuentra cerrada y sabe que es demasiado tarde para que ningún viejo esté dormido, la aporrea. Elena tiene los ojos sellados. Manotea a su lado el frío colchón y no está el bulto gigante del cerdo. En el umbral, alguien llama: ¿Elena, estás bien? Olvidó anoche cerrar. No hay cerdo, no hay cerrojo. Poco a poco consigue escapar de la telaraña que la agarra y baja los pies a las baldosas, la habitación se tambalea. Se asoma al salón, su pelo es una maraña. Recortadas por la luz de la calle hay dos figuras, una de ellas, la más alta, extiende los brazos hacia la vieja: ¡Elena, cuánto tiempo sin verte! Ella estruja los labios: salid, salid, salid. Y las figuras salen, la más pequeña corre hacia la tierra seca de afuera con unos zapatos de suela de goma que no hacen ruido. Mientras se moja la cara con el agua helada del grifo de la cocina, ordena su cabeza y encuentra lo necesario: es Ivana, la puta. Sale a buscarlas. Afuera, la figura pequeña, una niña con la cabeza amarillo ceniza y los ojos abotonados, aprisiona una cría de gato siamés entre los brazos e investiga los alrededores: la cochinera, el corral, el vacío. Ivana se acerca y, mientras parlotea, incluso le pone una mano sobre el hombro, antes de darle el paquete envuelto en papel de estraza. ¿Es tuya?, dice la vieja dirigiendo su barbilla por primera y última vez hacia la niña. Ivana arquea las cejas, finas como pintadas a lápiz. Claro que no, tiene nueve años, no hace tanto que me fui. El tiempo pasa lento aquí, ¿eh? No parece que la niña tenga nueve años sino menos, pero en realidad Elena nunca podría adivinar la edad de nada que no tuviera pezuñas y rabo. Se marchan rápido, menos mal. Elena se queda sola con el papel de estraza y lo abre: todavía no distingue bien los contornos de los objetos pequeños y no sabe que lo que hay dentro son cuatro piezas de jabón aromático y bolsas de té chino. Lo deja todo sobre la polvorienta mesa del salón y en contra de su voluntad vuelve a la cama. Fuera, los pollos picotean rabiosos el suelo del corral sin encontrar nada que llevarse al buche.

 

 

 

Maruja, no tengo miedo. No hagas caso de lo que te dije la otra tarde, no estoy a punto de reunirme contigo. Nada más faltaría que tú te preocuparas ahora por mí, con lo a gusto que tienes que estar ahí abajo, porque ahí tienes que estar a tus anchas lejos de las avispas y de todo lo demás, descansadita. Solo hay que ver cómo está de hermosa la lavanda que te crece encima. Y no son avispas, son abejas redonditas y buenas las que vienen a buscar el polen. Por mí no te preocupes. Fue un momento de debilidad. No quiero que sufras, tú ya estás en el reino de los que no sufren. Fue un achaque malo el que me dio, pero cada vez me siento más fuerte. Me preocupan otras cosas, Maruja. Vine a verte la otra tarde muy precipitadamente porque te había visto en un sueño, eras un flamenco que volaba encima de nuestra casa. Tenías cuerpo de flamenco pero con tu propia cabeza. Busqué el significado de ese sueño y acabé pensando que era una señal que me enviabas. Pero cada vez estoy más convencido de que el significado de eso no era mi propia muerte sino lo otro. Tú desde ahí dentro lo verás mejor que yo, tienes el don de las raíces y de los gusanos, sabrás lo que está pasando. Si vieras cómo está el campo te echarías las manos a la cabeza. Muchos árboles están dando frutos, los de siempre. Pero hay cosas raras: uno, no te voy a decir cuál, ha muerto, está seco, es una zarpa plateada. Otros están soltando fruta fuera de estación, y los más débiles, los que ya tendrían que estar despuntando, lo intentan pero no son capaces. Me ocupo de regarlos, no puedo esperar al cielo, pero no arrancan. Por lo demás, todo sigue igual, más o menos.

Ha llegado la morena, ¿te acuerdas de ella? Otra vez está con nosotros, y trae a una niña. A veces no puedo evitar tener un poco de esperanza: hay una niña en el pueblo y hay dos jóvenes que podrían tener niños. ¿Entiendes lo que quiero decir? Suponiendo que resistan. Pero de todos modos no quiero engañarme. Yo lo veo negro. Me llevaré un ramillete de esta lavanda que te crece encima. Lo pondré en un jarrón sobre la mesa. Esto no te lo esperabas, ¿eh? Flores en casa. El invierno no puede durar para siempre, y en cuanto se detenga volveré a la carga, las montañas me están esperando. He sacado de los altillos las cartas de navegación. Ya lo tengo todo planeado. El invierno no puede durar para siempre, ¿verdad que no, Maruja?

 

 

 

Es un día especial. La chimenea ha estado encendida desde por la mañana, y ahora la casa guarda el calor del fuego. Todo está preparado. En la cocina huele a algo más que a alimento: en una olla reposa un guiso de ternera tierna cortada en tacos con una salsa espesa de vino y ciruelas que ha estado cociéndose durante toda la tarde. Sobre la mesa del salón están las bandejas de las ensaladas y un plato grande con queso laminado y dados de pera dulce. Nadia habría preferido uvas o higos, pero no hay. Está satisfecha del resultado. Ha sido su primer día de cocina, intenso, aromático, lento. Esta vez no han discutido.

Martín ha estado todo el día fuera, ha ido al pueblo a por cosas que le faltaban y ha trabajado en la huerta hasta que se ha terminado la luz. Por momentos ambos sienten algo parecido a la normalidad. La mesa puesta, el vino en el frigorífico, Martín descansando en el sillón junto a la ventana con los ojos puestos en la máquina de escribir que ha colocado, sobre una silla, cerca de él. Nadia está inquieta, se fija en los detalles. Es como cuando preparaba las exposiciones. Un águila sigilosa controlando hasta la más insignificante cola de lagartija.

Parecemos un matrimonio viejo, dice Martín, uno de esos matrimonios elegantes de Centroeuropa, te falta el collar de perlas sobre el jersey de cachemira y que me tengas más asco del que me tienes, mírame, soy un abogado con achaques a punto de escribir mis últimas voluntades, no, mejor, escribo mis últimas voluntades cada día, anda, por qué no abres ya una botella de vino y me sirves una copa antes de que lleguen los invitados. Nadia lo mira de reojo y sonríe a la vez que enciende unas velas diseminadas por las esquinas, no hay copas, ya lo sabes, solo vasos. Bueno, pues un vaso, pero esto rompe todo el glamour. Lo sé, y lo mejor que puedes hacer es levantarte y servirte tú mismo, yo tengo que arreglarme.

Arreglarme, ha dicho Nadia. Esta es la parte mejor, la más significativa de que algo está a punto de ocurrir. Invitados. Palabra nueva, a estrenar. Nadia se arregla. Cuando va a sus citas con los libros, se viste raro, pero no se arregla. A Martín siempre le ha parecido curioso el término que usan las mujeres: sinónimo de cubrir el estropicio. Él siempre dice ducharse, vestirse, poco más.

Es raro verlos a todos sentados a la misma mesa, masticando. Hablan. Con cordialidad, con camaradería, no son unos salvajes. Durante la cena hablan de poca cosa, más bien se observan. Nadia está bonita, parece mayor y a la vez le chispean los ojos como si empezara a ser joven ahora mismo. Martín se ha afeitado y así se ve que los huesos de su mandíbula son fieros, de delineante con buen pulso. Ambos pueden mirar con avaricia a la nueva mujer, Ivana. Es mayor que ellos pero más joven que Enrique. Al contrario que Nadia, tiene los rasgos muy definidos: ojos herbáceos bajo unas pestañas tupidas, la nariz un poco torcida, boca gigante sin perfilar, la carne de los labios perdiéndose en la piel. Es llamativa; sería fea si no irradiara esa confianza en sí misma. El pelo grueso, largo y negro, salpicado de vetas grises en algunos puntos de la raíz, se desliza desde su raya en medio hasta el bulto de sus pechos. Lleva un vestido verde de falso terciopelo que sería catalogado como horrible en el entorno de Nadia pero que a Ivana le sienta bien. Podría ser una vidente, una hippie o la primera gótica. Enrique, a su lado, hoy está atractivo: el pelo gris atado a la nuca y sus dientes de animal gigante titilan cuando se introduce en la boca los trozos de ternera deshilachada. En una esquina de la mesa, callada como una espía, está sentada Zhenia. Tritura con sus dientecitos las hojas de lechuga embadurnadas en aceite y se entretiene con los dados de pera en el plato. Mira fijamente a Martín. Mira fijamente a Nadia. Vuelve a mirar fijamente a Martín. A ella casi nadie la mira. Todos comen, alaban la comida, se sirven vino, se remueven en sus asientos, se observan los unos a los otros como rapaces. Son seres sociales. Evitan las preguntas incómodas, hasta que llega el momento de la verdad.

Enrique ha traído una botella de ron picante con sabor a canela.

Alguien ha recogido los platos de la mesa y los ha llevado a la encimera de la cocina, alumbrada por una bombilla. Todos están más relajados, apoyados en los respaldos de las sillas. Los cigarrillos humean. Ivana no fuma, pero la oscuridad de sus dientes delata que una vez fumó. Zhenia hunde una cuchara en un cuenco de natillas pastosas.

Con su mano estratosférica, Enrique sirve una ronda de cuatro vasos de ron.

Martín pregunta, ¿os habéis dado cuenta de que todas tenéis nombres extranjeros? Eslavos, hebreos. Zhenia levanta los ojos, ha dicho extranjeros. Traga un grumo de natilla que se calienta en su boca y dice, Rusia es un país muy grande. Tiene una vocecilla afilada y pronuncia perfectamente cada sílaba, solo hay un borde en las consonantes que cabecea, seco. Nadia reprime las ganas de abrazarla, de que la naricilla roce la lana negra de su jersey. Todos la tratan como si fuera una pequeña mujer.

Martín continúa: tu nombre traducido es Eugenia, ¿lo sabías? La niña vuelca los ojos en el cuenco de natillas y contesta, me han dicho que Eugenia es un nombre de vieja, Zhenia no. Hay un silencio que rompe Ivana: a mí no me bautizaron como Ivana, sino como Rosario. Zhenia otra vez alza las cejas: ha dicho bautizar y rosario. Ivana sigue, tuve una época comunista y ahí me cambié el nombre. Se oyen risas ahogadas.

Enrique sirve una ronda más. Enciende otro cigarro, traga largo el humo.

Afuera hay viento.

Nadia también prende un cigarro y agarrando su vaso se acerca a la mesa como si preparase una confidencia. Le gustaría preguntar tantas cosas. Entre Enrique e Ivana hay una camaradería llena de signos que no sabe descifrar. La niña no es obviamente hija de ninguno de los dos, aunque quién sabe. No puede evitarlo, los imagina echando un polvo, pero a la vez ve una hartura en el trato, más de hermanos que de amantes. Nadia va a decir algo y no sabe qué. Le resulta difícil hablar cuando no importan las profesiones, la actualidad, lo superficialmente íntimo. Preguntaría tantas cosas. A Ivana: ¿quién es esta niña agujita, quién eres tú? A Enrique: ¿te la has follado?, ¿cuántas veces? A la niña: ¿dónde están tus padres, por qué no lloras, no te damos miedo? Y solo dice, después de darle una calada a su cigarrillo: yo antes estaba obsesionada con el cáncer. Es ridículo, no sé qué ha cambiado. Hace unos meses me daba pánico fumar, beber, me lavaba las manos constantemente y no comía carne. Llevaba así un tiempo. Hubiera dejado de respirar si hubiese podido. El cáncer flotaba a mi alrededor. Estaba en los alimentos envasados y en los frescos, en las antenas de repetición de señales, en el tofu, en las botellas de agua mineralizada que rezuman partículas destructivas de sus plásticos quemados. Sé que había otros grandes problemas, pero el mío era ese: no era capaz de salir a la calle si no me embadurnaba de crema protectora factor extremo. Este es el mismo cielo, pero ya no me da miedo el cáncer. Fumo, bebo, no protejo mi piel, como carne chamuscada, tocino crudo. Es como si mi existencia se hubiese parado. Zhenia apunta: cáncer.

A lo mejor Nadia está exagerando para romper el caparazón de los demás. Martín sabe que es cierta esa manía hipocondríaca y le dice: es que no has renacido todavía, por eso asumes tu nueva vida como si la existencia se hubiera parado. ¿No crees que este lugar te ha aliviado de la paranoia? Para mí eso es suficiente. Mi paranoia no era el cáncer. Era la imposibilidad de combatirlo, la imposibilidad de avanzar; por eso prefería retroceder. Enrique contesta con sorna: así que esto es retroceder. Ivana los observa, los sorbos que traga deben de perderse en su acogedora boca túnel, curar una llaga de la lengua. Se burla de ellos en silencio y mira a Enrique como diciendo qué te creías, que eran distintos. Martín se ha encendido y se acerca también a la mesa, cada vez forman un corro más cerrado del que Zhenia está excluida y a salvo con sus ojos de pájaro. Sí, joder, claro que es retroceder. La mecha está perdida en esta civilización de bellos durmientes. Aquellos movimientos que parecían algo renovador… no sirvieron. No hay violencia con ánimo de lucha, sino con ánimo de violencia, y los disturbios políticos, sociales, fueron ferias del pasado. En algunos países, por ejemplo los árabes, las revueltas pudieron llamarse revoluciones; no les fue difícil pasar de una guerra a otra. Pero en Occidente, toda esa gente en la calle, esa organización pacifista con sus pequeñas travesuras de quemar algún contenedor y provocar a los antidisturbios, que se lanzaban como perros para otorgar un poco de efectismo a tanto romanticismo masificado…, nada caló, nada traspasó. Hablamos de progreso. Un progreso que se lo ha comido todo, buuum. Mi cabeza estaba llena de cifras. Investigábamos para nada, en la sombra, nuestros artículos salían en revistas especializadas que nadie leía porque estaban ocupados en darse patadas en el culo y estar a la última en las necesidades irreales de un sistema autodestructivo. El fantasma de Malthus planeaba hacia nosotros, hacíamos cuentas y aquello no se sostenía de ninguna forma. Crear demanda y destruir la posible oferta. Malthus lo vio claro: la población humana crece en progresión geométrica y la agrícola en progresión aritmética. El consumo de cereales, por ejemplo: destinado a la producción de biocombustibles y a la alimentación de ganado, ganado entendido como bolsas de carne hormonada nacida para engordar.

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