Authors: Matthew Stover
Llevaba la mochila al hombro y la pistola láser sujeta al muslo. El sable láser iba en un bolsillo interior del chaleco, oculto bajo el brazo izquierdo.
Se mezcló con la multitud y se dejó llevar por la corriente.
Incontables rostros pasaron por su lado y encontraron su mirada con n sin apatía. Los carros rodaban ruidosos. La música resbalaba desde umbrales abiertos o goteaba de equipos personales. De vez en cuando, el enorme estruendo de un rondador de vapor obligaba a la multitud a echarse a un lado u otro. En esas ocasiones, el tacto de la carne desconocida le producía un hormigueo bajo la piel. Sentía el olor a sudor humano mezclado con orina de yuzzem, y la peste almizcleña de los togorianos. Olió la punzada inconfundible de las glándulas del hombro de un t'landa til, y el humo de la hoja de portaak asándose sobre un fuego de lamma, y, de forma casual, no pudo evitar maravillarse de lo alienígena que le resultaba todo. Por supuesto, allí el único alienígena era Mace.
No se le ocurría qué hacer a continuación.
***
DE LOS DIARIOS PRIVADOS DE MACE WINDU.
Ya debería estar haciendo algo para encontrar a Depa. Podría haberme dirigido a la Lavaduría de la Meseta Verde para intentar establecer nuevos contactos con los agentes del Servicio de Inteligencia de la República que quedaran en el planeta. Podría haber contratado mi propia expedición, aunque el soborno a Geptun vació la cuenta de créditos a nombre de "Kinsal Trappano". Una cuenta que nunca tiene más allá de unos pocos miles, y que está controlada por el Consejo Jedi, que le añade nuevos fondos a medida que es necesario. No debería haber resultado difícil conseguir un rondador de vapor, y las calles estaban llenas de individuos de aspecto peligroso que estallan dispuestos a ser contratados. Podría haber hecho muchas cosas.
En vez de eso, me dejé llevar por la corriente de la muchedumbre.
Descubrí que tenía miedo. Miedo de cometer otro error.
Es una sensación que no me resulta familiar. Hasta Geonosis, no me había dado cuenta de que pudiera ser posible semejante cosa.
En el Templo se enseña que el único error verdadero que puede cometer un Jedi es no confiar en la Fuerza. Los Jedi no `cuestionan las cosas" o "piensan un plan". Esos actos son contrarios a lo que significa ser un Jedi. Dejamos que la Fuerza fluya a través de nosotros y nos dejamos llevar por sus corrientes de paz y justicia. La mayor parte del entrenamiento Jedi consiste en aprender a confiar en nuestro instinto, en nuestras sensaciones, en vez de en nuestro intelecto. Un Jedi debe aprender a deshacer lo pensado sobre una situación, a rectificar las acciones, a convertirse en un recipiente que la Fuerza pueda llenar con sabiduría y acción. Sentimos la verdad cuando dejamos de analizarla. La Fuerza actúa a través de nosotros cuando rechazamos todo esfuerzo. Un Jedi no decide. Un Jedi confía.
Diciéndolo de otro modo, no estamos entrenados para pensar. Se nos entrena para saber.
Pero en Geonosis, a todos nos falló ese saber.
Haruun Kal ya me había enseñado que la tragedia del error de juicio que tuvo lugar en Geonosis no había sido un hecho aislado. Que podía volver a pasar.
Que pasaría otra vez.
No sé cómo impedirlo.
El haber venido yo solo tenía sentido..., pero de una forma intelectual; y el intelecto es engañoso. Sentí que lo correcto era venir a por Depa yo solo..., pero ya no puedo seguir confiando en mis sensaciones. La sombra que invade la Fuerza vuelve nuestros instintos contra nosotros.
No sé lo que debo hacer, y no sé cómo decidir qué hacer.
***
Pero hay instintos que tienen poco que ver con el entrenamiento Jedi. Fue uno de ellos el que siguió Mace cuando sintió un golpecito de
oye-colega
en el hombro y miró a su alrededor, sin encontrar a nadie.
El golpecito le había llegado a través de la Fuerza.
Examinó el mar de rostros, cabezas y humo de rondador de vapor. Banderines de cafeterías goteaban inmóviles en el aire húmedo. En la calzada había un carro tirado por un herboso agotado y con manchas de tiña. El conductor agitaba un electropincho gritando: "Dos créditos, a cualquier parte de la ciudad. ¡Dos créditos!" Un yuzzem de ojos nublados por el alcohol ladraba cerca de él. Llevaba el arnés de uno de los taxicarros de dos ruedas, y se volvió para levantar a un humano del asiento, sosteniéndolo en lo alto con una enorme mano mientras le enseñaba las garras siniestramente engarfiadas de la otra. El ladrido se traducía como: "¿No tienes dinero? No es problema. Tengo hambre".
Otro golpecito...
Esta vez, Mace le localizó. La multitud formó una de esas oscilantes aberturas que le permitieron verlo a cien metros de distancia. Era un esbelto korun con la mitad de años o menos que Mace y de piel más oscura. Llevaba la ceñida túnica y los pantalones marrones de un ghôshin de la selva. Mace captó un fugaz resplandor de dientes blancos y una insinuación de resplandecientes ojos azules, y el joven korun se volvió para alejarse por la calle.
Esos ojos brillantes... ¿No los había visto antes? Puede que la noche anterior, en la calle, durante el tiroteo...
Mace fue tras él.
Necesitaba una dirección. Ésa parecía prometedora.
***
Era evidente que el joven korun quería que le siguiera; cada vez que la multitud se cerraba entre ellos, y Mace lo perdía, otro golpecito de la Fuerza conducía su mirada.
Las multitudes tienen su propio ritmo. Cuanto más deprisa intentaba moverse, más resistencia encontraba en codos, hombros, caderas y hasta en una o dos anticuadas armas rectas que le apuntaban al pecho acompañadas de opiniones poco amistosas sobre sus modales al caminar y de ofertas para suplir esa laguna concreta de su educación. A ello respondía con un sencillo "no quieres pelear conmigo". Nunca se molestaba en recalcar eso con la Fuerza; bastaba con la mirada de sus ojos.
Un joven nervioso no dijo nada y decidió comunicarse mediante un repentino golpe por lo alto, en dirección a la nariz de Mace. Este inclinó la cabeza con gravedad, cortés, como realizando una reverencia, y el puño del joven se rompió contra el hueso frontal del cráneo afeitado de Mace. Por un momento consideró la posibilidad de transmitir al nervioso joven algún consejo amistoso sobre las virtudes de la paciencia, la no violencia y la conducta civilizada, o al menos una crítica comedida sobre lo torpe del puñetazo; pero el sufrimiento que se pintó en su rostro cuando se arrodilló, acunando los nudillos rotos, le recordó una de las máximas de Yoda: "Las mejores lecciones sin palabras se enseñan". Así que Mace se limitó a encogerse, a modo de disculpa, y continuó andando.
La presión de la multitud hizo que su persecución se enfrentara a la ley de la mínima ganancia. No podía acercarse más al joven korun sin llamar aún más la atención, y posiblemente sin herir a cierta cantidad de personas escasamente educadas. A veces le parecía detectar un asomo de sonrisa en el korun, cuando éste descuidaba una mirada hacia atrás, pero estaba demasiado lejos para interpretarla. ¿Era una sonrisa de ánimo? ¿Amistosa? ¿Sólo educada? ¿Maliciosa?
¿Depredadora?
El korun giró por una calle más oscura y estrecha, todavía ensombrecida por los sedimentos de la noche. Allí, la multitud dejó paso a una pareja de yarkoras que, peligrosamente cerca de un charco de vómito, dormía codo con codo los estragos cometidos la noche anterior; y a tres o cuatro envejecidas mujeres balawai que se habían aventurado a barrer las losas situadas ante los respectivos portales de sus edificios. Su rito matutino de quejas mutuas se interrumpió al acercarse Mace. Se aferraron posesivas a sus escobas, se ajustaron los pañuelos que sujetaban el triste pelo que pudiera quedarles y le observaron en silencio.
Una de ellas escupió a sus pies citando pasó.
En vez de responder, se detuvo. Ahora que estaba lejos de las calles principales y del constante murmullo de voces, pies y ruedas, podía oír un nuevo sonido en la mañana, débil pero claro: un zumbido delicado y agudo que latía de forma irregular, oscilando como un bote en un mar en calma.
Un motor de repulsores. Quizá más de uno.
El eco en la calle forrada de edificios hacía que el sonido surgiera de todas partes. Pero no se hacía más fuerte. Y cuando
Sonrisas
, situado calle arriba, le dio otro golpecito con la Fuerza, que se desplazó hacia él, el sonido tampoco se hizo más débil.
Está al otro lado de los edificios que me rodean
, pensó.
Siguiéndome
.
Podían ser barredores. O motojets. No era un deslizador, los repulsores de un deslizador zumban con una única nota. No laten al oscilar el vehículo.
Esto empezaba a aclararse.
Siguió a
Sonrisas
por un laberinto de calles que se retorcían y bifurcaban. Algunas eran escandalosas y estaban abarrotadas de gente, pero la mayoría estaban tranquilas, con apenas algo más que conversaciones murmuradas y el chirrido' de las ruedas de polímero de los monociclos. Los tejados saledizos se inclinaban en las alturas, y los pisos superiores se apoyaban unos a otros, eclipsando la mañana en una única y delgada rendija azul sobre un crepúsculo permanente.
Las retorcidas calles se convirtieron en una maraña de callejas. Una esquina más, y
Sonrisas
desapareció.
Mace se encontró en un pequeño patio cerrado de unos cinco metros cuadrados. No había nada en él aparte de grandes cubos de basura rebosantes de desechos. Conductos para la basura se alzaban, como venas, por las lisas fachadas de los edificios que le rodeaban. Las ventanas más bajas estaban a diez metros de altura y cubiertas de alambre de espino. Los agudos ojos de Mace captaron en el elevado borde de un tejado una cicatriz de ladrillo más limpio.
Sonrisas
debió de trepar por una cuerda, tirando luego de ella y dejándole sin forma de seguirle.
En algunos idiomas, un lugar como ése se llamaba callejón sin salida.
El lugar ideal para una trampa.
Por fin
..., pensó Mace.
Empezaba a preguntarse si no habrían cambiado de opinión.
Se mantuvo inmóvil en el patrio, dando la espalda a la entrada, y abrió la mente.
Los notó en la Fuerza, como campos de energía.
Cuatro esferas de maliciosa cautela forradas de emoción premonitoria: esperaban una cacería con éxito, pero no querían correr riesgos. Dos se habían quedado en la boca del callejón para proporcionar cobertura y refuerzos. Los otras dos avanzaban en silencio, armas en mano, buscando el disparo a quemarropa. Mace sentía los puntos de mira de sus armas hormigueando abrasadores en su piel, como escarabajos de lava aridusianos bajo la ropa.
El zumbido de los repulsores se agudizó y tomó una dirección: hacia arriba, a los dos lados. Motojets, dedujo. Su percepción de la Fuerza se expandió para abarcar también a los vehículos, y sintió que la amenaza aumentaba. Había potentes armas sobre su cabeza, y los barredores rara vez iban armados. Un piloto en cada una. Se movían en círculos, fuera de su campo de visión y a cubierto por los edificios, para posicionarse en fuego cruzado.
Esto iba a ponerse interesante.
Mace sólo sentía una cálida premonición. Tras ese día de inseguridad y pretensión, de aferrarse a su tapadera, ofrecer sobornos y dejar libres a unos villanos, estaba impaciente por un poco de pelea sencilla y sin complicaciones.
Pero entonces captó el tono de sus propios pensamientos, y suspiró.
Ningún Jedi era perfecto. Todos tenían defectos contra los que luchaban cada día. Los pocos defectos personales de Mace eran bien conocidos por los Jedi de su círculo de amistades; no buscaba ocultarlos. Todo lo contrario, buena parte de la grandeza especial de Mace consistía en que reconocía libremente sus debilidades, y en que no tenía miedo de pedir ayuda para enfrentarse a ellas.
El defecto que nos ocupa aquí era que le gustaba pelear. Algo que resulta especialmente peligroso en un Jedi.
Y Mace era un Jedi especialmente peligroso.
Aplastó su premonición con rigurosa disciplina mental y decidió parlamentar. Convencerlos para que no le atacasen podía salvarles la vida. Y parecían profesionales; igual podía limitarse a pagar por la información que necesitaba.
En vez de sacársela a golpes.
Mientras tomaba esa decisión, los hombres que tenía detrás se pusieron a su altura. Desde luego, eran profesionales: alzaron sus armas sin decir palabra, y dos descargas gemelas de plasma de haz ancho brotaron en dirección a su columna vertebral.
Hasta el tirador humano mejor entrenado del mundo deja al menos un cuarto de segundo de demora entre la decisión de disparar y el acto de apretar el gatillo. Sumido en la Fuerza, Mace pudo sentir su decisión incluso antes de que la tomaran. Un eco de su futuro.
Antes de que los dedos de ellos empezaran a doblarse, él ya se estaba moviendo.
Cuando los rayos láser recorrieron la cuarta parte del camino hasta él, Mace giró sobre los talones, y la velocidad de su giro le abrió el chaleco: cuando estaban a medio camino, la Fuerza había depositado el sable láser en la palma de su mano; a los tres cuartos, la hoja se extendió; y cuando llegaron hasta él, no encontraron carne y hueso, sino una cascada continua de vívida energía púrpura de un metro de largo.
Mace devolvió los disparos contra los tiradores, pero en vez de rebotar en su hoja, los rayos salpicaron a través de ella y le rozaron las costillas. Después se estrellaron contra un cubo de basura que resonó, se agitó y estremeció como una campana rota.
Puede que al final sí tenga problemas
, pensó Mace.
Antes de que el pensamiento pudiera formarse por completo en su mente, los dos tiradores (una parte calculadora y distante del cerebro de Mace le informó de que los dos eran humanos) graduaron sus armas en automático. Una cegadora lluvia de rayos llenó el callejón.
Mace se arrojó a un lado, dando una voltereta en el aire. Un rayo le acertó en la espinilla, proyectando su pierna hacia atrás y convirtiendo su voltereta en una caída; pero se las arregló para aterrizar en posición agazapada, protegido por una esquina interior del callejón. Se miró la pierna. El disparo no le había atravesado el cuero de la bota.
Están graduados en aturdir
, pensó.
Son profesionales que me quieren vivo
.
Mientras intentaba adelantarse a lo que pudieran intentar a continuación, notó que su hoja tenia un brillo especialmente pálido. Demasiado pálido.