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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Q (66 page)

BOOK: Q
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De Viterbo, el día 20 de septiembre de 1547, el fiel observador de Vuestra Señoría,

Q.

Capítulo 25

Venecia, 2 de enero de 1548

Al atardecer, en un salón de casa de los Miquez. Beatrice, ahora de pie enfrente de mí, silenciosa, su forma se recorta contra una ventana que da a poniente. Contraluz, sus rasgos ahora más vagos y confusos. Sentado en una otomana, tomo vino griego. Lo llaman
retsina
. Un vino aromático, con sabor a resina de pino marítimo.

Convocado no hace ni una hora, un mensaje entregado por un chiquillo. Pensaba que habría alguna novedad, pero no está João, ni tampoco su hermano, ni Duarte Gómez, nadie. La servidumbre se ha retirado también después de mi llegada. Una vez traspuesto el portal, dos pasos más allá del umbral: Beatrice, sonriente.

Rumores amortiguados, voces lejanísimas, mientras bebo de este vino del que Perna no me ha hablado nunca, entre alfombras, pinturas, objetos y colores nunca antes vistos, ni siquiera en Amberes.

Una quietud inesperada en las callejas y catacumbas en las que me muevo día y noche desde siempre. Una quietud que me lleva más allá de este invierno, más allá de todos los inviernos. No lo que debo hacer, sino lo que podría ser.

Con esta mujer, distinta de todas las mujeres que he conocido.

Su flamenco que ningún flamenco sabría entonar, libre de toda aspereza, hecho de silbos, largas vocales y sonidos para mí inauditos. Ecos de distintas lenguas nórdicas y romances traídos ya por el gregal, ya por el ábrego, llegados de levante y de poniente para resonar a lo largo de mi espinazo. Quizá un día todos los hombres y las mujeres, en los cuatro rincones del continente, modulen estas notas, tranquila cantinela paneuropea, polifónica, rica de mil variantes locales.

Su sonrisa. Sola. Sola aquí conmigo. La reina madre de la dinastía de los Miquez, que trata con aristócratas y mercaderes, protege a los artistas y a los estudiosos. Una reina en una ciudad de rufianes y cortesanas. Los poetas de los que es mecenas le dedican sus obras. Hojeo el libro de un tal Ortensio Lando: «A la muy ilustre y honorable Beatriz de Luna». Su risa, nada de embarazo sino divertida conmiseración.

Me pregunta por el Tonel, por su gestión, las chicas. Se sienta a mi lado. Esta mujer que no está ansiosa por conocer lo que yo he sido, saber cuáles y cuántos ríos de sangre he vadeado. Esta mujer a la que no le importan mis muchos nombres. Esta mujer curiosa de mí
ahora
. De mí
ya
. Esta mujer que ahora me habla de mi humanidad, que dice sentirse provocada por mí, poder notar mi humanidad bajo la coraza que llevo desde hace demasiado tiempo, bajo la materia refractaria en que he transformado mi piel para no verme nuevamente herido.

Otro sorbo de vino.

Esta mujer. Esta mujer que me quiere.

Beatrice.

Lo que podría ser.

Ya.

Capítulo 26

Delta del Po, 26 de febrero de 1548

A lo largo del brazo del Po que une Ferrara con la costa, con quinientos ejemplares de
El beneficio de Cristo
cargados en dos embarcaciones que han puesto a nuestra disposición los Usque. El sol está alto sobre las limosas aguas, escrutadas por las aves a la caza de algo que comer sobre nuestras cabezas y en los roquedales del río. El húmedo frío nos deja ateridos, bajo las pesadas capas de lana.

Reparo en ellos demasiado tarde.

La barca que transporta la primera mitad de la carga da un golpe de timón delante de nosotros: desvía la proa a la derecha para evitar la balsa que ha aparecido de improviso de entre el cañaveral hacia el centro del río. A mis espaldas el juramento del timonel. En cuestión de segundos la barcaza desaparece por un canal secundario, la embocadura invisible debido a la tupida vegetación. La balsa inmediatamente detrás, a bordo tres formas encorvadas.

Instintivamente echo mano al arcabuz, trato de apuntar, pero ya han desaparecido. Al timonel:

—¡Sigámoslos!

Un brusco viraje, para no quedarse atrás. Se oyen gritos y zambullidas en el agua, tomamos por el estrecho canal, únicamente para toparnos con el bracear confuso de los dos barqueros. La balsa y la barca están alejándose. Los subimos a bordo. Uno pierde sangre por una sien, la cabeza medio rota.

—¡No hay que perderlos!

Sebastiano el Jorobado se pone a jurar y planta la larga pértiga en el fondo, empujando hacia delante.

Mientras envuelvo la cabeza del herido con un paño, me vuelvo hacia el otro superviviente:

—¿Quiénes coño son?

Responde casi sin aliento:

—Bandidos, don Ludovico, una emboscada. Bandidos sin Dios. ¡Ved en qué estado lo han dejado!

También yo empuño una pértiga, erguido en la proa, surcando un recodo desconocido. La voz cavernosa del barquero de los Miquez:

—Esto es peor que un laberinto, señoría. Pantanos y serpientes, miles y miles. De esta no vuelve nadie.

Protesto:

—Hay más de media carga en esa barca. No tengo la menor intención de perderla.

Entreveo la popa de la barca, no viajan demasiado rápidos, tal vez no se esperan ser perseguidos. Otro recodo desconocido a la izquierda y luego de nuevo la entrada de un estrechísimo canal nos hace perder la orientación. Mediodía, hace un sol de justicia, el horizonte inaccesible: ningún punto de referencia. Estamos ya por lo menos a un par de leguas lejos del río.

Empujo la pértiga con todas mis fuerzas, mientras pienso que solo había venido a Ferrara a despachar un encargo. Si me pongo a pensar dónde estoy y lo que estoy haciendo, casi me entran ganas de echarme a reír, pero me contengo, ya que detrás de mí Sebastiano escupe, jura y suda la gota gorda mientras golpea el fondo del río.

Ve o desaparecer ante mis ojos las dos embarcaciones, como tragadas por el agua. Busco un detalle, un simple detalle en la orilla del canal para fijar el punto exacto en el que las he perdido de vista. Un árbol muerto, con las ramas inmersas.

—¡Más rápido, más rápido!

Las blasfemias de Sebastiano marcan el ritmo de las brazadas. He aquí el árbol. Hago un gesto al Jorobado para que se detenga. Hurgo en la orilla opuesta con la pértiga, hasta descubrir un punto en el que el cañaveral se vuelve un poco más ralo. No parece un paso practicable, pero no pueden haber ido por ninguna otra parte.

—¡Adentro!

Sebastiano insiste:

—Señoría, hacedme caso, por ahí es imposible pasar.

Una ojeada al herido. La hemorragia se ha detenido, pero ha perdido el conocimiento. El otro barquero me mira con decisión y recoge un pequeño remo:

—Vamos.

Abro camino a la barca separando las cañas, que vuelven a cerrarse sobre nuestras cabezas y detrás de nosotros. Con la ayuda de la pértiga exploro el cañaveral palmo a palmo, a escasa distancia de la proa. Esta selva podría extenderse uniforme y compacta a lo largo de muchas leguas alrededor de nosotros. He de pensar únicamente en el invisible sendero de agua que la atraviesa, presintiendo dónde presenta menos resistencia la vegetación. Avanzamos cautelosamente, en absoluto silencio. Las cañas se terminan de repente. Una marisma se extiende hasta un islote llano y arenoso.

La barca. Cinco hombres: uno la asegura, los otros cuatro transportan dos cajas. Se adentran por una lengua de tierra. Mis dos remeros reanudan el ritmo, mientras yo vuelvo a coger el arcabuz. No nos han visto. Surcamos raudos las aguas estancadas. Levanta la mirada demasiado tarde, cuando ya estoy apuntando. El disparo levanta bandadas de aves en todas las direcciones. Cuando el humo se despeja lo veo arrastrarse hacia sus compañeros. Una caja es abandonada, lo cargan a hombros. De repente, nos quedamos encallados junto al islote. Desenvaino la daga y soy el primero en saltar a tierra: en el lodo hasta la cintura, plantado como un palo. Hasta me dan ganas de reír. Sebastiano salta a tierra más allá y me saca en peso.

—¡Vamos, vamos, señoría, que se nos escapan!

Al otro barquero:

—Carga el arcabuz y quédate de guardia en la barca.

Al trote corto por la lengua de tierra. Los vemos echar a andar con la caja y el herido. Las blasfemias de Sebastiano son proyectiles disparados sobre los fugitivos. Voy con la lengua fuera y tengo muchas ganas de echarme a reír.

Otro claro inundado y lleno de islotes atestados de cañabrava. Si corro un poco más seguro que me revienta el corazón.

De repente se paran.

Aminoro la marcha.

Sebastiano se pone a mi lado lanzando escupitajos. Respiro a pleno pulmón, cargo la pistola. Avanzamos, parecen armados solo con bastones. El herido está extendido en el suelo, podría estar muerto. Caras mugrientas y espantadas, sucios jirones cubriéndolos. Flacos, el pelo pegoteado a la cabeza como casquetes de barro. De una flacura que impresiona, pies descalzos. Ahora estamos ya muy cerca, apunto con la pistola, una ojeada al pobre miserable que se encuentra en el suelo: no está desmayado, parpadea. No veo sangre.

En ese momento, aparecen.

Un breve susurro de cañas y asoman una treintena de fantasmas harapientos, bastones de punta acerada y hoces en mano.

Mierda.

En torno, la marisma hasta donde alcanza la vista, mis bonitas ropas, el jorobado Sebastiano apoyado en la pértiga, rodeados por los salvajes.

Así pues, ¿así tenía que terminar la cosa?

Esta vez me río. Me río con ganas, desenfadadamente. Con la risa saco fuera la tensión y el cansancio. Debe de asombrarlos no poco, porque aprietan sus herramientas contra el pecho y se echan para atrás dubitativos.

De la tupida vegetación se alza un alboroto. Una forma destaca sobre todas las demás. Una cogulla cubierta de barro, dos palos atados formando un crucifijo cuelgan de su cuello. En la mano aprieta un nudoso bastón, con el que suelta golpes a diestro y siniestro, mascullando palabras incomprensibles.

Se acerca a la caja y la abre. Veo que levanta la vista al cielo, desconsolado. Increpa de nuevo a la turba en tono de reproche.

Viene hacia nosotros:

—Perdón, perdón, fratres, perdón.

La barba gris más larga que la mía, incrustada de barro e insectos. Los ojos, dos brasas azules entre las arrugas en las que parece anidar una mugre secular. Los cabellos le llegan hasta los hombros y recuerdan el nido de un pájaro.

—Perdonad, fratres. Mentes simples,
sicut pueri
. Para comer, comer
solum
.
Nunquam libres videro
, no saben.

En ese momento comienzo a notar movimiento en los islotes. El cañaveral tiene un orden artificial, se entrevén tabucos, sombras animadas. Amplias redes sujetas por cuerdas y palos a flor de agua.

Una aldea. ¡Dios mío, el cañaveral es una aldea!

—Ellos no conocen vuestra misión. No pueden. No saben leer. No malvados, ignorantes. Yo —se lleva la mano al pecho—, fray Lucifer, franciscano.

Busca las palabras:

—No temáis, fratres reverendísimos, yo sé. Misales de abadía. —Señala la caja—. Libros cristianísimos. Ellos no saben.

Se vuelve hacia su grey, con frases imposibles de entender para nosotros, pero que suenan como algo tranquilizador.

—Venid, venid.

Como una señal, y el claro cobra vida. Mujeres y niños salen de las cabañas y se asoman a la marisma. Los hombres afluyen hacia las casuchas en medio de un vocear difuso. El herido es levantado, habla, comparte también el estupor de los demás.

Sebastiano está con la boca abierta. Me lo llevo, intimándolo a que se esté callado.

Fray Lucifer, portador de luz al pueblo de los marginados, ocultos en las marismas del Po como en una fortaleza inexpugnable. Una marisma que se extiende desde la desembocadura del río hasta la región de las Romañas. Tierra de nadie, lejana y salvaje como el Nuevo Mundo. Fray Lucifer, dispuesto a evangelizar a estos olvidados hace casi treinta años, y olvidado a su vez él también aquí. Lejos de la lengua corriente y del destino de los estados. Perdido en medio de una mancha de tinta en el mapa, siguiendo el ejemplo del hermano Francisco de Asís, como si hubiera arrancado la cruz de Cristo para plantarla en las arenas movedizas de estas landas, desafiando la superstición pagana.

Treinta años.

Casi imposible de imaginar. Treinta años de distancia de los destinos de la Iglesia. De Lutero, de Calvino, de la Inquisición y del Concilio. Cultivando una fe fundada en la pura caridad con los humildes.

Haciendo caso omiso de nuestras ropas, nos ha tomado por misioneros igual que él, fray Tiziano y fray Sebastiano, enviados por la abadía de Pomposa, a fin de difundir la doctrina y el libro para enseñarla. Nos ha cubierto de sinceras lisonjas y pedido que oficiáramos la misa en su lugar. No he podido negarme.

Y así don Ludovico, regentador del burdel más lujoso de Venecia, bajo la apariencia de fray Tiziano, se ha encontrado ante el pueblo entero de la marisma celebrando el único rito religioso del que es capaz. Ha rebautizado a todos los adultos. Del primero al último.

En el momento del regreso se nos ha proporcionado un guía y un barril de anguilas vivas como regalo, a cambio de una nueva fe y de dos copias de
El beneficio de Cristo
.

El diario de Q.

Viterbo, 26 de febrero de 1548

Si puedo preciarme de conocer al viejo, este comenzará por los peces chicos tal como le he sugerido. Los libreros, los intermediarios, los impresores. Y si esto no basta para intimidar a los peces gordos, los financiadores de la operación, entonces ya se le ocurrirá algo para quitarlos de en medio. El viejo no actúa nunca impulsivamente, sabe esperar. También la muerte parece esperarlo, parece que no tenga ganas de llevárselo hasta que no vea cumplido su plan. A gente como Reginald Pole no la quita uno de en medio fácilmente, y mucho menos a familias influyentes como los Mendesi. Hay que pensar algo complejo, deshacer equilibrios consolidados. Los ricos judíos venecianos son personajes astutos, habituados a verse perseguidos, a pagar para salvarse, a estrechar fuertes vínculos con literatos y comerciantes, para convertirse casi en una misma cosa con ellos. Los Mendesi despiertan una obligada admiración, y sobre todo las mujeres, esas mujeres que han tenido que aprender el arte de la negociación y del subterfugio, de los negocios y de la política.

Pero poner en contra de uno a Carafa es siempre un error. Un error garrafal. ¿Quién mejor que yo para saberlo, que le sirvo desde hace treinta años?

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