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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Qumrán 1 (19 page)

BOOK: Qumrán 1
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—Pero todo eso hubiera podido ocurrir de otro modo y seguir llevando el nombre de cristianismo —continuó, separando las sílabas para que le comprendiéramos mejor, como si se dirigiera a nosotros desde lo alto de un faro—. Por eso al sabio no le molesta la aportación de los manuscritos, pues sabe que históricamente el cristianismo no es una religión fundada por Jesús y difundida por sus discípulos. El creyente no quiere saberlo y teme lo que el descubrimiento de los manuscritos le ha hecho presentir.

—¿Qué ha encontrado usted en sus textos? —interrumpió mi padre, en cuanto regresó la calma.

—Desconfían de mí y no me dieron los manuscritos más interesantes. Ni siquiera formo realmente parte del equipo internacional. Sin embargo, creo saber aproximadamente lo que contienen los demás, o lo sospecho al menos. Pero de momento no puedo decirles nada más pues es el tema del libro que estoy preparando.

De pronto, cambió de tono y preguntó con una extraña mirada:

—¿Saben que algunas setas pueden producir alucinaciones increíbles? Vengan —dijo con aire atareado.

Nos condujo a un ángulo de la estancia, sumido hasta entonces en la oscuridad. Encendió una pequeña lámpara que descubrió, en su halo, una especie de altar y, a su lado, unas pequeñas setas rojas con manchas blancas, de esas que uno se evitaría recoger al encontrarlas en el bosque. Manchadas de barro seco, tenían un aspecto blando, pegajoso y poco apetecible.

—Cada día consumo algunas y respiro el humo que de ellas se desprende. Así descubrí lo que ustedes siguen buscando.

Tomó un puñado de setas, las colocó en los carbones que cubrían ya el altar e inició su combustión con la llama de un candil de aceite. Pronto comenzaron a ascender las volutas de un humo negro que desprendía un olor tan fuerte que el aire se hizo irrespirable. Nos ahogábamos. Almond se mantenía imperturbable en medio de aquella nauseabunda nube, desgranando, como un sumo sacerdote, su turbio rosario de misas prohibidas:

—El cristianismo es producto de una seta alucinógena. Éste es el tema de mi futuro libro. Demostraré en él que Jesús no existió jamás, al igual que la religión cristiana, pues todos somos víctimas de una alucinación debida a una seta cuyos especímenes he encontrado también aquí, en el bosque de Manchester.

»Estudio sus propiedades en mí mismo. Cuando inhalo este humo, tengo visiones cristianas, de hombres crucificados y de Vírgenes con el Niño. Sorprendente, ¿no? —manifestó con una sonrisa sardónica—. ¿No quieren acercarse para probarlo?

»El sueño del hombre es convertirse en Dios, para ser omnipotente. Pero Dios guarda celosamente su poder y su saber. No soporta rival alguno a su lado. En su mansedumbre, admite sin embargo algunos mortales junto a él, pero sólo por un cortísimo momento durante el que les permite entrever la belleza de la omnisciencia y la omnipotencia. Para esos privilegiados, es una experiencia única: los colores son más vivos, los sonidos más audibles, cada sensación queda magnificada, cada fuerza natural multiplicada. Algunos hombres han muerto para entrever la eternidad, para alcanzar la visión mística, y su sacrificio ha dado origen a las grandes religiones, tanto el judaismo como el cristianismo.

»¿Y cómo llegar a la visión mística? Es una ciencia esotérica adquirida durante siglos de observación y a costa de peligrosas experiencias. Quienes poseían el secreto de las plantas eran los sacerdotes. Por lo general, no plasmaban por escrito su saber y sólo lo transmitían a los iniciados. Pero si un acontecimiento les obligaba a ello, por ejemplo una persecución, consignaban el nombre de los vegetales, el modo de utilizarlos y los ensalmos que los acompañaban, aunque de un modo lo bastante cifrado para que sólo las comunidades dispersas pudieran comprenderlo.

»Eso fue lo que ocurrió cuando, tras la revuelta judía del año 70 después de Cristo, el Templo fue destruido y Jerusalén saqueada. Los cristianos encontraron entonces una estratagema para conocer el mundo divino. La cosa funcionó tan bien que olvidaron el secreto sobre el que descansaba su experiencia extática, la fuente de la droga, la clave de la eternidad: la seta sagrada.
La Amanita muscaria
—prosiguió, tomando una seta por el pedúnculo para enseñárnosla—, vean su piel roja con pequeños puntitos blancos; contiene un poder alucinatorio muy fuerte. Vean su forma fálica, que hacía decir a los antiguos que era una réplica del dios de la fertilidad. Sí, como les digo, ahí está el hijo de Dios; su droga es una forma pura de la simiente divina. De hecho, es el propio Dios manifestado en la tierra.

—Pero ¿cuál es la relación entre la seta y los pergaminos? —le interrumpí.

—¿Cómo? ¿Pero no la ven? —exclamó frunciendo el ceño—. ¡Está muy claro! Si consideramos la escritura cuneiforme de los sumerios de Mesopotamia, vemos que los aluviones del suelo aportaban en abundancia una arcilla muy fina con la que se modelaban rombos en la palma de la mano. Pero la forma más antigua de las tablillas hechas por esta arcilla era circular y estriada, como una rueda, en resumen, exactamente como las laminillas del reverso del sombrero de una seta.

Está medio loco, pensé, sólo medio, pues lo que estaba diciendo no carecía de sentido. Mi padre, que debía de pensar que a aquel hombre lo estaba visitando el diablo, me acució para que nos marcháramos mientras él realizaba sus diabólicas inhalaciones.

«Entonces, el Eterno dijo a Satán: ¿De dónde vienes? Y Satán respondió al Eterno diciendo: Vengo de correr aquí y allá, por la tierra, y de pasear por ella.»

Cenamos en el hotel, y el ágape fue bastante triste. Mi padre lamentaba de nuevo haberse dejado convencer por su amigo Shimon Delam y haber aceptado aquella misión. Cuando excavaba el suelo durante horas y horas para encontrar una vieja piedra, cuando pasaba meses estudiando antiguos planos para encontrar ciudades perdidas, se batía contra el tiempo y contra el espacio. Pero ahora le parecía tener que luchar contra una entidad absolutamente abstracta, cuyos contornos se desvanecían a medida que él avanzaba.

Curiosamente, sentí que yo estaba tomando el papel principal en aquella historia y que, en vez de un guía, un aliado y un maestro, yo tenía a veces frente a mí a un enemigo a su pesar, que me desalentaba y parecía enojado cuando se acercaba a la verdad, tal vez tanto como quienes la ocultaban. Comprendí ya que tenía miedo. Y aquella angustia, confrontada a la mía y a las palabras del rabí, no dejaba de preocuparme. Sin embargo, pese a que yo mismo me sintiese intranquilo, tenía que tranquilizarle.

—Es ya el segundo país al que vamos y no hemos adelantado mucho. Topamos con muros de piedra o con locos —observó.

—¡Apenas estamos empezando! Cuando llevas a cabo una excavación, la cosa puede durar tres años, diez o incluso más. Y, en cierto modo, lo que estamos haciendo es una especie de investigación arqueológica.

—No, porque el descubrimiento se realizó ya hace años, y sólo estamos aquí para pegar los fragmentos. Es un trabajo de espías, no de arqueólogos. No, te lo aseguro, no estamos hechos para eso; no hubiera debido aceptar.

—Si queremos resultados, debemos volver a visitar a Almond. Deberíamos ir esta noche.

—¿Esta noche? ¡Ni lo sueñes! ¿Has visto en qué estado le hemos dejado? Sólo Dios sabe lo que debe de estar haciendo en estos momentos…

Muy avanzada la noche, sin que mi padre lo supiera, salí a hurtadillas del hotel y tomé un taxi para volver a casa de Almond. Pensé que sabía cosas interesantes, que sólo podría revelar en estado de trance, y era seguro que mi padre nunca me hubiera dejado partir. Por la experiencia mística de la devequt, yo sabía que hay verdades que sólo salen a la luz en ese estado extremo y me parecía que Almond debía llegar a él por efectos de la droga. No habría podido explicar todo eso a mi padre, pues el devequt es un secreto hasídico que pocas personas conocen; y tal vez Almond fuera una de ellas.

Era ya media noche cuando llamé a la puerta de su casa. Me abrió de inmediato. Le dije que había ido para probar sus humos mágicos y me dejó entrar. Ardían unas setas, exhalando un humo muy pesado, de nauseabundo olor. El vapor de agua llenaba la estancia y, de pronto, sentí que me volvía delicuescente, como si se me escapara el control de mis miembros. Pero no era la devequt. No lo era, pues yo no tenía conciencia de lo que estaba haciendo.

Tuve visiones terroríficas. En una siniestra morada, rodeada por lodazales acuosos, por marismas llenas de lodo, por ríos de sangre y fuego, por valles estériles, por lagos impasibles cuya agua fría y helada formaba pesadas placas de hielo verdoso, por llanuras aisladas y salvajes grutas, cavernas infernales donde se tramaban sombrías conjuras, me visitó el diablo en persona.

Cambiaba sin cesar de rostro. Tenía a veces los rasgos de Almond, a veces los de Johnson y también los de otros rostros que reconocí, los de Belcebú y sus demonios. Algunos serafines y querubines con alas de ángel y cara de niño se dedicaban con entusiasmo al conflicto, y a la blasfemia. Belberith sembraba las semillas del crimen en el espíritu de los hombres buenos. Astarot, príncipe de los trinos, responsable de la pereza y del cansancio, destilaba en todas partes antagonismo y odio. Azazel, príncipe de los demonios, enseñaba a la humanidad a fabricar armas de guerra. Como el chivo blanco, puro e inocente, y sin embargo manchado, mancillado por los crímenes y las faltas del pueblo judío, arrojado fuera de la ciudad hacia parajes desolados y desconocidos para expiar todo lo que no había cometido, blasfemias y perjurios, robos, crímenes y matanzas, yo estaba buscando a mi maestro negro.

Escuché un atroz sonido que desgarró la noche e hizo estremecer todo mi ser: el estridente soplo de los siete silbadores, esos pájaros desconocidos que ocupan los cielos nocturnos y que, según las antiguas leyendas, representan las almas de los judíos incapaces de encontrar la paz tras la crucifixión de Cristo. Luego, el rostro de Azazel dio paso al de Satán.

Era horrible. De su boca goteaba la sangre que acababa de chupar, la de los pobres, los esclavos y los inocentes. Sus ojos eran llamas de fuego que arrojaban purulentas chispas. De su cabeza, cubierta por varias coronas, brotaban dos cuernos afilados y cortantes como cuchillos; su cuerpo escuálido, deforme, sin huesos, estaba cubierto de ropas empapadas en charcos de sangre. Sus manos y sus pies tenían garras sucias y aceradas; entre sus piernas colgaba una larga cola.

Se acercó al pequeño altar donde ardían las setas y lo cubrió con un paño negro. A su alrededor, oscuras velas exhalaban un tóxico olor de pez y resina. En la mesa, junto al altar, estaba la pintura de Caravaggio que representaba a Cristo en la cruz.

Cuando me incliné para contemplarla, advertí que se había transformado por completo: el crucifijo, invertido, mostraba un Cristo completamente desnudo; su cuello hacía una horrible contorsión para levantarse, su cabeza inclinada mostraba una sonrisa insidiosa y obscena que descubría, tras sus carnosos labios, una lengua colgante, llena de baba.

Entonces el maligno entonó himnos y plegarias, cantando y recitando al revés. Tomó un cáliz lleno de agua y se lo llevó a la boca; cuando lo vertió sobre mi cabeza, el agua se transformó en vino. Lanzó blasfemias con voz sentenciosa y anunció que el día del juicio estaba cerca.

—Maestro de todos los asesinatos, discípulo de los crímenes, maestro de los pecados y los vicios, Dios de la recta razón, he aquí tu manuscrito —me dijo con una risa sardónica, tendiéndome un rollo de pergamino negro—, véndelo y recibirás un millón de dólares.

Al oír aquellas palabras, me revolqué en la alfombra, agité los pies en el aire y me arrastré boca abajo de un modo horrendo. Mi lengua chasqueó contra mi paladar; el ruido fue tan fuerte que hizo retemblar las paredes. Con las pupilas dilatadas, ladeé la cabeza sobre un hombro. Escuché a Satán blasfemando y cantando, con voz fuerte, «Este es mi cuerpo», mientras empalaba con sus cuernos una cabra negra.
«Acquerra Beytey, Acquerra Goity.»

—¡Para mí todo el dinero! —exclamé—. Tomaré los pergaminos y los venderé…

—Pero ¿es esto —me respondió una voz familiar—, es esto lo que hemos venido a hacer aquí? ¿Dónde está tu
galuth
? ¿Te has aventurado hasta aquí para adorar el becerro de oro y olvidar tu misión, tu proyecto, tu desafío?

—¡No! —respondí con un respingo de mi conciencia—, ¡no! Pues los escritos valen más que todo el oro del mundo.

Entonces me levantó con un poderoso soplo que me depositó en lo alto de la vieja mansión. Luego, desde abajo, me tendió el rollo y me dijo:

—He aquí el rollo, ven a buscarlo y será tuyo.

Desde lo alto del tejado, yo veía el manuscrito. Bastaba con dar un paso, un pequeño paso, y sería mío. El vacío no me daba miedo. Muy al contrario, ejercía sobre mí una irresistible seducción; era como una imperiosa llamada. El aliento del diablo me llegaba, entrecortado, diciéndome dulcemente: «¡Ven! ¡Da el paso! Es tan fácil… Todo lo que deseas está aquí, y sólo tienes que dar un paso». La tierra me atraía como un imán, como un objeto en caída libre. Cuanto más contemplaba la nada, más fascinado estaba. Entonces, cerré los ojos, adelanté una pierna…

Pero, de pronto, tuve la visión de mi padre que estaba durmiendo tranquilamente, mi padre que me esperaba y cuya confianza y fidelidad no podía traicionar.

—No —contesté retrocediendo bruscamente—, la vida vale más que los escritos.

Entonces Satán me devolvió al suelo. Luego me tendió el pergamino y clamó:

—Toma los manuscritos, y léelos, y podrás dominar el mundo si prometes adorarme.

—No —me apresuré a gritar, pues había comprendido que, para no dejarse tentar, era preciso no pensar en sus proposiciones, rechazarlas sin tan siquiera considerarlas—. Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él servirás —recité.

—Sí —repuso—. ¡Vas a leerlos!

Se acercó a mí. Sus ojos eran teas inflamadas, de su boca manaba una baba violácea, sus manos heridas goteaban sangre y me tendían los pergaminos, temblando de rabia. Entonces huí, corrí hasta perder el aliento tan lejos como pude. Durante una hora, me batí en retirada por la campiña desierta, aterrorizado por la idea de que Satán me perseguía para subyugarme. Finalmente, agotado, perdí el conocimiento.

Al día siguiente, desperté muy pronto junto a una carretera, a pocos kilómetros de la casa de Almond. Un camión me devolvió al hotel donde dormí hasta mediodía. Cuando me desperté, los recuerdos de la noche pasada se agitaron en mi cabeza como los de una pesadilla, que decidí olvidar a pesar de una persistente resaca.

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