Raistlin, mago guerrero

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, mago guerrero
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Pocos días después de superar la Prueba, Raistlin y Camaron abandonan la Torre de Wayreth. En la primera parte del viaje, los acompaña el protector del joven mago, Antimodes, quien les da una carta de presentación para un noble que recluta mercenarios. Con ello, el archimago alberga la esperanza de que los dos hermanos se preparen para afrontar los difíciles tiempos que se avecinan.

Por su parte, Kitiara también se une a un ejército que se está agrupando en la peligrosa ciudad de Sancrist a las órdenes del implacable general Ariakas. Las fuerzas de la Reina de la Oscuridad ponen en marcha los planes de su malvada señora y cuentan con la yuda de un ser que muchos creían legendario: un Dragón Rojo.

Margaret Weis

Raistlin, mago guerrero.

La forja de un túnica negra - 3

ePUB v2.1

OZN
 
21.05.12

Título: Raistlin, mago guerrero

Autor/es: Margaret Weis

Traducción: López Díaz-Guerra, Milagros

Edición: 1ª ed., 1ª imp.

Fecha Edición: 01/2008

ISBN: 9788448723439

Publicación: Ediciones Altaya, S.A.

Agradecimientos

Otro personajes de Dragonlance han de atribuirse a varios creadores, pero desde el principio Margaret dejó muy claro que Raistlin era suyo y sólo suyo. En ningún momento nos opusimos a que se encargara del oscuro mago, todo lo contrario. Parecía ser la única capaz de apaciguar su carácter y calmar su mente atormentada.

Tracy Hickman (tomado del prólodo de
Raistlin, el aprendiz de mago
)

Aún sigo sin conocer del todo a Raistlin. Con cada libro que escribo sobre él y su gemelo de sus aventuras en Krynn, descubro algo nuevo.

Margaret Weys

Para Tracy Hickman

Cita

No me interesa tu nombre, Túnica Roja. No quiero saberlo.

Si sobrevives a las tres o cuatro primeras batallas,

entonces, tal vez, te lo pregunte, pero no antes.

Solía aprenderme los nombres, pero era una maldita pérdida de tiempo.

No bien acababa de conocer a un pipiolo, estaba listo y tieso en mis brazos.

Ahora ya no me molesto

HORKIN, maestro hechicero

1

La niebla envolvía la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, y caía una fina llovizna que brillaba en las ventanas divididas por el parteluz. Las gotas que se acumulaban en los alféizares de piedra rebosaban y se escurrían por las negras paredes de obsidiana de la Torre hasta el patio, donde formaban charcos. En ese patio había una burra y dos caballos cargados con petates y alforjas, listos para emprender viaje.

La burra tenía gacha la cabeza, las orejas caídas y el lomo combado; era un animal malcriado al que le gustaba la avena seca, un establo cómodo y caliente, una calzada soleada y un paso de marcha sosegado y fácil.
Jenny
no veía razón por la que su amo tuviera que viajar en un día tan húmedo, así que se había resistido tercamente a todos los intentos de sacarla del establo. El corpulento humano que había tratado de hacerlo se estaba frotando ahora el muslo contusionado.

La burra seguiría todavía dentro de la cálida cuadra, pero había sido víctima de una treta, una sucia artimaña que le había tendido el humano corpulento. El aroma fragante a zanahoria, el jugoso olor a manzana… Eso había sido su tentación y su perdición. Y ahora estaba bajo la lluvia, sintiéndose explotada y completamente decidida a hacérselo pagar al humano grande, a todos ellos.

El jefe del Cónclave y Señor de la Torre de Wayreth, Par-Salian, observaba a la burra desde la ventana de sus aposentos, en la torre norte. Vio agitarse las orejas de la burra, y se encogió en un gesto reflejo cuando la pata izquierda trasera del animal soltó una coz a Caramon Majere, quien estaba intentando por todos los medios sujetar un fardo en la silla de la burra. Caramon, que ya había sido víctima del animal una vez, estaba ojo avizor y también había visto el revelador movimiento de las orejas, comprendió lo que presagiaba y se las arregló para esquivar la coz. Luego acarició el cuello del animal y sacó otra manzana, pero la burra agachó la cabeza. A juzgar por su actitud, pensó Par-Salian —y sabía bastante sobre burros aunque pocos habrían imaginado tal cosa—, la enojadiza bestia se estaba planteando tirarse al suelo y revolcarse.

Tan tranquilo, sin darse cuenta de que el equipaje que con tanto esmero había colocado estaba a punto de aplastarse y soltarse, por no mencionar que se empaparía en algún charco, Caramon empezó a cargar cosas en los dos caballos. A diferencia de la burra, los caballos se alegraban de salir del aburrido confinamiento de los establos, y estaban ansiosos de emprender un trote vivo y de tener la oportunidad de estirar los músculos y cambiar de aires. Retozaban, piafaban y caracoleaban juguetonamente sobre el adoquinado, soplaban y rebufaban a la lluvia, y miraban anhelantes hacia las puertas y la calzada que se perdía en la distancia.

También Par-Salian miraba el camino, pero era otro, el del futuro. Podía ver dónde conducía, y con mucha más claridad de lo que otros podían verlo actualmente en Krynn. Veía las duras pruebas y las penalidades, veía el peligro. También veía la esperanza, aunque su luz era tan tenue y débil como el mágico fulgor irradiado por el cristal que coronaba el bastón del joven mago. Par-Salian había pagado un precio terrible por esa esperanza y, de momento, su luz titilante sólo le revelaba más peligros. Empero, debía tener fe. Fe en los dioses, en sí mismo, en aquel que había elegido como su espada de combate.

Su «espada de combate» estaba en el patio, bajo la lluvia, sacudido por la tos, tembloroso y helado, observando cómo su hermano —que cojeaba levemente a causa del muslo contusionado— preparaba los caballos para el viaje. Un guerrero como el hermano habría rechazado de plano una espada así ya que, por las apariencias, todo parecía indicar que era débil y quebradiza, propensa a romperse con el primer golpe.

Quizá Par-Salian conocía mejor esa espada de lo que la propia arma se conocía a sí misma. Conocía la férrea voluntad del alma del joven mago, que al haberse templado con sangre y fuego, moldeado con el martillo de la fe y enfriado con sus propias lágrimas, era ahora una hoja de acero excelente, fuerte y afilada. Par-Salian había creado un arma de manufactura excepcional, pero, como todas, tenía doble filo. Podía utilizarse para defender a los débiles y a los inocentes o para atacarlos. Todavía ignoraba cuál de esos filos utilizaría la espada; y dudaba de que lo supiera ella misma.

El joven mago, vestido con su nueva Túnica Roja —unas ropas de confección casera, sin adornos, ya que no disponía de dinero para comprar otras mejores—, estaba de pie, encogido, debajo de un gran rosal trepador que florecía en el patio, buscando el escaso abrigo que podía ofrecerle de la lluvia. Los débiles hombros se sacudían de vez en cuando por la tos, y el joven se llevaba un pañuelo a la boca. Cada vez que esto ocurría, su hermano, saludable y robusto, hacía un alto en la tarea para volver la cabeza hacia su frágil gemelo y observarlo con ansiedad. Par-Salian podía ver que la irritación ponía tenso al otro joven, podía ver sus labios moviéndose y casi escuchar la seca increpación a su hermano para que continuara con su trabajo y lo dejara en paz.

Otra persona salió presurosa al patio, justo a tiempo de impedir que la burra tirara toda su carga. La aparición de Antimodes —un hombre de mediana edad, pulcro y atildado, vestido con ropas de color gris, ya que jamás estropearía su Túnica Blanca con la suciedad de los caminos, y una capa con embozo— resultó grata. Su buen talante pareció borrar de un plumazo la lobreguez del día; reprendió a la burra, bien que al tiempo le acariciaba las orejas, y luego dio instrucciones sobre alguna cosa del equipaje al gemelo robusto, a juzgar por la gesticulación de sus manos. Par-Salian no oía la conversación, pero sonrió al observarlo. Antimodes era un viejo amigo, así como mentor y patrocinador del joven mago.

Antimodes alzó la vista hacia la torre norte, a la ventana desde la que miraba Par-Salian. Aunque no podía ver al jefe del Cónclave desde donde se encontraba en el patio, sabía positivamente que Par-Salian se hallaba allí y que estaba observando. Antimodes frunció el ceño con enojo, asegurándose de que Par-Salian se diera perfecta cuenta de su enfado y desaprobación. La lluvia y la niebla eran obra del jefe del Cónclave, desde luego, ya que controlaba el tiempo que hacía en la Torre de la Alta Hechicería y los alrededores. Podría haber despedido a sus invitados con un sol radiante y una temperatura primaveral de haber querido.

En realidad el malhumor de Antimodes no se debía al mal tiempo. Era una mera excusa. La verdadera razón de su enojo era su disconformidad por el modo en que Par-Salian había llevado a cabo la Prueba del joven mago en la Torre de la Alta Hechicería. Era tan fuerte su desacuerdo que había arrojado una nube sobre la larga amistad de los dos hombres.

La lluvia era la forma de Par-Salian de decir: «Comprendo tu preocupación, amigo mío, pero no podemos vivir todos los días bajo un sol radiante. El rosal necesita lluvia para sobrevivir,, además del sol. Y este tiempo lóbrego, esta oscuridad deprimente no es nada, amigo mío, comparado con lo que está por llegar».

Antimodes sacudió la cabeza como si hubiese leído los pensamientos de Par-Salian y se dio media vuelta, malhumorado. Siendo un hombre práctico, pragmático, no apreciaba el simbolismo y le molestaba verse obligado a emprender viaje calado hasta los huesos.

El joven mago había estado observando atentamente a Antimodes. Cuando éste se dio la vuelta y continuó apaciguando a su irascible burra, Raistlin Majere alzó los ojos hacia la torre norte, a la misma ventana tras la que estaba Par-Salian. El archimago sintió la mirada de aquellos ojos —unos ojos dorados, cuyas pupilas tenían forma de reloj de arena— tocándolo, clavándose en su carne como si la punta de la espada hubiese hendido su piel. Los ojos dorados, con su visión maldita, no dejaban traslucir nada de los pensamientos que había tras ellos.

Raistlin no entendía totalmente lo que le había ocurrido, y Par-Salian temía el día en que el joven llegara a comprenderlo. Pero eso había sido parte del precio.

El archimago se preguntó si el joven mago estaba amargado, resentido. Su cuerpo había acabado destrozado y su salud había quedado quebrantada de manera irremediable. De ahora en adelante sería una persona enfermiza, presa fácil de la fatiga, atormentada por el dolor, dependiente de su hermano más fuerte. El resentimiento sería natural, comprensible. ¿O empezaba a aceptar su sino? ¿Opinaría que el excepcional acero de su hoja había valido el precio pagado? Seguramente no; aún desconocía su propia fuerza. Ya tendría tiempo de enterarse, si los dioses querían. Estaba a punto de recibir la primera lección.

Todos los archimagos del Cónclave habían participado en la Prueba de Raistlin o se habían enterado de lo ocurrido en ella a través de sus colegas. Ninguno de ellos quiso tomarlo como aprendiz.

—Su alma no le pertenece —argumentó Ladonna, de los Túnicas Negras—, y quién sabe en qué momento vendrá a reclamar su dueño lo que le pertenece.

El joven mago necesitaba instrucción, necesitaba adiestramiento no sólo en la magia, sino en la vida. Par-Salian había llevado a cabo ciertas indagaciones con discreción y dio con un maestro que confiaba le pudiera proporcionar el curso de aprendizaje más adecuado; un instructor insólito, pero en quien Par-Salian tenía mucha fe, aunque el propio interesado se habría quedado atónito si se lo hubiese dicho.

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