Rayuela (43 page)

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Authors: Julio Cortazar

BOOK: Rayuela
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El 18, que estaba despierto, se empeñó en hacerle compañía y Oliveira acabó por aceptar, decidido a echarlo apenas las operaciones defensivas alcanzaran cierta envergadura. Para la parte de los hilos el 18 resultó muy útil, porque apenas lo informó sucintamente de las necesidades estratégicas, entornó sus ojos verdes de una hermosura maligna y dijo que la 6 tenía cajones llenos de hilos de colores. El único problema era que la 6 estaba en la planta baja, en el ala de Remorino, y si Remorino se despertaba se iba a armar una de la gran flauta. El 18 sostenía además que la 6 estaba loca, lo que complicaba la incursión en su aposento.

Entornando sus ojos verdes de una hermosura maligna, le propuso a Oliveira que montara guardia en el pasillo mientras él se descalzaba y procedía a incautarse de los hilos, pero a Oliveira le pareció que era ir demasiado lejos y optó por asumir personalmente la responsabilidad de meterse en la pieza de la 6 a esa hora de la noche. Era bastante divertido pensar en responsabilidad mientras se invadía el dormitorio de una muchacha que roncaba boca arriba, expuesta a los peores contratiempos; con los bolsillos y las manos llenos de ovillos de piolín y de hilos de colores, Oliveira se quedó mirándola un momento, pero después se encogió de hombros como para que el mono de la responsabilidad le pesara menos. Al 18, que lo esperaba en su pieza contemplando las palanganas amontonadas sobre la cama, le pareció que Oliveira no había juntado piolines en cantidad suficiente. Entornando sus ojos verdes de una hermosura maligna, sostuvo que para completar eficazmente los preparativos de defensa se necesitaba una buena cantidad de rulemanes y una Heftpistole. La idea de los rulemanes le pareció buena a Oliveira, aunque no tenía una noción precisa de lo que pudieran ser, pero desechó de plano la Heftpistole. El 18 abrió sus ojos verdes de una hermosura maligna y dijo que la Heftpistole no era lo que el doctor se imaginaba (decía «doctor» con el tono necesario para que cualquiera se diese cuenta de que lo hacía por jorobar) pero que en vista de su negativa iba a tratar de conseguir solamente los rulemanes.

Oliveira lo dejó irse, esperanzado en que no volviera porque tenía ganas de estar solo. A las dos se iba a levantar Remorino para relevarlo y había que pensar alguna cosa. Si Remorino no lo encontraba en el pasillo iba a venir a buscarlo a su pieza y eso no convenía, a menos de hacer la primera prueba de las defensas a su costa. Rechazó la idea porque las defensas estaban concebidas en previsión de un determinado ataque, y Remorino iba a entrar desde un punto de vista por completo diferente. Ahora sentía cada vez más miedo (y cuando sentía el miedo miraba su reloj pulsera, y el miedo subía con la hora); se puso a fumar, estudiando las posibilidades defensivas de la pieza, y a las dos menos diez fue en persona a despertar a Remorino. Le transmitió un parte que era una joya, con sutiles alteraciones de las hojas de temperatura, la hora de los calmantes y las manifestaciones sindromáticas y eupépticas de los pensionistas del primer piso, de tal manera que Remorino tendría que pasarse casi todo el tiempo ocupado con ellos, mientras los del segundo piso, según el mismo parte, dormían plácidamente y lo único que necesitaban era que nadie los fuese a escorchar en el curso de la noche. Remorino se interesó por saber (sin muchas ganas) si esos cuidados y esos descuidos procedían de la alta autoridad del doctor Ovejero, a lo que Oliveira respondió hipócritamente con el adverbio monosilábico de afirmación adecuado a la circunstancia. Tras de lo cual se separaron amistosamente y Remorino subió bostezando un piso mientras Oliveira subía temblando dos. Pero de ninguna manera iba a aceptar la ayuda de una Heftpistole, y gracias a que consentía en los rulemanes.

Tuvo todavía un rato de paz, porque el 18 no llegaba y había que ir llenando las palanganas y las escupideras, disponiéndolas en una primera línea de defensa algo más atrás de la primera barrera de hilos (todavía teórica pero ya perfectamente planeada) y ensayando las posibilidades de avance, la eventual caída de la primera línea y la eficacia de la segunda. Entre dos palanganas, Oliveira llenó el lavatorio de agua fría y metió la cara y las manos, se empapó el cuello y el pelo. Fumaba todo el tiempo pero no llegaba ni a la mitad del cigarrillo y ya se iba a la ventana a tirar el pucho y encender otro. Los puchos caían sobre la rayuela y Oliveira calculaba para que cada ojo brillante ardiera un momento sobre diferentes casillas; era divertido. A esa hora le ocurría llenarse de pensamientos ajenos,
dona nobis pacem, que el bacán que te acamala tenga pesos duraderos
, cosas así, y también de golpe le caían jirones de una materia mental, algo entre noción y sentimiento, por ejemplo que parapetarse era la última de las torpezas, que la sola cosa insensata y por lo tanto experimentable y quizá eficaz hubiera sido atacar en vez de defenderse, asediar en vez de estar ahí temblando y fumando y esperando que el 18 volviera con los rulemanes; pero duraba poco, casi como los cigarrillos, y las manos le temblaban y él sabía que no le quedaba más que eso, y de golpe otro recuerdo que era como una esperanza, una frase donde alguien decía que las horas del sueño y la vigilia no se habían fundido todavía en la unidad, y a eso seguía una risa que él escuchaba como si no fuera suya, y una mueca que en la que se demostraba cumplidamente que esa unidad estaba demasiado lejos y que nada del sueño le valdría en la vigilia o viceversa.

Atacar a Traveler como la mejor defensa era una posibilidad, pero significaba invadir lo que él sentía cada vez más como una masa negra, un territorio donde la gente estaba durmiendo y nadie esperaba en absoluto ser atacado a esa hora de la noche y por causas inexistentes en términos de masa negra. Pero mientras lo sentía así, a Oliveira le desagradaba haberlo formulado en términos de masa negra, el sentimiento era como una masa negra pero por culpa de él y no del territorio donde dormía Traveler; por eso era mejor no usar palabras tan negativas como masa negra, y llamarlo territorio a secas, ya que uno acababa siempre llamando de alguna manera a sus sentimientos. Vale decir que frente a su pieza empezaba el territorio, y atacar el territorio era desaconsejable puesto que los motivos del ataque dejaban de tener inteligibilidad o posibilidad de ser intuidos por parte del territorio. En cambio si él se parapetaba en su pieza y Traveler acudía a atacarlo, nadie podría sostener que Traveler ignoraba lo que estaba haciendo, y el atacado por su parte estaba perfectamente al tanto y tomaba sus medidas, precauciones y rulemanes, sea lo que fueran estos últimos.

Entre tanto se podía estar en la ventana fumando, estudiando la disposición de las palanganas acuosas y los hilos, y pensando en la unidad tan puesta a prueba por el conflicto del territorio versus la pieza. A Oliveira le iba a doler siempre no poder hacerse ni siquiera una noción de esa unidad que otras veces llamaban centro, y que a falta de contorno más preciso se reducía a imágenes como la de un grito negro, un kibbutz del deseo (tan lejano ya, ese kibbutz de madrugada y vino tinto) y hasta una vida digna de ese nombre porque (lo sintió mientras tiraba el cigarrillo sobre la casilla cinco) había sido lo bastante infeliz como para poder imaginar la posibilidad de una vida digna al término de diversas indignidades minuciosamente llevadas a cabo. Nada de todo eso podía pensarse, pero en cambio se dejaba sentir en términos de contracción de estómago, territorio, respiración profunda o espasmódica, sudor en la palma de las manos, encendimiento de un cigarrillo, tirón de las tripas, sed, gritos silenciosos que reventaban como masas negras en la garganta (siempre había alguna masa negra en ese juego), ganas de dormir, miedo de dormir, ansiedad, la imagen de una paloma que había sido blanca, trapos de colores en el fondo de lo que podía haber sido un pasaje, Sirio en lo alto de una carpa, y basta, che, basta por favor; pero era bueno haberse sentido profundamente ahí durante un tiempo inconmensurable, sin pensar nada, solamente siendo eso que estaba ahí con una tenaza prendida en el estómago.
Eso
contra el territorio, la vigilia contra el sueño.

Pero decir: la vigilia contra el sueño era ya reingresar en la dialéctica, era corroborar una vez más que no había la más remota esperanza de unidad. Por eso la llegada del 18 con los rulemanes valía como un pretexto excelente para reanudar los preparativos de defensa, a las tres y veinte en punto más o menos.

El 18 entornó sus ojos verdes de una hermosura maligna y desató una toalla donde traía los rulemanes. Dijo que había espiado a Remorino, y que Remorino tenía tanto trabajo con la 31, el 7 y la 45, que ni pensaría en subir al segundo piso.

Lo más probable era que los enfermos se hubieran resistido indignados a las novedades terapéuticas que pretendía aplicarles Remorino, y el reparto de pastillas o inyecciones llevaría su buen rato. De todas maneras a Oliveira le pareció bien no perder más tiempo, y después de indicarle al 18 que dispusiera los rulemanes de la manera más conveniente, se puso a ensayar la eficacia de las palanganas acuosas, para lo cual fue hasta el pasillo venciendo el miedo que le daba salir de la pieza y meterse en la luz violeta del pasillo, y volvió a entrar con los ojos cerrados, imaginándose Traveler y caminando con los pies un poco hacia afuera como Traveler. Al segundo paso (aunque lo sabía) metió el zapato izquierdo en una escupidera acuosa y al sacarlo de golpe mandó por el aire la escupidera que por suerte cayó sobre la cama y no hizo el menor ruido. El 18, que andaba debajo del escritorio sembrando los rulemanes, se levantó de un salto y entornando sus ojos verdes de una hermosura maligna aconsejó un amontonamiento de rulemanes entre las dos líneas de palanganas, a fin de completar la sorpresa del agua fría con la posibilidad de un resbalón de la madona. Oliveira no dijo nada pero lo dejó hacer, y cuando hubo colocado nuevamente la escupidera acuosa en su sitio, se puso a arrollar un piolín negro en el picaporte. Este piolín lo estiró hasta el escritorio y lo ató al respaldo de la silla; colocando la silla sobre dos patas, apoyada de canto en el borde del escritorio, bastaba querer abrir la puerta para que cayera al suelo. El 18 salió al pasillo para ensayar, y Oliveira sostuvo la silla para evitar el ruido. Empezaba a molestarle la presencia amistosa del 18, que de cuando en cuando entornaba sus ojos verdes de una hermosura maligna y quería contarle la historia de su ingreso en la clínica. Cierto que bastaba con ponerse un dedo delante de la boca para que se callara avergonzado y se quedara cinco minutos de espaldas contra la pared, pero lo mismo Oliveira le regaló un atado nuevo de cigarrillos y le dijo que se fuera a dormir sin hacerse ver por Remorino.

—Yo me quedo con usted, doctor —dijo el 18.

—No, andate. Yo me voy a defender lo más bien.

—Le hacía falta una Heftpistole, yo se lo dije. Pone ganchitos por todos lados, y es mejor para sujetar los piolines.

—Yo me voy a arreglar, viejo —dijo Oliveira—. Andate a dormir, lo mismo te agradezco.

—Bueno, doctor, entonces que le vaya bonito.

—Chau, dormí bien.

—Atenti a los rulemanes, mire que no fallan. Usted los deja como están y ya va a ver.

—De acuerdo

— Si a la final quiere la Heftpistole me avisa, el 16 tiene una.

—Gracias. Chau.

A las tres y media Oliveira terminó de colocar los hilos. El 18 se había llevado las palabras, o por lo menos eso de mirarse uno a otro de cuando en cuando o alcanzarse un cigarrillo. Casi en la oscuridad, porque había envuelto la lámpara del escritorio con un pulóver verde que se iba chamuscando poco a poco, era raro hacerse la araña yendo de un lado al otro con los hilos, de la cama a la puerta, del lavatorio al ropero, tendiendo cada vez cinco o seis hilos y retrocediendo con mucho cuidado para no pisar los rulemanes. Al final iba a quedar acorralado entre la ventana, un lado del escritorio (colocado en la ochava de la pared, a la derecha) y la cama (pegada a la pared de la izquierda). Entre la puerta y la última línea se tendían sucesivamente los hilos anunciadores (del picaporte a la silla inclinada, del picaporte al cenicero del vermut Martini puesto en el borde del lavatorio, y del picaporte a un cajón del ropero, lleno de libros y papeles, sostenido apenas por el borde), las palanganas acuosas en forma de dos líneas defensivas irregulares, pero orientadas en general de la pared a la izquierda a la de la derecha, o sea desde el lavatorio al ropero la primera línea, y de los pies de la cama a las patas del escritorio la segunda línea. Quedaba apenas un metro libre entre la última serie de palanganas acuosas, sobre la cual se tendían múltiples hilos, y la pared donde se abría la ventana sobre el patio (dos pisos más abajo). Sentándose en el borde del escritorio, Oliveira encendió otro cigarrillo y se puso a mirar por la ventana; en un momento dado se sacó la camisa y la metió debajo del escritorio. Ahora ya no podía beber aunque sintiera sed. Se quedó así, en camiseta, fumando y mirando el patio, pero con la atención fija en la puerta aunque de cuando en cuando se distraía en el momento de tirar el pucho sobre la rayuela. Tan mal no se estaba aunque el borde del escritorio era duro y el olor a quemado del pulóver le daba asco. Terminó por apagar la lámpara y poco a poco vio dibujarse una raya violeta al pie de la puerta, es decir que al llegar Traveler sus zapatillas de goma cortarían en dos sitios la raya violeta, señal involuntaria de que iba a iniciarse el ataque. Cuando Traveler abriera la puerta pasarían varias cosas y podrían pasar muchas otras. Las primeras eran mecánicas y fatales, dentro de la estúpida obediencia del efecto a la causa, de la silla al piolín, del picaporte a la mano, de la mano a la voluntad, de la voluntad a... Y por ahí se pasaba a las otras cosas que podrían ocurrir o no, según que el golpe de la silla en el suelo, la rotura en cinco o seis pedazos del cenicero Martini, y la caída del cajón del ropero, repercutieran de una manera o de otra en Traveler y hasta en el mismo Oliveira porque ahora, mientras encendía otro cigarrillo con el pucho del anterior y tiraba el pucho de manera que cayese en la novena casilla, y lo veía caer en la octava y saltar a la séptima, pucho de mierda, ahora era tal vez el momento de preguntarse qué iba a hacer cuando se abriera la puerta y medio dormitorio se fuera al quinto carajo y se oyera la sorda exclamación de Traveler, si era una exclamación y si era sorda. En el fondo había sido un estúpido al rechazar la Heftpistole, porque aparte de la lámpara que no pesaba nada, y de la silla, en el rincón de la ventana no había absolutamente el menor arsenal defensivo, y con la lámpara y la silla no iría demasiado lejos si Traveler conseguía quebrar las dos líneas de palanganas acuosas y se salvaba de patinar en los rulemanes. Pero no lo conseguiría, toda la estrategia estaba en eso; las armas de la defensa no podían ser de la misma naturaleza que las armas de la ofensiva. Los hilos, por ejemplo, a Traveler le iban a producir una impresión terrible cuando avanzara en la oscuridad y sintiera crecer como una sutil resistencia contra su cara, en los brazos y en las piernas, y le naciera ese asco insuperable del hombre que se enreda en una tela de araña.

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