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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (11 page)

BOOK: Reamde
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Vaciló ante la palabra señorita mientras comprobaba su dedo anular izquierdo y veía que no tenía ningún anillo.

La señorita Levy era solo «señorita» porque las lesbianas no podían casarse en el estado de Washington, pero estuvo dispuesta a dejarlo correr.

—Eso sería magnífico —dijo—. Esa parte del Canon es ahora mismo un gran vacío.

—Me alegraré de servirles de ayuda. Pero tengo algunas preguntas.

—¿Sí?

—K’Shetriae. El nombre de la raza de elfos. Extrañamente parecido a Kshatriya, ¿no es así?

Todos en este lado de la mesa se quedaron en blanco excepto Nolan. A la mitad de la mesa, sin embargo, Premjith Lal, que dirigía uno de los departamentos de Cosas Raras, estiró las orejas.

—¡Sí! —exclamó Nolan, asintiendo y sonriendo—. Ahora que lo menciona... es muy similar.

—¿Le importa explicarlo? —preguntó Richard.

—¡Premjith! —llamó Nolan—. ¿Eres kshatriya?

Premjith asintió. Estaba demasiado lejos para hablar. Extendió ambas manos, se agarró las orejas y tiró de ellas, poniéndolas de punta, como de elfo.

—Es una casta hindú —explicó Nolan—. La casta guerrera.

—No puedo dejar de preguntarme si la persona que acuñó ese nombre pudo haber oído la palabra «kshatriya» en algún otro contexto y más tarde, cuando buscaba una secuencia de fonemas de sonido exótico, la recuperó, digamos, de su memoria, pensando que era una idea original.

Richard trató con todas sus fuerzas de no mirar a Devin, pero era como si alguien le hubiera metido un palo en la oreja y le hubiera dado una patada. Segundos más tarde todo el mundo miraba a Devin, que se estaba poniendo rojo. Ganó tiempo unos instantes bebiendo su Coca-Cola light y jugueteando con la servilleta, y luego alzó la cabeza con gran confianza y dijo:

—Hay un número finito de fonemas, y solo un número limitado de combinaciones que se pueden unir para crear palabras en lenguajes imaginarios. Todo nombre que se elabore se parecerá al nombre de una casta o un dios o un distrito de riego de algún lugar del mundo. ¿Por qué no pasar del tema y seguir adelante?

Premjith intervino.

—Hay algo así como cien millones de kshatriya a los que les va a divertir esta aspecto del Canon —recalcó. No estaba molesto, sino divertido. Richard anotó mentalmente invitar a Premjith a comer sushi y averiguar si había más cosas mal en T’Rain que hubiera advertido y no le hubiera apetecido mencionar.

—Cien millones... —repitió Devin, no tan fuerte como para que Premjith lo oyera—. Apuesto a que dentro de cinco años tendremos más K’Shetriae en T’Rain que Kshatriya aquí.

—Si la memoria no me falla, se escribe con apóstrofe entre una K mayúscula y una S mayúscula, ¿no? —preguntó Don Donald.

—Así es —dijo Devin, y miró a Geraldine, que asintió.

—Ahora el apóstrofe se usa para marcar una elisión.

—Una letra perdida —tradujo Plutón—. Como cuando en inglés se contrae una negación.

—Sí, exactamente —continuó Don—. Lo cual me lleva a preguntar por qué la S de «K’Shetriae» va en mayúsculas. ¿Hay que deducir que «Shetriae» es una palabra separada que es a su vez un nombre propio? Y si es así, ¿qué tenemos que entender del apóstrofe de la K? ¿Es, por ejemplo, algún tipo de artículo?

—Claro, ¿por qué no? —dijo Devin.

D-al-cuadrado, tras haber lanzado el anzuelo, se contentó con unos momentos de discreto silencio, pero Plutón estalló.

—¿Por qué no? ¿Por qué no?

Richard solo pudo seguir mirando, como si contemplara desde el otro lado del valle un alud arrollar a un esquiador.

—Si es un artículo —dijo Don Donald—, ¿entonces qué es el apóstrofe en T’Rain? ¿Qué es el apóstrofe de la D de D’uinn? ¿Cuántos artículos tiene este idioma?

Silencio.

—O tal vez la K, la T, y la D no son artículos sino algún otro rasgo lingüístico.

Silencio.

—O tal vez el apóstrofe se utiliza para indicar algo diferente a la elisión.

Silencio.

—En cuyo caso, ¿qué indica?

Richard no pudo soportarlo más.

—Parece chulo —dijo.

Don Donald se volvió hacia él con una expresión sonriente y fascinada. Tras él, Richard pudo ver que todos los demás se desmoronaban: las cosas se habían vuelto un poco tensas.

—¿Perdone, Richard?

—Mire, Donald. Es usted el único tipo en este sector concreto de la economía que domina todo esto de los lenguajes antiguos como usted lo hace. Todos los demás se lo inventan. Cuando un tipo quiere una palabra que parezca exótica, le coloca un par de apóstrofes. Tal vez un par de letras que normalmente no van juntas, como la Q y la Z. De eso estamos tratando aquí.

Silencio de un sabor distinto.

—Soy consciente de que esto no encaja exactamente con su M. O. —añadió Richard.

—¿M. O.?

—Modus operandi.

—Mmm —dijo Don.

—Si quiere inventar algún lenguaje —ofreció Devin—, no se corte.

—Mmm —repitió Don.

Richard miró a Geraldine, que estaba pensando con tanta intensidad que de su peinado salían volutas de humo.

—Señor Olszewski —dijo finalmente Don—, ¿puedo plantar un volcán aquí?

—¿Aquí?

—Sí, en esta misma propiedad.

—¿Tiene en mente algún tipo de volcán?

—Oh, digamos un monte Etna. Siempre me ha gustado.

—Imposible —dijo Plutón—. Es un estrato-volcán joven, muy activo. Las Selkirk no son geológicamente tan activas. El tipo de roca que hay aquí...

—Simplemente no tendría sentido —dijo Don, resumiendo y cortando lo que prometía ser un largo y devastador recorrido por el mundo de la vulcanología—. Sería incoherente.

—¡Totalmente!

—Me temo que una situación análoga podría obtenerse en el caso de todos esos apóstrofes. Mi colega se ha abstenido de acuñar palabras, es cierto. Pero ha sido necesario, ¿no?, acuñar los nombres de las razas de T’Rain, y el del mundo mismo. Y en algunos casos, como «K’Shetriae», el apóstrofe va seguido de una letra mayúscula, mientras que en otros, como «D’uinn», la letra siguiente es minúscula, una situación que requiere algún tipo de explicación coherente. Al menos si voy a continuar con mi trabajo al modo en el que estoy acostumbrado.

Richard advirtió la amenaza implícita.

—Gracias por haber venido desde Vancouver —dijo Peter. No se habían presentado, ni se habían estrechado la mano, solo se habían calibrado para confirmar con un gesto con la cabeza que eran quienes eran.

—Este sitio es la leche —dijo Wallace. No parecía la clase de hombre que se confundía muy a menudo, o que lo admitía, al menos. Durante medio minuto no tuvo ojos más que para las vigas entrecruzadas que fingían sostener el techo—. ¿Dónde las he visto antes?

Sus ojos se dirigieron a Peter, que lo miraba con cautela. Devolvió su atención a la taberna: sus muebles rústicos, sus ventanas de vidrio emplomado, su suelo de tablas de madera clavadas. Pero finalmente fue la cubertería lo que delató. Cogió un tenedor y contempló asombrado el motivo estampado en el mango: una burda pauta geométrica inspirada en las runas nórdicas.

—¡La madre que me parió! —dijo—. ¡Dwinn!

—¿Cómo dice? —dijo Peter, horrorizado por cómo iban saliendo las cosas.

Wallace sonrió (otra cosa que, sospechó, no hacía a menudo) y dirigió una mirada hacia la bolsa de su portátil, que había dejado en la silla vacía que tenía al lado.

—Podría enseñarle... —dijo—. Podría enseñarle este sitio ahora mismo, en T’Rain.

—¿Juega a T’Rain? —preguntó Peter, viendo una oportunidad para, por fin, iniciar una conversación.

—Todos tenemos nuestros vicios. Cada uno trae su propio tipo de problemas. Una adicción a T’Rain es menos peligrosa que muchas otras que podría nombrar. Hablando de lo cual, ¿qué tiene que hacer un hombre para tomarse un agua con gas en este sitio?

Wallace hablaba con acento escocés, lo cual fue una sorpresa para Peter y creó un segundo retraso temporal en sus respuestas mientras se esforzaba por comprender lo que decía. Pero cuando comprendió lo del agua con gas, se volvió en su asiento, se levantó a medias, y llamó al camarero.

A Peter seguía sin gustarle el rumbo de la conversación. Wallace lo había desequilibrado por completo al hablar de T’Rain y lo había impulsado a pedirle una bebida. Sin embargo, ahora cambió un poco su actitud, como si lo estuviera educando. Haciéndole un favor.

—Este es el salón de festines del rey Oglo de los Dwinn Rojos del Norte. He estado aquí diez, tal vez quince veces.

—Quiere decir que ha estado su personaje.

—Sí, a eso me refiero —dijo Wallace, y no tuvo que añadir «gilipollas sin cerebro».

Wallace había entrado con un gabán, un atuendo que Peter solo había visto en las películas. Probablemente era el único gabán en un radio de doscientos kilómetros. Un atuendo de caballeros. Tenía otras leves características de pijerío. Se había apartado el pelo rojo encanecido de la frente moteada por el sol, que mostraba un hendidura sobre la sien izquierda donde habían extirpado un tumor de piel. Gafas para leer colgadas de una cadena de oro. La camisa abierta en el cuello. Su blanco tejido tendría buen aspecto bajo un traje elegante pero le proporcionaría muy poca protección si tenía que pararse a cambiar un neumático. En su mano derecha mostraba un grueso sello de oro.

—Yo no juego a T’Rain —dijo Peter, aunque a estas alturas eso parecía bastante obvio.

—¿A qué juega?

—Me gusta el snowboard. El tiro. A veces...

—No me refiero a eso. Le pregunto por su vicio y a qué tipo de problemas conducen. —Wallace golpeó la mesa con el sello.

Peter guardó silencio unos instantes.

—Y no intente decirme que ninguno, porque los dos sabemos por qué estamos aquí.

Tap tap tap
.

—Sí, pero eso no quiere decir que sea por cosa de vicio —dijo Peter.

Wallace se echó a reír, pero no de la forma complacida en que se había reído cuando reconoció que estaba sentado en el salón de festines del rey Oglo.

—Contactó usted conmigo a través de ciertos individuos de Ucrania que no son exactamente ciudadanos respetables. He comprobado quién es. He leído todos los posts que ha hecho, empezando a la edad de doce años, en chats de hackers, escribiendo con esa ridícula forma ortográfica que todos emplean. Hace tres años pasó usted a los archivos bajo su nombre real diciendo que era un hacker de sombrero gris, lo que es igual que admitir que antes era de sombrero negro. Y hace un año fue contratado por esa empresa de seguridad donde la mitad de los fundadores ha cumplido condena, por el amor de Dios.

—Mire. ¿Qué quiere que diga? Estamos aquí. Estamos teniendo este encuentro. Los dos sabemos por qué. Así que no es que le esté mintiendo.

—Muy cierto. Lo que intento establecer es que usted le ha estado mintiendo a todo el mundo, incluyendo, imagino, a esa amiga suya que se está tomando el cappuccino allí al fondo. Y me es valioso saber qué vicios o problemas le llevaron a todas esas mentiras.

—¿Por qué? Tengo lo que ha venido a buscar.

—Eso es lo que estoy intentando establecer.

Peter rebuscó en el gran bolsillo exterior de su chaqueta y sacó una carátula de DVD que contenía un solo disco sin marcar, blanco en la parte superior, púrpura iridiscente por abajo.

—Aquí está.

Wallace pareció disgustado.

—¿Así es como quiere entregarlo?

—¿Hay algún problema?

—He traído un netbook. No tiene disquetera. Esperaba que trajera un pen.

Peter lo consideró.

—Creo que puede arreglarse. Espere un segundo.

—Ese tipo acaba de hacerle un encargo a tu novio —observó Richard, poco después de que Peter se sentara frente al desconocido junto a la chimenea.

—¿Un encargo?

—Le ha dado un trabajo que hacer. «Llama la atención del camarero. Pídeme una bebida.» Algo de esa naturaleza.

—No te entiendo.

—Es una táctica —explicó Richard—. Cuando acabas de conocer a alguien e intentas sondearle. Le das una tarea para ver cómo reacciona. Si la acepta, puedes continuar y darle una tarea más grande luego.

—¿Es una táctica que usas?

—No, es manipulación. O trabajan para mí o no lo hacen. Si trabajan para mí, puedo asignarles tareas y no hay ningún problema. Si no trabajan para mí, entonces no tengo nada que hacer asignándoles tareas.

—Entonces estás diciendo que el amigo de Peter lo está manipulando.

—Conocido.

—Es una especie de contacto de negocios —aventuró Zula.

—¿Entonces por qué no se acerca a saludar?

—Buena pregunta —dijo Zula—. Probablemente teme que me enfade con él si interrumpe nuestras vacaciones por un asunto de negocios.

«¿Entonces te ha mentido?», pensó Richard, pero no lo dijo en voz alta. Si presionaba demasiado, podría conseguir el resultado opuesto de lo que quería.

Además, Peter volvía ahora a la mesa.

—¿Tiene alguno de vosotros un pen que pueda utilizar?

La pregunta quedó flotando en el aire como una nube invisible de flatulencia.

—Quiero pasar algunas fotos de ordenador a ordenador —explicó.

Richard, Zula y Peter llevaban un rato allí, comprobando de vez en cuando el correo electrónico o jugueteando con las fotos de vacaciones, y por eso Richard tenía la bolsa de su portátil entre los pies. Se la puso en el regazo y buscó en un bolsillo externo.

—Aquí tienes —dijo.

—Ahora mismo te lo devuelvo.

—No te molestes —dijo Richard, escandalizado, de manera absolutamente anticuada, por la incapacidad de Peter para usar las palabras mágicas—. Es demasiado pequeño. Iba a comprar uno nuevo mañana. Borra lo que tenga, ¿quieres?

Peter regresó a la mesa, sacó su portátil, e insertó el pen drive. Su ordenador, un Linux, lo identificó como un sistema de archivos de Windows, cosa que era lo que necesitaba pues el ordenador de Wallace también operaba en Windows. Encontró varios archivos en el pen y los borró. Luego sacó el DVD de su funda y lo conectó.

—¿Por qué no usa la copia local de su ordenador? —le preguntó Wallace.

—¡Oh, buena pregunta con trampa! —dijo Peter—. Es como le decía. Solo hay una copia. Está en el DVD. No voy a engañarlo.

El DVD apareció como icono en su escritorio. Lo abrió, y contenía solo un archivo. Lo arrastró hasta el icono del pen drive y esperó unos segundos mientras se transferían los archivos.

—Ahora, ya son dos copias —dijo. Salió del pen y lo desenchufó—.
Voilá
—dijo, alzándolo—. El material. Tal como prometí.

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