Retrato en sangre (18 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Ella debía de tener una expresión de extrañeza, porque él sonrió y agregó:

—Es mi nombre auténtico. Es importante que comprendas que no voy a mentirte. Nada de falsedades. Todo será verdad. O algo que pase por serlo.

Anne Hampton asintió con la cabeza. Ni por un instante dudó de él. Se preguntó por qué, pero enseguida desechó la idea.

—Hay un problema —dijo Douglas Jeffers. De repente su voz había adquirido un tono siniestro que la asustó.

—No, no, no, problemas no, por favor —se apresuró a decir Anne.

Él levantó la vista al cielo. A Anne le pareció que estaba reflexionando profundamente.

—Opino que tienes que cambiarte el nombre —dijo él—. No me gusta el que tienes, viene de antes, y necesitas uno nuevo para ahora y a partir de ahora.

Ella asintió. Le sorprendió que a ella misma le pareciera una idea razonable.

Jeffers indicó el coche, y ella se acomodó en su asiento.

—El cinturón —dijo él. Ella obedeció—. Vas a convertirte en biógrafa —le anunció.

—¿Biógrafa?

—Eso es. En la guantera encontrarás cuadernos y bolígrafos. Son para ti. Cerciórate de llevar siempre suficientes para anotar lo que yo diga.

—No lo entiendo exactamente —dijo Anne Hampton.

—Ya te lo explicaré por el camino.

La miró y sonrió.

—A partir de ahora eres Boswell —dijo.

—¿Boswell?

—Sí. —Sonrió—. Una pequeña broma literaria, si no te importa. —Cerró la portezuela, dio la vuelta al coche y se subió al asiento del conductor. Ella lo observó ponerse el cinturón de seguridad y encender el contacto—. Prueba el tirador de tu puerta —indicó. Anne Hampton puso la mano en el tirador y tiró. La manilla se movió, pero la puerta no se abrió—. Uno de los aspectos más interesantes del diseño del Chevrolet Camaro es que los tiradores de las puertas son notablemente fáciles de desconectar. Así que cada vez que paremos tendrás que esperar a que yo salga y te abra la puerta. ¿Entendido?

Anne Hampton afirmó con la cabeza.

—Sí, entiendo.

—Eso lo aprendí en Cleveland, cuando cubría el entrenamiento de un jugador de fútbol americano al que le gustaba recoger prostitutas y hacer exhibicionismo. Cuando intentaban bajarse del coche, no podían. Eso era lo que lo excitaba de verdad. —Douglas Jeffers la miró—. Verás, cosas como ésas son las que tendrás que escribir. —Señaló con la cabeza la guantera.

Anne experimentó un momento de pánico y se apresuró a alargar la mano para abrirla.

Pero él la detuvo.

—No pasa nada, sólo estoy poniéndote un ejemplo. —La miró—. Es que Boswell toma nota de todo.

Anne Hampton asintió.

—Bien —dijo él—. Boswell.

A continuación metió la marcha y aceleró suavemente, internándose con lentitud en la oscuridad de la autopista. Anne Hampton giró la cabeza y contempló una vez más las estrellas. De pronto se acordó de aquella canción infantil y la repitió para sí: «Estrellita, estrellita, la primera de esta noche, haz que mi deseo se haga realidad.»

«El deseo de vivir», pensó.

IV
Una sesión habitual de los «niños perdidos»
7

Las obscenidades rasgaban el aire a su alrededor, pero él no les prestaba atención. En lugar de eso, imaginaba a su hermano sentado en la cafetería del hospital, sonriendo con una despreocupación que a él le parecía más propia de un adolescente, pero que en el rostro de adulto de su hermano adquiría una expresión extrañamente inquietante. Intentó acordarse del régimen de sus pensamientos, pero se atascó únicamente en el momento en que él le dijo con necio sentimentalismo: «¿Sabes?, me habría gustado que hubiésemos tenido una relación más cercana, al hacernos mayores…»

Y la respuesta de su hermano, cruel, críptica, insondable: «Oh, la tenemos más cercana de lo que crees.»

«¿Cómo de cercana creo yo?», se preguntó Martin Jeffers.

A su derecha, las voces de dos de los hombres habían ido aumentando de volumen poco a poco, incrementando gradualmente el tono y el contenido hasta rozar la rabia. Jeffers se volvió y los miró intentando valorar la índole y el fondo de aquella disputa, prudente, cauteloso, comprendiendo que la confrontación era un elemento integrante de la terapia, pero igualmente que aquéllos eran hombres violentos y que él no deseaba formar parte del salvajismo que, estaba seguro de ello, eran capaces de infligirse el uno al otro. Tuvo la idea un poco extraña de que se parecían a unas ancianas peleándose, discutiendo menos por una idea o un auténtico conflicto que por el gusto mismo de discutir. De modo que decidió no intervenir.

—No creo que hayas dicho eso en serio.

Aquél era uno de sus comentarios de costumbre. Sabía que los hombres se sentían frustrados debido a las posturas ambiguas que adoptaba él; en su mayoría, eran personas de ideas y sentimientos concretos. Lo que deseaba él era hacerlos pensar y después sentir, en abstracto. Una vez que fueran capaces de enpatizar, pensaba, podrían recibir un tratamiento.

Se acordó de un profesor de la facultad de medicina que les decía a sus alumnos: «Pensad en la experiencia de la enfermedad. Considerad cómo controla nuestros sentidos, nuestros sentimientos, nuestras emociones. Y luego recordad que, por muy capaces que os creáis como médicos, solamente valéis lo que valga vuestro último diagnóstico acertado.» A lo cual, una década más tarde, Martin Jeffers pensó que debería haber agregado: «Y vuestro último tratamiento.»Jeffers contempló a los dos hombres que discutían.

—Que te jodan —dijo el primero, apartándolo con un gesto de la mano un tanto desvaído.

—Primero jódete tú —intervino el segundo—. Y más te vale que lo disfrutes, porque no vas a joder a nadie más en mucho tiempo…

—Mira quién habla.

—Exacto, deberías mirar con quién hablas, hombrecillo.

—Oh, mira cómo tiemblo. Me están temblando las manos de miedo.

Jeffers observó detenidamente a los dos hombres. Buscó en cada uno de ellos indicios de que la discusión fuera a levantarlos de sus asientos. Aquella discusión en particular no lo preocupaba en exceso; Bryan y Senderling se peleaban con frecuencia. Mientras se intercambiasen insultos, todo iba a quedar en un enfrentamiento verbal. En circunstancias distintas, supuso Jeffers, probablemente los considerarían amigos. Era el silencio lo que lo preocupaba a él. A veces dejaban de hablar. No era ese silencio de no saber qué decir o causado por el aburrimiento, o por estar esperando a que alguien diga algo; era un silencio forzado por la ira. Luego podía ser un entornarse de los ojos y el hecho de clavarlos en el oponente lo que presagiaba un ataque, o a veces una sutil tensión en los músculos. Jeffers se dijo que con frecuencia pasaba el tiempo buscando nudillos blancos en los dedos que aferraban los reposabrazos de las sillas. Recordó Jeffers que en una ocasión hubo un hombre de un grupo que siempre se sentaba en el borde de la silla, con las piernas cruzadas en forma de aspa. Una mañana, cuando descruzó las piernas, Jeffers se puso al punto en pie, dispuesto a interceptar la explosión que tuvo lugar segundos después. Jeffers comprendió, conforme fueron pasando los meses, que había llegado a conocer a cada hombre de aquel grupo no sólo como una colección de recuerdos y experiencias, sino también por una postura física reconocible. El hecho de que hubiera en su despacho doce expedientes repletos de anotaciones era algo que cabía esperar; no resultaba fácil reunir los requisitos adecuados para ser uno de los «niños perdidos». Hacían falta dos cosas: depravación y la mala suerte de sentirse comprometido con ello.

—¡Jódete!

—¡Jódete tú también!

Las obscenidades eran el código de aquel grupo, y corrían por todas partes como si fueran monedas de escaso valor. Se preguntó ociosamente cuántas veces habría oído aquel día la palabra «joder». ¿Cien veces? Seguro que más. Mil, quizá. Para él, aquella palabra ya no tenía ninguna relación con el acto sexual. Se empleaba en cambio como una forma de puntuación en aquel grupo. Algunos de ellos utilizaban la palabra «joder» como otros usaban comas. Le vinieron a la memoria las famosas actuaciones de Lenny Bruce, el cómico, que empezaba mirando al público y diciendo: «Me pregunto cuántos negratas habrá aquí esta noche» antes de repetir lo mismo refiriéndose con apelativos ofensivos a hispanos, irlandeses, judíos, italianos, ingleses o lo que fuera, y terminaba haciendo tan comunes aquellos insultos que al final ya resultaban inofensivos y vacuos. Desde luego tenía poco que ver con los crímenes de los que se habían declarado culpables, aunque todos ellos eran delincuentes sexuales.

—¡Aaah, vete a la mierda! —dijo uno de los hombres. Era Bryan. Se volvió hacia Jeffers—. Oiga, doctor, ¿no podría curar a este hijo de puta? Todavía no se ha enterado de por qué está aquí.

—Oye, gilipollas —replicó Senderling—. Sé perfectamente por qué estamos aquí. Y también sé que no vamos a irnos a ninguna parte de momento. Y cuando nos vayamos, será a la prisión estatal, a cumplir una condena bastante larga.

En eso intervino otro individuo que primero juntó los labios como para dar un beso y después hizo un ruido lo bastante fuerte para captar la atención de todos. Jeffers lo miró y vio que se trataba de Steele, que se sentaba al otro extremo de la sala y al que gustaba especialmente echar carnada a Bryan y Senderling.

—Y ya sabéis, cariñitos, lo mucho que aprecian allí a los chicos como vosotros…

Los tres se miraron entre sí con cara de pocos amigos y después se volvieron hacia Jeffers. Este se dio cuenta de que esperaban alguna reacción por su parte. Ojalá hubiera estado un poco más atento.

—Ya sabéis todos cuáles son las reglas.

Le respondieron con un silencio malhumorado.

«La primera lección de la residencia psiquiátrica —pensó—. Cuando tengas dudas, no digas nada.»

Así que la sala se llenó de un inocuo silencio. Jeffers intentó mirar a todos los hombres a los ojos; algunos le devolvieron una mirada furiosa, otros desviaron el rostro. Varios parecían aburridos, distraídos, con la mente en otra parte; a otros se los veía calmados, deseosos, ávidos. Jeffers reflexionó momentáneamente sobre la dinámica de ese grupo; había doce miembros en el grupo de los «niños perdidos», cada uno de ellos único en el estilo del delito que había cometido, típico en la naturaleza del mismo. A Jeffers lo asombró la idea de que todos aquellos hombres sufrían de lo mismo: en cierta ocasión, durante la infancia de cada uno, se habían sentido perdidos. Abandonados, tal vez, era un término más apropiado. «El accidentado camino de la niñez —pensó—. La oscuridad y la crueldad de la juventud. La mayoría de las personas lo superan y cargan con sus cicatrices internamente, para siempre, y aprenden a adaptarse.» Pero los «niños perdidos», no.

Y el castigo que habían infligido al mundo adulto era verdaderamente lamentable.

Doce hombres. Entre todos compartían probablemente cerca de un centenar de delitos denunciados. Otros muchos, fácilmente el doble de dicha cantidad, permanecían ocultos, sin que nadie hubiera dado parte de ellos, sin resolver, sin atribuir, desde vandalismo y pequeños hurtos hasta una violación, o dos, o media docena, una docena, una veintena o más. También había entre los «niños perdidos» tres asesinos, individuos que, en el peculiar sistema de ponderación de la justicia criminal, se las habían arreglado para segar unas vidas que por alguna razón tenían menos valor y por consiguiente requerían un castigo más leve, aunque a Jeffers a veces le resultaba difícil entender las distinciones entre un asesino sanguinario y un homicida en primer grado, sobre todo desde el punto de vista del cadáver.

El silencio en la sala persistía, y Jeffers pensó otra vez en su hermano. Había sido típico de Doug llamar de improviso y presentarse al minuto siguiente. Habían transcurrido tres años desde la última visita, meses de una informal conversación telefónica a otra, actuando como si nada se saliera de lo corriente. Le había dejado la llave de su apartamento junto con las indescifrables instrucciones de costumbre. Típico.

¿Qué estaría haciendo?, se preguntó Jeffers. Reprodujo mentalmente el encuentro. Pero antes pensó: ¿qué cosas eran típicas de Doug?, y experimentó un ligero nerviosismo por verse falto de una respuesta rápida.

Recordó a su hermano sentado ante él, el sol incidiendo sobre su mata de pelo color arena. Doug tenía esa imagen descuidada, luminosa, atrayente, ese aire relajado e informal que no se debe a un físico apabullante sino a una actitud despreocupada ante la vida. Por un instante envidió a su hermano por aquella informalidad de vaqueros y zapatillas que acompañaba al trabajo de fotógrafo profesional y sintió un breve rencor por la seria formalidad de su oficio. «Yo soy rígido», pensó. Envidió la vida al aire libre que llevaba su hermano, rodeado de cosas que estaban ocurriendo de verdad, en lugar de que hablasen de ellas. A veces no puedo soportar la constancia de las habitaciones pequeñas y las puertas cerradas, los comentarios y las observaciones sugerentes y las miradas calladas y elocuentes que conforman mi profesión, se dijo.

Entonces negó con la cabeza, para sí, y concluyó que, naturalmente, podía soportarlo. No sólo eso, además le encantaba.

No obstante, por un momento se preguntó ociosamente si era como ver la vida a través de una lente.

«Oh, la tenemos más cercana de lo que crees. Mucho más.»

«¿Tan distinto es eso?», pensó de pronto. Sin duda. El veía las cosas con una inmediatez definida por el acontecimiento mismo, el momento. «Yo oigo el relato de lo sucedido después de que ha pasado.»

Se sintió consternado al comprender de pronto que no se acordaba de la primera cámara de su hermano. Le parecía que Doug siempre había tenido una, ya desde la escuela primaria. Le gustaría saber de dónde había salido la primera; seguro que de sus padres, no. Lo único de sustancia que les habían dado ellos eran desgracias, pensó Martin Jeffers. Los dos hermanos nunca habían discrepado a ese respecto.

De repente se acordó de la noche en que los detuvo la policía, y al instante se preguntó por qué llevaba tanto tiempo sin pensar en ello. Rememoró el intenso aguacero que golpeaba las ventanas de la comisaría, que a su vez repiqueteaban con el viento de aquella tormenta de verano. El edificio estaba sumido en las sombras, pero el duro banco de madera en el que se hallaba sentado él, aferrado con fuerza a la mano de su hermano, estaba bañado por una luz artificial. Era muy tarde y ambos eran muy pequeños; la emoción que los embargaba no era la de trasnochar en Nochebuena, sino la que les producía un profundo pánico, y lo único que sabían era que estaban atrapados en un misterio de los adultos que había tenido lugar cuando lo natural era que sus ojos de niño estuvieran cerrados y sus mentes capturadas por el sueño; habían visto algo que no debían ver, a unas horas en las que no correspondía que ellos estuvieran despiertos. Se le encogió el estómago al recordar que levantó la vista en medio de aquella luz y vio por primera vez a su prima, con el semblante tenso, rígido y adusto, que les dijo: «Vuestra mamá se ha ido, lo cual ya nos esperábamos hace un tiempo. Ahora vais a estar con nosotros. Seguidme.» Y después la visión de aquella espalda pequeña y encorvada que daba media vuelta y los alejaba de la tormenta.

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