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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (55 page)

BOOK: Retrato en sangre
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—Suponga que yo digo…

—Que dice, ¿qué? ¿Que yo lo he convencido de que esto lo ha hecho su hermano? El señor agente se imaginará que estamos pirados los dos. Pero aunque él pensara que quizá, sólo quizá, no estaría de más asegurarse, lo que hará será buscar información sobre su hermano en el ordenador, y lo que encontrará será cero. Bueno, cero no; descubrirá que su hermano, para empezar, posee una acreditación de seguridad para entrar en la Casa Blanca aprobada por el Servicio Secreto, porque eso fue lo que descubrí yo cuando hice esa misma puta consulta. ¿Y sabe qué hará a continuación? Ya se lo digo yo: escribirá un pequeño informe y lo archivará junto con los casos de personas trastornadas. Dicho de otro modo: nada.

—Bueno, ¿y no puede usted persuadir a su gente?

—Piensan que estoy trastornada y enloquecida. —Entrecerró los ojos—. Y tienen razón, naturalmente.

Martin Jeffers miró en derredor, preguntándose qué hacer a continuación.

—¿Y qué quiere hacer, entonces? —inquirió.

—Encontrarlo.

—¿Para poder matarlo?

La detective Barren hizo una pausa.

—Sí.

—Olvídelo.

—Podría haber mentido y contestar no.

—En efecto, podría haberlo hecho. Un punto por su sinceridad.

La miró con expresión hosca, y ella le devolvió una mirada de igual intensidad.

—Está bien —dijo la detective Barren—. Écheles otro vistazo a esas fotos, un buen vistazo, y piense un minuto en ellas. Después sugiera una solución intermedia.

El médico respondió enseguida.

—Lo encontramos, lo detenemos y le enseñamos las fotos, y él confesará.

—Y una mierda.

—Detective, poseo amplia expcepción con personas que cometen múltiples crímenes. Casi invariablemente desean que se les reconozca el mérito de lo que han hecho…

De pronto se interrumpió.

«¡Dios mío! —pensó—. ¡Estoy hablando de Doug!»

Se levantó del asiento y paseó dando tumbos por la habitación, como si estuviera borracho de recuerdos.

—Esto es una locura…

—Creo que eso ya lo he admitido —replicó ella.

—Quiero decir, ¡se trata de mi hermano! ¡Es uno de los mejores en su profesión! Es periodista. Es un artista. ¡No es posible que haya hecho esas cosas! ¡No es propio de él! Nunca ha sido violento…

—¿No?

Se miraron el uno al otro. Ambos sabían que allí no había más que negaciones, incredulidad, ansiedad y confusión. De repente la detective Mercedes Barren pensó: ésta es mi única oportunidad. No va a regresar nunca a ese apartamento. Desaparecerá. Se lo tragará la tierra en cualquier parte del país y se perderá para siempre. Si el hermano no me proporciona el eslabón, no quedará eslabón ninguno.

Tragó saliva y obligó a su rostro a disimular la desesperación y la consternación que bombeaban por todo su organismo como un torrente de sangre.

También Martin Jeffers contempló a la detective Barren intentando evitar que su semblante no delatara lo que sentía. «No puedo perder de vista a esta mujer —se dijo—, porque en ese caso se saldrá por la tangente para cometer un crimen ella sola.»

Y después acudió a su mente un pensamiento todavía más duro: «He de descubrir por mí mismo qué ha hecho Doug.»Sentía un vínculo casi palpable que lo unía a la detective Barren, ambos empeñados en una búsqueda igual pero completamente distinta. Dijo bruscamente:

—Si la ayudo a encontrar a mi hermano, para que podamos solucionar esto de manera inteligente, debe prometerme una cosa.

—¿Cuál?

Martin Jeffers calló de pronto. No estaba seguro. Hizo una inspiración profunda.

—Prométame que no va a empezar pegando tiros. Prométame que escuchará. ¡Joder, prométame que no lo matará! ¡Es mi hermano, por el amor de Dios! De lo contrario, olvídese.

Ella no se precipitó a dar su consentimiento. «Que piense que estás recapacitando detenidamente sobre ese punto.»—Bueno, le prometo una cosa: antes le daré una oportunidad a usted. Después, en fin, pasará lo que tenga que pasar.

Dijo aquello con firmeza y seguridad.

Aunque sabía que era totalmente mentira.

—De acuerdo —contestó Jeffers con medida gratitud en el tono de voz—. Me parece justo.

Pero no se fiaba de ella ni lo más mínimo.

No hicieron nada tan absurdo como darse un apretón de manos para sellar el mortal asunto en el que se disponían a embarcarse. En vez de eso, los dos se acomodaron en sus asientos con la mirada fija, esperando a que llegara el siguiente momento con las novedosas revelaciones que pudiera contener.

Los envolvió la claridad de la mañana imponiendo un poco de razón, una pizca de nitidez en sus ideas. Finalmente la detective Barren rompió el silencio que habían mantenido hasta entonces con una pregunta metódica:

—Y bien —dijo directamente—, ¿por dónde empezamos? ¿Qué le dijo su hermano que tenía pensado hacer?

—No me dijo gran cosa. Que iba a iniciar un viaje sentimental. Ésas fueron sus palabras exactas. Yo señalé que no teníamos mucho sobre lo cual ponernos sentimentales.

—Tuvo que decir algo más.

Martin Jeffers cerró los ojos un instante y visualizó a su hermano en la cafetería del hospital, sonriendo como siempre.

—Dijo que iba a visitar algunos recuerdos. No especificó de qué tipo.

—Bueno, ¿y cuál cree usted?

—No estoy seguro.

—No hace falta que esté seguro.

Jeffers hizo una pausa para reflexionar.

—Bueno, a mí me dio la sensación, suponiendo que todo esto sea verdad —agitó una mano en la dirección de las fotografías— de que tal vez se refiriera a dos tipos de recuerdos. El primero, obviamente, son los recuerdos que conserva de la infancia. Y el segundo grupo, por supuesto, son los recuerdos de estos… —dudó

—Los hechos.

—Hechos —dijo la detective.

Jeffers creyó que su propio tono de voz había sido calmado y razonable. Se odió.

—O, más probablemente, una combinación de los dos.

De pronto la detective Barren sintió un vigor renovado, como si todo su agotamiento la hubiera abandonado de improviso. Su cerebro funcionó a toda velocidad. Se levantó y comenzó a pasear por la habitación, golpeándose el puño contra la palma, pensando.

—Por lo general —dijo—, el proceso de deducción de los policías consiste en averiguar por qué ha sucedido algo y cómo. Son dos cosas que suelen estar relacionadas… —Se dio cuenta de que había adoptado casi el mismo tono de erudición que había empleado Martin Jeffers. Pero no hizo caso y prosiguió—: Rara vez se nos pide que preveamos…

—Mi profesión no es muy distinta —apuntó Martin Jeffers.

Ella asintió.

—Pero ahora tenemos que hacerlo. —Vio en los ojos del médico que éste estaba de acuerdo—. Así que supongamos por un momento que tardásemos meses en averiguar qué fotografía corresponde a cada escenario…

—Lo cual es verdad. Y tampoco sabemos qué clase de prioridades asigna mi hermano a cada una, cuál puede afectar a su itinerario —intervino Jeffers.

—Así que tenemos que fijarnos en el otro tipo de recuerdos, los personales.

—Ya, pero ahí el problema es casi el mismo. No tenemos modo de saber qué prioridades da a las cosas. Ni tampoco sabemos en qué orden puede estar realizando el viaje.

—Pero al menos podremos hacer algunas suposiciones.

—Y eso es lo que serán: suposiciones.

—¡Es suficiente! ¡Al menos es hacer algo!

Jeffers afirmó con la cabeza.

—Bien, en primer lugar, nos dejaron abandonados en New Hampshire. Probablemente figurará en la lista de prioridades de mi hermano.

—¿A qué se refiere al decir que los dejaron abandonados?

Martin Jeffers explotó:

—¡Solos! ¡Desvalidos! ¡Echados a patadas! ¡En la calle! ¿Qué es lo que se imagina usted?

—Perdone —dijo ella, sorprendida por aquel súbito acceso de cólera—. No sabía a qué se refería.

—Mire —repuso él con firmeza—, en el fondo no es nada fuera de lo corriente. Nuestra madre era la oveja negra de la familia. Se marchó de casa con un individuo que acababa de salir de la cárcel. Trabajaban en un espectáculo de feria, ya sabe, uno de esos que van viajando por los pueblos. No llegó a casarse con él, que nosotros sepamos.

»Sea como sea, llegó Doug, y después yo. No creo que a ninguno de los dos le importasen mucho los niños. Primero se fue mi padre, y luego mi madre organizó que nos adoptaran unos primos de ella. Se suponía que debía traernos aquí, a Nueva Jersey, pero imagino que le entró la impaciencia, porque nos dejó en New Hampshire. En Manchester, para ser exacto. —Calló unos momentos—. Todavía me acuerdo perfectamente de la maldita comisaría de policía en que nos tuvieron esperando. Había poca luz, y las paredes estaban llenas de dibujos y pintadas que yo no podía descifrar pero que sabía que eran algo malo. Y además, todo el mundo parecía enorme; ya conoce esa sensación que tiene uno cuando es pequeño y el mundo entero está construido para gente grande…

—¿Y su hermano?

—Él me ayudó a superar todo aquello. Cuidó de mí.

—¿Cómo reaccionó él?

Jeffers respiró hondo.

—Odiaba a mi madre por habernos abandonado. La odiaba por no habernos querido. Y odiaba igualmente a nuestros nuevos padres. Eran unos padres falsos, decía.

—¿Y usted?

—Yo odiaba, pero no en el mismo grado.

En aquel momento Martin Jeffers se preguntó a sí mismo si no estaría mintiendo.

—¿Dónde terminaron?

—Aquí.

—No, quiero decir…

—Ya sé lo que quiere decir. Las aquí. Laos pi unos que nos adoptaron vivían en Rocky Hill, justo al otro lado de Princeton. Él era farmacéutico. Aunque en realidad era un negociante, y muy bueno. Era el propietario de una farmacia de la calle Nassau que terminó vendiendo a una cadena por un montón de dinero. Invirtió de forma inteligente. Era un tipo responsable. De clase media.

—No parece que usted…

—Yo no lo odiaba. Doug sí, mucho. Ese cabrón ni siquiera nos dio su apellido tras el proceso de adopción. Jeffers es el apellido de nuestra madre natural. ¿Se imagina lo duro que es eso, cuando uno se hace mayor? Uno se siente como si tuviera que explicar las cosas cada vez que se inscribe en un colegio o hace un amigo nuevo o lo que sea. Si él nos dio algo, nos lo ganamos nosotros.

—Pues lo han hecho bien.

—¿Eso cree?

La detective Barren no supo qué decir. El tono de voz de Jeffers se había tornado poco a poco furioso, amargo. Le gustaría saber cómo hacía frente a toda la rabia que llevaba dentro. El método de su hermano ya lo conocía.

—¿Por qué no probamos con Manchester? —sugirió.

—¿Y de qué va a servirnos? —Jeffers poco menos que escupió aquellas palabras.

—No lo sé —respondió ella calmadamente; sin embargo también empezaba a enfurecerse—. Pero por lo menos servirá para algo más que esperar sin hacer nada a que lo llame él por teléfono. Lo cual no ha hecho.

—Todavía.

—¿Cree que llamará?

Jeffers hizo una pausa. —Sí.

—¿Por qué?

—Porque si está buscando recuerdos comunes a ambos, terminará recordando algo que deseará comentarme. O visitará un lugar que suscite en él la necesidad de expresar algo, y yo soy el único sitio lógico para expresarlo… aparte de ése… —Hizo un gesto en dirección a las fotografías—. Así es como funciona la mente. No es una garantía, pero sí una buena suposición. Una suposición informada.

La detective reflexionó unos instantes.

—No quiero esperar sin hacer nada.

Jeffers asintió.

—Hoy es sábado —dijo—. No tengo que volver al hospital hasta el lunes.

La detective Barren se puso de pie.

—Vamos a New Hampshire —dijo—. Podemos enseñar por ahí su foto, indagar un poco. —Pensó unos momentos y luego preguntó—: ¿Dónde se encuentran sus padres actualmente?

Vio que Martin Jeffers hacía una inspiración profunda, como si estuviera dando órdenes a su cólera para formar en fila militar. Cuando habló, fue en un tono bajo y a duras penas controlado. Su voz sorprendió a la detective Barren y le provocó un escalofrío. Se sentó en su sillón y observó cómo Jeffers luchaba con sus sentimientos y sus recuerdos, y por un instante se recordó a sí misma que no debía olvidar quién era, que no debía olvidar que eran hermanos.

—Nuestros padres adoptivos han fallecido —respondió Martin Jeffers con frialdad—. Nuestro padre natural… ¿quién sabe? Probablemente haya muerto en algún asilo del Estado. Nuestra madre natural, lo mismo, a no ser que…

Hizo una pausa.

—¿A no ser…?

—… A no ser que Doug se las haya arreglado para matarla.

En primer lugar pasó con el coche por delante de la farmacia, circulando despacio por la calle Nassau de Princeton. La universidad, con sus edificios cubiertos por la hiedra, se hallaba situada al otro lado de la calle, silenciosa, como si aguardara pacientemente la llegada del otoño, su emoción y su ajetreo, más allá de una gran verja negra de hierro y unos amplios céspedes de hierba. Martin Jeffers señaló que faltaban pocas semanas para que diera comienzo el semestre, lo cual transformaría la ciudad entera. La detective ya lo sabía; no quiso decirle lo bien que conocía toda aquella zona, no quería que supiera más de lo estrictamente necesario.

Al contemplar los edificios de piedra de las aulas y el área de residencia de los alumnos pensó en su marido. Sonrió al recordar lo cómodo que se había sentido en la universidad y lo raro que se le hizo tener que abandonarla para ir al ejército. Adoraba el mundo interno de las clases, se dijo la detective Barren. Se sentía cautivado por aquella falsa sociedad que daba valor a los libros y a las ideas y que medía los logros mediante exámenes eruditos y presentaciones habilidosas. ¿Logros en qué? En literatura, en matemáticas, en teoría política, en ciencias.

«También era ése el mundo de mi padre.»

«Pero el mío, no.»

Se había dado una ducha en su hotel mientras Martin Jeffers la esperaba fuera en el coche. Se cambió de ropa interior y se puso los vaqueros, se pasó un peine por el pelo y quedó lista, haciendo caso omiso de la falta de sueño, completamente despierta, pensando tan sólo en que estaba cada vez más cerca, en que estaba estrechando el cerco al mundo de Douglas Jeffers y en que iba a continuar acorralándolo hasta que dicho mundo no contuviera otra cosa que a ella y su pistola. Aquel pensamiento la obligó a esbozar una sonrisa amarga.

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