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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (33 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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En cuanto Nur me dejó para subir a un esquife, se acercó un poco más.

—Dime, Alan, ¿qué es eso que tanto te gusta hacer con las correas y la miel? —me preguntó en voz baja y tono confidencial.

Mi cara se puso de un rojo escarlata.

—Nada en realidad —balbuceé—. La verdad es que no tengo ni idea de lo que estaba hablando. —La cara me ardía y no pude mirarle a los ojos—. Es extranjera; la mayoría de las veces no se entiende nada de lo que dice.

Me encogí de hombros, aparentando despreocupación.

—¿De verdad? —dijo Little John—. Bueno, se lo preguntaré a ella.

Y antes de que pudiera pararlo, hizo bocina con las manos alrededor de la boca y rugió en dirección al esquife que llevaba a mi amada a su barco:

—¡Nur, querida! —Su voz podía oírse seguramente incluso en Italia, al otro lado del estrecho—. ¡Dime qué es lo que tanto le gusta hacer en la cama al joven Alan, con la miel y las correas…!

Media docena de personas se volvieron hacia nosotros al oír su voz tonante, y yo me revolví tan rápido como un lebrel y le di un puñetazo en la barriga con todas mis fuerzas.

Visto con perspectiva, creo que la razón por la que John se dobló en dos por la cintura al recibir mi golpe tuvo más que ver con la risa incontenible que lo atacó en aquel momento que con la fuerza de mi puño. Pero como seguía golpeándole con las dos manos y conseguí algunos impactos bastante decentes en su cara y su cuerpo, hizo un esfuerzo para dejar de reír durante el tiempo preciso para agarrarme por el cogote y el cinto de la espada, levantarme con toda mi furia pataleando en el aire, y dejarme caer al agua sucia de la bahía.

♦ ♦ ♦

Cuando la vela de la
Santa María
batió y se hinchó poco a poco, y la tripulación empezó a izar una telaraña de cabos al ritmo del silbato agudo del contramaestre del navío, me di cuenta de que estaba encantado de partir de Sicilia. Había encontrado allí el amor y la felicidad, es cierto, pero aun así la estancia no había sido demasiado agradable, ya fuera por el aire de velada amenaza que los grifones derrotados adoptaban en todo momento —yo nunca iba desarmado a ninguna parte—, ya por la sensación de estar perdiendo el tiempo mientras otros cristianos morían por nuestra causa en Ultramar. También estaba el problema del asesino; seguía sin tener idea de quién podía ser, pero esperaba que al marchar de Sicilia lo dejáramos también a él —o a ella— detrás de nosotros. Me sentí esperanzado y confiado, pues viajábamos de nuevo hacia la gran aventura con la que había soñado tanto tiempo. Dios protegería a Robin, estaba seguro, ahora que estábamos de nuevo empeñados en su santa misión. Por fin nos dirigíamos a Tierra Santa, y con Su ayuda y guía, pronto desplegaríamos el inmenso poder del ejército de Ricardo frente a los sarracenos. Quizá dentro de unos pocos meses la ciudad santa de Jerusalén se vería libre de nuevo y bajo un gobierno cristiano…

El tercer día de navegación desde Messina, cerca del crepúsculo, cuando el sol a nuestra popa proyectaba sobre el mar la sombra alargada de la vela, nos vimos envueltos en una tempestad que venía del sur. Las olas empezaron a agitarse, haciendo que el barco cabeceara y se moviera como un caballo salvaje; el viento arreció, y zarandeó la vieja lona de la vela hasta casi destrozarla, y gruesas nubes oscuras se apelotonaron en el cielo gris. Con ellas llegó una lluvia negra, torrencial, que azotaba como un látigo de hielo la superficie del agua. Me acurruqué cubierto por una lona encerada en la proa de la
Santa María
, y el mundo se cerró a mi alrededor. Era como estar debajo de una cascada. La lluvia tamborileaba enloquecida en la lona, y el barco cabeceaba y se balanceaba bajo mi cuerpo encogido; se diría que Dios había desatado su furia sobre el mundo, un cataclismo semejante al diluvio de Noé. Atisbando por debajo de la lona chorreante, apenas conseguía ver el barco más próximo al nuestro, a unos cincuenta metros. Los arqueros que viajaban en la
Santa María
montaron turnos para achicar el agua con sus cascos, pero pronto pudo verse que la medida no era eficaz; por cada casco que se vaciaba por la borda, entraba un volumen de agua diez veces mayor, y las olas se cernían con una fuerza alarmante sobre la frágil estructura del navío. Pronto nos vimos solos en un torbellino de agua rugiente y de viento aullador, sin ningún otro barco a la vista, arrastrados a una velocidad increíble, empequeñecidos en medio de olas gigantescas, entre los lamentos de soldados y marineros que suplicaban a Dios que se apiadara de nosotros, pero sus ruegos sólo alcanzaban a escucharse en los raros intervalos en que las olas dejaban de golpear la cubierta del barco. Yo me santigüé y me preparé lo mejor que pude a morir, musitando un avemaría tras otro por entre mis labios encostrados de sal, y rogué al Todopoderoso que en su infinita compasión preservara la vida de mi amada Nur, dondequiera que se encontrara en aquel infierno de agua; y si aún le sobraba alguna pizca de compasión, salvara también las vidas de todos los hombres, incluido yo mismo, que navegábamos a bordo de aquella cáscara decrépita de madera que había sido bautizada para honrar a la santa madre de su amado hijo Jesucristo.

La tempestad duró toda la noche; el barco se agitó como una hoja en medio de un huracán, y yo perdí toda noción del paso del tiempo: acurrucado y tembloroso, asido a una riostra, empapado y helado —una ráfaga de viento se había llevado en las primeras horas mi lona protectora—, esperé a cada momento que el barco naufragase y un negro murallón de agua cayera sobre mí y ahogara mis penas. Pero, ya fuera por la bondad divina o no, el inevitable naufragio no llegó. Al alba, un sol pálido y diluido asomó por el oriente, y yo alcé la cabeza desde mi desolación y vi que la tempestad, milagrosamente, había amainado. Nuestro bravo navío corría a favor de un viento vivo de poniente, a una velocidad todavía alarmante, pero ahora cortaba las grandes olas verdes lleno de confianza, sin levantar más que una fina espuma que acariciaba los costados del barco a cada impacto. Habíamos perdido a un hombre, un marinero que cayó al agua cuando intentaba valerosamente afianzar un cabo suelto, que había sido arrastrado a su perdición por el tremendo empuje de una ola que barrió la cubierta, pero, aparte de aquel pobre hombre, habíamos salido relativamente bien parados. Nos juntamos todos para rezar una plegaria de acción de gracias hondamente sentida, y me di cuenta de que había estado gravemente equivocado al dudar de la gracia de Dios, ni siquiera por un instante. Tendría que haber sabido que Él nos salvaría: nos disponíamos a realizar su santo designio, a salvaguardar la cuna misma de la cristiandad. Nos enjuagamos la boca con agua dulce, nos despojamos de las ropas empapadas que cubrían nuestros cuerpos y empezamos a buscar en el horizonte los barcos del resto de la flota.

Cuando las nubes desaparecieron de encima de nuestras cabezas y el mar se calmó aún más, vi con asombro que muchos de los restantes barcos de la expedición seguían a flote, aunque ninguno cerca de nosotros. Estaban dispersos por la superficie del mar, hasta el horizonte y por todos lados, pero seguían navegando con bravura. Sentí con toda sinceridad que la mano de Dios nos había protegido de la furia del diablo. Y para colmo de felicidad, lo mejor de todo fue que, a estribor, por la proa y a no más de dos docenas de millas, vi aparecer la línea baja de color gris verdoso de la isla de Creta.

♦ ♦ ♦

Permanecimos dos días en el viejo puerto de Heraclion, en Creta, recuperándonos y esperando a que la flota se reagrupara. Aunque dormíamos a bordo, tuvimos tiempo para bajar a tierra firme y llevar al barco provisiones y agua potable, imprescindible porque varios depósitos habían quedado dañados por la tempestad. Alquilé un esquife y fui a visitar a Robin, Little John y Reuben en su barco, el
Holy Ghost
. Así me enteré de que la mayoría de nuestros soldados estaban bien, y de que habíamos perdido no más de una docena en la tormenta, ninguno a quien yo conociera de forma particular. Uno de nuestros hombres, oriundo del Yorkshire y aparentemente sensato, se volvió loco durante la tormenta e intentó atacar al capitán de su barco antes de arrojarse por sí solo al mar. Pero la gran mayoría de nuestra hueste estaba intacta y disfrutaba de su tiempo libre en puerto de Heraklion. A pesar de tan buenas noticias, me sentí agobiado por la preocupación al saber que aún no había noticias de una veintena de barcos, entre ellos la coca real ricamente engalanada en la que viajaban la princesa Berenguela, la reina Joanna… y mi amada Nur.

A la mañana del tercer día, cuando quedó claro que ningún otro barco se reuniría con nosotros en Creta, pusimos proa a Rodas, que era un buen lugar para pedir noticias, situada como estaba en una de las principales rutas marítimas. Los remordimientos me acosaban: había amado a dos mujeres que no compartían mi fe cristiana, una judía y una musulmana, y me pregunté si Dios, como castigo por mi trato con infieles, no habría querido apartarlas a las dos definitivamente de mí. Me dije a mí mismo que tal vez me había afectado un brote de fiebre marina al pensar en tales términos: apenas había conocido a Ruth, y sostener que la había amado era mentir. Pero mi preocupación y mi sentimiento de culpa por Nur era, en cambio, muy real. Tenía presentes todas las veces que habíamos hecho el amor, y me torturaba a mí mismo con aquellos recuerdos exquisitos. ¿Por qué había cometido la estupidez de enviarla al servicio de la princesa? Tenía que haberla conservado a mi lado para poder protegerla, como le prometí hacer. Era una tontería, por supuesto, y yo lo sabía —¿cómo podía haberla protegido de la ira de Dios desatada en medio del mar?—, pero saberlo no disminuía mi pena.

Pasamos en Rodas diez días a la espera de noticias del resto de los barcos, pero también porque el rey fue víctima de una enfermedad misteriosa que le retuvo en cama durante una semana con vómitos y accesos de fiebre. Sin embargo, recuerdo muy poco de aquel tiempo, consumido como estaba por la inquietud por Nur. Sea como conseguimos algunas informaciones. Al parecer Reuben entró en contacto con amigos suyos en Tierra Santa, aunque ignoro cómo pudo hacerlo. Por ellos supimos que el rey Felipe se encontraba ahora delante de las murallas de Acre, junto a contingentes alemanes e italianos que llevaban allí varios meses, y que preparaba el asalto a la antigua ciudad fortificada. Como por una especie de broma cruel, el ejército sitiador había sido sitiado a su vez por las fuerzas de Saladino: de modo que había una guarnición musulmana en la fortaleza de Acre, rodeada por cristianos que estaban rodeados a su vez por musulmanes. La situación no parecía demasiado esperanzadora para nuestros compañeros de peregrinación.

Finalmente, nos llegaron noticias de los barcos, casi todas malas. Varios de ellos habían naufragado durante la tormenta, y muchos, muchos hombres se habían ahogado, pero unos pocos barcos pudieron encontrar refugio antes de la tempestad. Y la coca de la princesa, el noble barco en el que viajaban mi preciosa muchacha y las damas de sangre real, había conseguido arribar, muy malparado, a Limassol, en Chipre. El corazón me dio un vuelco en el pecho y casi perdí el sentido: ¡Nur vivía!

Chipre era un país rico —como en Sicilia, abundaban allí los frutales, los olivos, la vid y el trigo—, pero estaba gobernado por un tirano cruel, un advenedizo llamado Isaac Comneno, miembro de la familia reinante en Bizancio, que se llamaba a sí mismo emperador de Chipre desde que se apoderó de la isla por la fuerza pocos años atrás, con la ayuda de mercenarios griegos y armenios. El rey Ricardo se puso furioso porque el emperador apresó a algunos hombres de nuestros barcos, que encallaron en sus playas después de la tormenta; aunque no al barco real, gracias a píos, que estaba anclado y a salvo en una pequeña bahía al oeste de Limassol. Los prisioneros habían sido maltratados a pesar de su condición de sagrados peregrinos, y los hombres del emperador se habían apoderado del Gran Sello de Inglaterra, cuyo portador era sir Roger Malchiel, uno de los más leales caballeros de Ricardo, que había muerto ahogado al naufragar su nave en los arrecifes de la isla. El emperador había invitado a las damas a desembarcar, pero ellas se negaron al conocer la suerte corrida por los peregrinos, presos a la espera de un rescate. El barco real iba acompañado por otros dos, abarrotados de ballesteros además de un puñado de hombres de armas. Cuando el emperador intentó abordar las tres naves deterioradas, sus defensores respondieron con una lluvia de virotes y le obligaron a retirarse. Berenguela era ya muy popular entre los hombres, que habrían dado con gusto sus vidas por protegerla del tirano de Chipre. De modo que se llegó a un callejón sin salida: los tres barcos estaban demasiado maltrechos para aventurarse en alta mar; y el emperador no podía forzar a las mujeres a bajar a tierra firme. Además, cuando el barco real solicitó permiso para desembarcar a algunos hombres con el fin de aprovisionarse de agua dulce y víveres, el emperador se negó en redondo.

Fue un grueso error por parte de Isaac Comneno. El rey Ricardo no era hombre que tolerase un insulto a su hermana ni a la futura reina; de modo que, como era habitual en él, decidió de pronto que tomaríamos la isla de Chipre por la fuerza.

—Se ha vuelto loco —dijo Will Scarlet mientras compartíamos un gran cuenco de sopa de pescado en una taberna del puerto de Rodas. De nuevo habíamos entrado en la época de la Cuaresma, y la carne estaba prohibida para todo el ejército—. Tenemos que ir a socorrer al rey Felipe en Acre —siguió diciendo Will—, y ayudarle a conquistar la ciudad; vencer a Saladino y entrar luego en Jerusalén. No podemos entretenernos en conquistar un país entero sólo porque su gobernante nos ha tratado mal. Debería ir allí recoger a sus mujeres, traerlas sanas y salvas aquí, y zarpar luego todos nosotros adonde Dios quiere que vayamos: a Tierra Santa.

Yo comprendí su consternación. Estaba tan impaciente como el que más por llegar a nuestro destino, pero también sabía que Ricardo no iba a conquistar Chipre sólo para vengar un desaire.

—Robin dice que la isla es la llave para conquistar Tierra Santa —contesté después de soplar la cuchara repleta de aquella sopa espesa y aromática, para enfriarla. Me complacía que la comida fuera buena, porque era yo quien la pagaba. Will siempre había sido pobre, pero lo era más ahora que había sido degradado y vivía con la soldada de un hombre de armas común. Lo que él no sabía, y yo sí, es que pronto tendría que subsistir con menos dinero aún. Robin había gastado ya el dinero que le dio el rey Ricardo, y andaba de nuevo endeudado. No era fácil que ninguno de los hombres de la hueste viera de nuevo soldadas en un futuro próximo, y no me pesó invitar a Will a un cuenco de sopa: yo aún conservaba la mayor parte del oro de la bolsa que el rey me había regalado en Navidad.

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