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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Salvajes

BOOK: Salvajes
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Ben y Chon son dos tíos que saben disfrutar de la vida: les encanta el sexo, el voleibol, la cerveza y las chicas. Ophelia, más conocida como O., tiene fama de alcanzar orgasmos muy escandalosos (por eso sus amigas a veces la llaman Multi O.) y está loca por Ben y Chon. En fin, que se acuesta con ambos. Pero lo que de verdad hace diferentes a Ben y Chon de los demás es que producen la mejor maría del mundo. ¿Algún problema? Ninguno. Bueno, sí, uno: el cartel de Baja. La esencia del narcotráfico mexicano. Que, además, está compuesto por unos tipos con muy malas pulgas: o les das lo que desean o te cortan la cabeza. Son auténticos salvajes. Y ahora, vaya por Dios, tienen secuestrada a O. porque quieren la hierba de Ben y Chon. ¿Qué hacer? Solo hay tres salidas:

  1. Hacerles el juego.
  2. Encontrar y rescatar a O.
  3. Pagar veinte millones de dólares.

Después de
El poder del perro
y
El invierno de Frankie Machine
,
Don Winslow
regresa con una novela dura, directa y sin concesiones. Un lenguaje sin florituras en el que no sobra una sola palabra. Una increíble combinación de suspense llena de adrenalina, crímenes feroces y el lado oscuro de la guerra contra las drogas. Una novela brutal.

Don Winslow

Salvajes

ePUB v1.1

GONZALEZ
24.06.12

Título original:
Savages

Traducción de Alejandra Devoto

© 2010, Don Winslow

A Thom Walla.

Tanto sobre el hielo como fuera de él.

«Going back to California,

So many good things around.

Don't want to leave California,

The sun seems to never go down.»

«¡Al regresar a California

uno encuentra tantas cosas buenas!

No me quiero marchar de California,

donde parece que nunca se pone el sol.»

J
OHN
M
AYALL
,
California

1

«Jódete.»

2

Una muestra bastante clara de la actitud que tiene Chon últimamente.

Según Ophelia, lo de Chon no es una actitud, sino mala uva.

—Forma parte de su encanto —dice O.

Chon responde que un padre tiene que estar muy hecho polvo para ponerle a su hija el nombre de una chiflada que se suicidó ahogándose. Es una expresión de deseo demasiado retorcida.

O. le informa de que el responsable no fue su padre, sino su madre. Chuck estaba vete a saber dónde cuando ella nació, de modo que Rupa hizo lo que se le antojó y le puso «Ophelia». No es que la madre de O., Rupa, sea india ni nada por el estilo, sino que así es como la llama O.

—Es un acrónimo —explica.

R.U.P.A., o sea, «Reina del Universo Pasiva Agresiva».

—Pero ¿tu madre te odiaba? —le preguntó Chon en una ocasión.

—No es que me odiara a mí —respondió O.—, pero no le gustó nada tenerme, porque engordó mucho y esas chorradas, que en el caso de Rupa fueron como dos kilos y medio. En el camino de vuelta del hospital, después del parto, fue y se compró una cinta para correr.

Claro que sí, porque Rupa es el arquetipo perfecto de la pija guapa del sur del Condado de Orange —cabello rubio, ojos azules, nariz cincelada y el mejor par de tetas que se puedan comprar con dinero (las únicas que tienen tetas de verdad en el sur del Condado de Orange son las amish)— y no estaba dispuesta a conservar aquel peso extra en sus caderas durante mucho tiempo.

Rupa regresó a su casucha de tres millones de dólares en Emerald Bay, metió a la pequeña Ophelia en una de esas mochilas portabebés y se puso a darle a la cinta.

Caminó tres mil kilómetros sin llegar a ninguna parte.

—El simbolismo es tremendo, ¿no? —preguntó O. para poner fin a la historia. Según ella, aquél fue el origen de su afición a las máquinas—. Es decir, que tuvo que ser aquella poderosa influencia subliminal, ¿verdad? O sea, imagínate un bebé sometido a aquel zumbido rítmico, con chicharras y luces que destellan y esas chorradas. ¡Venga ya!

En cuanto tuvo edad suficiente para averiguar que Ophelia era la inestable novieta bipolar de Hamlet que fue a darse un chapuzón y no regresó jamás, se empeñó en que sus amigos la llamaran sólo «O.». Ellos se mostraron dispuestos a cooperar, pero apodarse «O.» resulta arriesgado, sobre todo cuando uno tiene fama de tener orgasmos muy escandalosos.

Una vez, en una fiesta, había subido al primer piso con un tío y se puso a «cantar» de felicidad y todos los que estaban en la planta baja se enteraron, porque armaba más escándalo que la música y todo lo demás. La tecno retumbaba, pero O., al correrse, sobresalía como cinco octavas más arriba. Sus amigos se partían de risa. Más de una vez, cuando se habían quedado a dormir varios en la casa de alguno de ellos, O. se había cargado un vibrador superpotente, conque ya conocían el estribillo.

—¿Es de verdad —le preguntó su amiguita Ashley— o es descafeinado?

A O. no le dio ningún apuro. Bajó a reunirse con ellos, desenvuelta y satisfecha, se encogió de hombros y dijo:

—¿Qué quieres que te diga? Me gusta correrme.

De modo que sus amigos la conocen como «O.», pero sus amigas le dicen «Multi O.». Podría haber sido peor: la habrían llamado «Súper O.», si no fuera tan menudita: un metro sesenta y cinco y hecha un palillo.

No es que sea bulímica ni anoréxica, como las tres cuartas partes de las chavalas de Laguna, sino que tiene un metabolismo que parece un motor de reacción: consume combustible como loco. La chavala puede comer de todo y no le gusta vomitar.

—Soy como un duende travieso —dice—, como una pilluda.

Sí, bueno, pero no tanto.

Aquella «pilluda» tiene tatuajes en tecnicolor que le bajan por el lado izquierdo de la espalda, desde el cuello hasta el hombro: delfines plateados que danzan en el agua con ninfas doradas, grandes olas azules rompientes y enredaderas submarinas de color verde brillante que se retuercen a su alrededor. Su cabello, antes rubio, ahora es rubio y azul, con mechones de color rojo vivo, y lleva un arete en el orificio nasal derecho.

Es una manera de decir: «Jódete, Rupa».

3

En Laguna hace un día precioso.

«Para variar, ¿no?», piensa Chon, al ver que hoy también está soleado.

Un día y el otro, el otro, el otro...

Piensa en Sartre.

El edificio donde vive Ben está plantado encima de un acantilado que sobresale de la playa de Table Rock. El lugar más bonito que uno pueda imaginar bien vale el pastón que Ben pagó por él. Table Rock es una roca inmensa que se interna unos cincuenta metros —según la marea— en el mar y se asemeja —¡cómo no!— a una mesa: no hace falta ser superdotado para figurárselo.

La sala de estar en la que él se encuentra tiene ventanas desde el suelo hasta el techo, de modo que uno puede beber hasta la última gota de la espléndida vista —el mar, los acantilados y Catalina en el horizonte—, pero los ojos de Chon están clavados en la pantalla del ordenador portátil.

Entra O. y, al verlo, le pregunta:

—¿Pornografía en internet?

—Soy adicto.

—Todo el mundo es adicto al porno en internet —le dice, porque ella no es una excepción, sino que es muy aficionada. Le gusta entrar, buscar
squirting
o «eyaculación femenina» y ver los vídeos—. Es un tópico entre los tíos. ¿No puedes ser adicto a otra cosa?

—¿Como qué?

—Yo qué sé —responde ella—: a la heroína. Vuelve al pasado.

—¿Y el VIH?

—Te consigues agujas limpias.

Piensa que podría estar bien tener un amante yonqui. Cuando te hartas de follar y no quieres ocuparte de él, simplemente lo dejas apoyado en el suelo en un rincón. Y todo eso tiene una onda de lo más trágica, hasta que resulta aburrido; entonces ella podría representar el drama de la intervención, ir a visitarlo a la clínica de rehabilitación los fines de semana y, cuando a él le dieran el alta, irían juntos a las reuniones, que serían serias y espirituales y cutres, hasta que aquello también se volviera aburrido. Entonces harían otra cosa...

Como practicar ciclismo de montaña, por ejemplo.

En cualquier caso, Chon es tan delgado que podría ser yonqui: es alto, encorvado y musculoso y da la impresión de estar hecho de chatarra, de lo filoso que es. Su amiga Ash dice que uno podría cortarse al follar con Chon y es probable que la muy zorra hable con conocimiento.

—Te envié un mensaje de texto —dice O.

—No me he fijado.

No aparta la vista de la pantalla.

«Debe de ser de puta madre», piensa ella.

Como veinte segundos después, él pregunta:

—¿Qué decía el mensaje?

—Que venía.

—Vale.

Ella ni se acuerda de cuando John se convirtió en Chon y lo conoce prácticamente de toda la vida, más o menos desde parvulitos. Él ya mostraba su mala uva entonces. Los profesores odiaban a Chon, literalmente. ¡Lo aborrecían! Dejó los estudios cuando le faltaban dos meses para acabar el instituto. Y eso que no es ningún estúpido —es más listo que Cardona—: lo malo es que tiene mala uva.

O. alarga la mano para alcanzar la pipa de agua que está sobre la mesa de centro.

—¿Te molesta si fumo?

—Ve con cuidado —le advierte él.

—¿Te parece?

—Tú sabrás lo que haces —dice él, encogiéndose de hombros.

Ella coge el Zippo y enciende la pipa; le da una calada mediana y siente el humo que le penetra en los pulmones, se extiende por su vientre y se le sube a la cabeza. Chonny no exageraba: la marihuana es potente, como era de esperar, porque Ben y Chonny producen la mejor marihuana de cultivo hidropónico a este lado de...

En fin, da igual.

Producen la mejor marihuana hidropónica y punto.

En un santiamén, O. pilla un buen colocón.

Se tumba en el sofá boca arriba y deja que la sensación la inunde por completo. La hierba es alucinante, ¡increíble! Siente un hormigueo en la piel. La pone cachonda. Claro que eso no es nada del otro mundo, porque hasta el aire pone cachonda a O. Se desabrocha los vaqueros, introduce los dedos por debajo del pantalón y empieza a frotarse.

«Típico de Chon —piensa O., aunque, entre la hierba y el magreo, pensar casi queda fuera de sus posibilidades—: prefiere mirar sexo pixelado antes que darse un revolcón con una mujer de verdad que tiene al alcance de la mano y se está haciendo una mañuela.»

—Ven y fóllame —se oye decir.

Chon se levanta de la silla lentamente, como si fuese a cumplir una obligación. Se pone de pie a su lado y la observa durante unos segundos. O. lo cogería y lo bajaría hacia ella, pero tiene una mano ocupada —¿colocada?— y le da la impresión de que está demasiado lejos. Por fin, él se abre la cremallera y...

«Sí, señor —piensa ella—, granujilla, maestro zen indiferente que te has follado a Ash, si estás duro como un diamante...»

Al principio se muestra frío y controlado, pausado, como si su polla fuese un taco de billar y estuviese disponiendo sus bolas en línea, pero al cabo de un momento empieza a cabalgarla con rabia —bang, bang, bang—, como si le disparase, empujándole los hombros estrechos contra el brazo del sofá.

BOOK: Salvajes
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