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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (4 page)

BOOK: Sé que estás allí
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Ahora que David no estaba, Sarah había cerrado la planta de arriba; los respiraderos, las puertas. Y se acurrucaba en su habitación con revistas inmobiliarias, preguntándose si debería encontrar una casa con menos espacio que caldear, menos césped que cortar. A su alrededor, la vida se encogía en algo pequeño y duro, una concha en la que se replegaba, recién invertebrada.

Sarah sacó las cartas del buzón y leyó los remites mientras cruzaba el jardín. Facturas, solicitudes de tarjetas de crédito y tres notas más de pésame; seguían llegando, de conocidos que vivían en zonas alejadas del país. Subió la escalera del porche hasta llegar a la puerta e introdujo la mano en el bolso en busca de la llave, pero la puerta cedió. Debía tener más cuidado al cerrar.

Dejó el correo en la mesa del vestíbulo, entró en la cocina y puso el bolso en una silla. Grace, su gata persa, suave y gris como un montón de cenizas, se le enroscó en las piernas cuando Sarah abrió la nevera. «¿Tienes hambre, querida?». Tomó a Grace en brazos y frotó la nariz detrás de la oreja de la gata. Los estantes vacíos de la nevera le recordaron su carro de la compra abandonado en el Food Lion. Ahora, algún mozo resentido habría devuelto a su sitio los linguini y las naranjas, el Cabernet y el Zifandel y el Shiraz australiano. Sacó un cuenco con las sobras de una ensalada de atún y lo dejó en el suelo para Grace, luego sacó una botella medio vacía de Chardonnay. Cogió una copa del armario, salió al patio y se sentó a la mesa de hierro forjado.

El jardín vivía sus últimos días de esplendor otoñal. La hilera de frondosos arbustos que separaba su propiedad de la verja del vecino se había vuelto de un color rojo rubí. Era el único momento del año en que esas matas destacaban. Sus otros arbustos —hibiscos, árboles de Júpiter, azaleas rosas y blancas, todos enmarcados en 25 centímetros de césped— florecían en primavera y en verano.

Tendría que aprender a usar la podadora. Y la grapadora industrial, la sierra mecánica, el soplete. Pese a todo su feminismo, nunca había cambiado una rueda, jamás había comprobado el anticongelante, ni siquiera había encendido un indicador luminoso. No le había hecho falta; David se había ocupado de «los trabajos de hombre». La única vez que había intentado utilizar el cortacésped, tiró de la cuerda para encenderlo más de diez veces, sin lograr sacarle más que una tos gutural; David salió y le quitó el asa de las manos. «No pasa nada. Ya lo hago yo». Un tirón de la cuerda y ya estaba podando la zona que rodeaba las terrazas. Era la naturaleza de David, controlarlo siempre todo.

Mientras el alcohol se demoraba en la parte posterior de la lengua, Sarah sintió un escalofrío en los brazos. Sucedía de nuevo; esa inconfundible sensación de que David estaba ahí, observándola. ¿Dónde esta vez? ¿En la ventana del dormitorio? ¿En el tejado del vecino? La sensación se estaba convirtiendo en algo tan habitual que rozaba el ridículo. No obstante, por una vez sintió un valor poco habitual. Quizá fuera el vino o quizá su creciente resignación, pero se levantó de la mesa, alzó la copa y dijo en voz alta:

—Sal, sal, dondequiera que estés.

Por un instante, el jardín guardó un silencio absoluto; hasta los ruiseñores se pararon a escuchar. Y, entonces, se oyó un crujido detrás de los arbustos encendidos. Alguien que estaba ahí había cambiado de posición.

«Corre —se dijo—. Corre a la casa y cierra la puerta. Corre por el pasillo y sal por delante, corre a casa de Margaret». Pero cuanto más esperaba, más decidida se volvió. A fin de cuentas, ¿a qué tenía que temer? ¿A David, el buen médico? ¿O temía su propia muerte? No. Los abortos habían modificado su actitud hacia la muerte. No la temía; la despreciaba. Aborrecía cómo se había instalado en su cuerpo, convirtiéndola en su vasija andante. En ocasiones, en su momento de mayor enojo, hasta había odiado a Dios: ¿qué le había hecho ella, para que ensombreciera de ese modo su vida? Con esos pensamientos, dejó el vino, se dirigió al cobertizo y cogió una azada.

Se plantó ante el arbusto de casi dos metros de altura, tan frondoso que nada dejaba ver. Insertó con cautela el mango de la azada en el arbusto, como si de un termómetro gigante se tratara, hasta que, con un golpe sordo, tocó la cerca del vecino. Repitió el gesto cuatro veces, imaginándose al otro lado a un hombre contrayendo el cuerpo para evitar los embates de su espada hortícola. Finalmente la dejó caer, alzó las manos, las introdujo entre el ramaje y vio desaparecer sus dedos entre las hojas rojas.

Tenía una vaga idea de lo que tocaría. Algo frío, algo afilado, una dentadura. Temía y deseaba tocar otro par de manos que agarrasen las suyas y tirasen de ella. Pero todo lo que palpó fue un entramado de ramas. Súbita y bruscamente, dividió el arbusto a izquierda y derecha y miró la cerca que tenía delante.

Se oyó otro crujido, un aleteo cegador y, cuando abrió los ojos, vio un par de urracas que ascendían por el cielo oscuro.

Capítulo 4

La mañana siguiente, temprano, cuando al este el horizonte se demoraba en un incipiente amanecer azul, unos golpecitos despertaron a Sarah. En su sueño, los nudillos blancos de David golpeaban la ventana; sin embargo, al incorporarse, el sonido se volvió líquido. Descalza y mareada, entró en el baño y descubrió una toalla mojada que goteaba de la barra de la ducha. ¿De dónde había salido ese objeto ajeno? No había estado ahí anoche, de eso estaba segura, pero cuando lo descolgó de la barra y lo escurrió en la ducha, el gesto le resultó familiar.

De vuelta en el dormitorio, advirtió que las ventanas estaban bien cerradas (por lo general, las dejaba abiertas al aire nocturno) y cuando pisó la moqueta de debajo del alféizar, la encontró húmeda. Se habría desatado una tormenta después de la medianoche. Se habría levantado a cerrar las ventanas y secar charcos por toda la casa. Era extraño que no lo recordara, pero la frontera entre el sueño y la vigilia se había vuelto muy tenue durante las últimas semanas.

Fuera, el césped brillaba por la lluvia helada, lo que le trajo a la memoria la mañana de la muerte de David. También entonces se había desatado una tormenta de madrugada y ella había recorrido la casa con una toalla, cerrando las ventanas que daban al norte y al oeste. David estaba ausente, de excursión en kayak. Quería pasar dos días remando por el Shannon hacía el sur, a través de la cordillera Azul.

La mañana anterior lo había llevado en coche al punto de partida y le había ayudado a transportar el kayak hasta el agua. Un último beso descuidado, mientras le metía la cartera en el bolsillo del chaleco salvavidas, y después había retrocedido para verlo ejecutar el breve ritual de preparación. Aún lo recordaba, ajustándose la correa del casco a la barbilla, guardando la cámara, los bocadillos y el móvil en la bolsa estanca de la parte trasera del kayak, colocándose el cubrebañeras alrededor de la cintura y finalmente entrando en el agua y acomodándose en la embarcación. Por lo general, a mediados de verano el agua estaba demasiado baja para remar; los kayaks rozaban con las rocas en cada rápido. Sin embargo, ese julio había sido inusualmente lluvioso y hasta los largos tramos llanos del Shannon fluían a un ritmo constante. Con un golpe de remo, David se alejó de la orilla, despidiéndose con la mano mientras lo arrastraba la corriente. Pensaba remar cinco horas ese día, y detenerse a medio trayecto, en el condado vecino, donde tenían una cabaña junto al río.

Normalmente, Sarah hubiese ido con él; ambos conocían la importancia de viajar en compañía. Pero ella había accedido a ayudar en la matriculación de los cursos de verano de la universidad y David estaba decidido a aprovechar la semana que tenía libre. Sarah le había pedido que no fuese, que esperase otra tarde en que un amigo pudiera acompañarlo; ahora seguía disgustada por el exceso de confianza de David, por negarse a atrasar el viaje. Pero ¿de qué servía regañar a los muertos?

Esa noche David la había llamado. El río había sido una maravilla. Le contó que había visto dos ciervos, varias truchas y unos niños lanzándose al agua desde una cuerda. Al atardecer había instalado un caballete en la terraza de la cabaña y había pintado los árboles de la ribera. La pintura era una pasión de siempre, que David sólo se permitía algún que otro fin de semana. La cabaña era su principal estudio y el sótano, con sus altas ventanas, su segunda elección. Si David pintaba, todo iba bien.

Por tanto, cuando el trueno la había despertado ese domingo por la noche, ella no se preocupó. No pensó en el río, que crecía lentamente, que modificaba su ritmo y su color. Sólo ahora, con los árboles aun goteando, los ríos ocupaban todo su pensamiento. Cuando regresó a la cama, se imaginó corrientes atascadas por hojas y ramas caídas que se metamorfoseaban en brazos musgosos y tiraban de ella.

Capítulo 5

A las once Sarah seguía holgazaneando en bata, salía y entraba de las mantas mientras tazas de té reemplazaban las copas vacías de vino en la mesita de noche. Cada mañana parecía levantarse más tarde, suspendida en algún punto entre la depresión y el lujo. Ya de niña le había encantado leer y adormilarse entre las sábanas, que el tiempo se enlenteciese hasta alcanzar el aturdimiento. Sus veranos más felices los había pasado como escritora free lance en sus años de doctorado, cuando se llevaba el portátil a la cama. Flotando en un mar de almohadas, había pasado las mañanas dándole al ratón, y a veces se quedaba dormida con la pantalla abierta en la barriga. David le había sugerido que incluyese una cláusula especial en su seguro médico para las úlceras de decúbito.

Ahora, con el Washington Post abierto a un lado de la cama, bien podría haberse quedado dormitando hasta el mediodía. Pero cuando el reloj digital marcó las once y media, recordó que Nate venía desde Charlottesville a almorzar. Lo había invitado para que echase un vistazo a las cosas de David y viese qué ropas le iban bien, qué recuerdos de la infancia guardaban un significado especial. Sarah tenía el cuarto de baño lleno de cachivaches masculinos que no quería: espuma de afeitar, betún de zapatos negro y Old Spice.

Con la llegada de Nate en mente, salió de la cama de inmediato y empezó a rebuscar en el armario. Una visita de Nate requería algo más que los habituales vaqueros y suéter. Pedía algo informal pero bonito, lo bastante para demostrar que no se estaba derrumbando. Miró faldas, blusas y pantalones antes de decidirse por un vestido de corte amplio azul claro. ¿Era demasiado veraniego para octubre? Probablemente todo su vestuario era demasiado veraniego para una viuda. Se calzó unas sandalias y sopesó y rechazó la idea de maquillarse; ya sería toda una hazaña cepillarse el cabello y encontrar el pasador que había caído bajo la cama.

Cinco minutos después, estaba tendida con la mejilla en la moqueta, concentrada en el brillo nacarado que atisbaba bajo la polvorienta cabecera de la cama. Cogió un lápiz de la mesilla de noche y estiró el cuerpo cuanto pudo, avanzando lentamente hacia el pasador rodeado de libros, calcetines y pañuelos de papel abandonados, mientras pensaba: «¿Es esto necesario? ¿Por qué tengo que arreglarme para Nate?». Pero la respuesta era obvia. Todas las mujeres se arreglaban para Nate. Estar junto a Nate con ropas andrajosas era parecer una alambrada que apuntalaba una pérgola de rosas.

Nate era un hombre guapo, un hombre cuyo rostro había condicionado su destino. De niño, su cabello oscuro y sus ojos azules, combinados con una lengua elocuente, habían dejado una estela de maestras encantadas, niñas aleladas y un hermano mayor levemente indignado. Según David, Nate era un chico dulce echado a perder por los halagos de los compañeros de clase.

Sarah no sabía si la afirmación de David era justa; ella siempre había sentido una tácita simpatía hacía su cuñado. Ahora, mientras se ceñía el pasador al cabello y entraba en la cocina, se detuvo ante la fotografía de Nate y David que colgaba en la nevera. En cualquier otra familia, Nate habría sido el hijo ideal: guapo, popular y brillante. Sin embargo, a los hermanos McConell los había criado una pareja de profesores de filosofía que valoraban más la vida de la mente que las maravillas de la carne, y que conservaban, desde su incómoda juventud, cierto prejuicio hacia los guapos triunfadores.

David fue el hijo con quien simpatizaban, un joven inteligente sin ser gallito, atractivo, pero no hermoso. La cara de David era, en cierto modo, más auténtica que la de Nate. Cuando los dos estaban uno junto al otro, Nate parecía la visión halagadora de un artista de los imperfectos rasgos de David.

Nate había dominado la escena social del instituto, pero en casa fue siempre el segundo. Los sobresalientes de David ensombrecían sus notables; su elección como presidente de la fraternidad de su facultad fue una sátira de la iniciación de David en Phi Beta Kappa. Aunque Nate había ganado una fortuna como corredor de bolsa de Merrill Lynch, su riqueza parecía obscena comparada con el idealismo de David.

Sarah oyó el coche de Nate mientras removía una jarra de limonada. Se alisó el vestido, se pellizcó las mejillas y lamentó, por primera vez, la ausencia de espejos en la casa. Se colocó los mechones de cabello suelto detrás de las orejas, abrió la puerta y recibió una impresión azul. Vaqueros, camisa milrayas azul y ojos azules que hoy eran sorprendentemente amables. Nate parecía haber descendido del despejado cielo otoñal.

—¿Cómo estás, Sarah? —Le rozó la mejilla con un suave beso.

—Royal Copenhagen —murmuró ella. También era la colonia favorita de David.

Al cerrar la puerta, vio un Mercedes plateado aparcado en la calle. Nate había vuelto a cambiar de coche en los dos meses transcurridos desde el funeral.

Se hizo cargo de una de las tres bolsas de comida que Nate llevaba en los brazos.

—Comeremos en el patio —dijo a su cuñado.

Nate había traído un pequeño festín: roast beef con pan de centeno, emparedados de pavo, bagels de salmón ahumado, ensalada de pollo, ensalada de patata, queso a las hierbas y tabulé. Varias baguettes. Comida para una semana. ¿Era evidente para todos que sobrevivía a base de manteca de cacahuete?

Sirvió dos vasos de limonada y dejó el de Nate sobre una servilleta.

—La bolsa es una pesadilla —respondió Nate, encogiéndose de hombros—. Tengo compañeros en el despacho llorando, en plan «fui yo quien les dijo que invirtieran los ahorros de toda su vida en acciones».

Sarah hizo un gesto de asentimiento mientras elegía un bagel. La compasión era lo que siempre había distinguido a David de Nate. David poseía un deseo intrínseco de aliviar el sufrimiento; a veces le había impacientado la necesidad de David de solucionar la vida a personas que no se preocupaban de sí mismas ni de él. Sin embargo, para Nate el negocio era el negocio, y si una pareja perdía la mitad de sus ahorros, ¿qué podía hacer él?

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