Secreto de hermanas (61 page)

Read Secreto de hermanas Online

Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

BOOK: Secreto de hermanas
4.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Beatrice nos engañó a todos —le respondí—. Pero me alegro de que Philip y usted hayan podido reconciliarse.

El doctor Page continuó contemplándome.

—¿Y Philip y usted? —me preguntó—. ¿Su relación no tiene arreglo?

La sinceridad de su pregunta me sobresaltó. Negué con la cabeza.

—Cuando Philip regresó, yo ya estaba casada.

El doctor Page volvió a mirar hacia el camino.

—¿Le está esperando su coche? —le pregunté.

Asintió y vi el mismo Bentley aparcado junto a la puerta con el que me había llevado por primera vez a ver a Beatrice. El chófer abrió la portezuela y ayudó al doctor Page a subirse al automóvil. El anciano se ofreció para llevarme a casa, pero le dije que había traído mi propio coche.

Abrió la ventanilla para poder decirme adiós antes de que el automóvil arrancara.

—Philip viene de permiso en febrero —me contó—. Me pregunto si quiere usted que le dé algún mensaje de su parte.

Sentí con más intensidad si cabe la sensación de ligereza que me había invadido en la tumba de Freddy.

—Salúdele de parte de Adéla —le respondí—. Dígale que venga a visitarme alguna vez. Será agradable volver a ver a un viejo amigo.

El doctor Page sonrió y supe que nos habíamos comprendido a la perfección.

Llegó el momento del que Klára y yo habíamos hablado: el día en el que ella y Robert se marcharían con las gemelas a Europa. Mi hermana lo había retrasado hasta que consideró que las gemelas eran lo suficientemente mayores para viajar y —aunque se negaba a reconocerlo— hasta que estuvo segura de que yo podía arreglármelas por mí misma. Con veintitrés años, ella era mucho mayor que la mayoría de los intérpretes serios que se embarcaban en sus primeras giras, pero yo sabía que recibiría una buena acogida.

—Sigo sin poder convencerte de que vengas con nosotros, ¿verdad? —me preguntó la mañana de su partida.

La cogí de la mano.

—Allá donde estés, siempre seremos hermanas. Tú siempre estarás en mi corazón.

Klára me besó la mano y se la apretó contra el pecho.

—Y tú en el mío.

Recordé el día de su boda y el abismo que sentí que se había abierto entre nosotras. Nunca habría podido imaginarme viviendo separada de mi queridísima hermana y ahora tendría que aprender a hacerlo.

—¿A qué te vas a dedicar —me preguntó Klára— ahora que ya no vas a rodar más películas?

—Encontraré algo —le aseguré, y recordé la carta que había recibido hacía poco de Myles Dunphy, el líder del nuevo movimiento conservacionista.

Klára estudió mi rostro. Me apartó un mechón de pelo de la frente.

—Es sorprendente —comentó.

—¿El qué?

—Lo mucho que has llegado a parecerte a nuestra madre.

Tío Ota, Ranjana, Thomas y yo acudimos a despedir a Klára y a su familia al muelle. La señora Swan y Mary también se encontraban allí. Esther se hallaba en un estado demasiado avanzado de su embarazo para moverse, pero ella y Hugh habían enviado flores. Cuando el barco desapareció tras pasar Heads, tío Ota y Ranjana me sugirieron que pasara la noche con ellos. Agradecí la invitación. Notaba una sensación de vacío en el fondo del estómago.

Después de que todo el mundo se fuera a la cama, me senté y busqué a Ángeles. Todavía seguía en el jardín y ya era la matriarca de un clan de pósums de cola de cepillo. Querubina y el resto de sus retoños se habían afincado en el arbusto que estaba al otro lado de la calle. Saqué las cartas que Myles Dunphy me había enviado y las releí varias veces.

Querida Sra. Rockcliffe:

Al ver la película que rodó usted en las Montañas Azules, se me cortó la respiración. Me da la sensación de que es usted una mujer que entenderá a lo que me refiero cuando digo que la tala de árboles es una especie de complejo nacional y que gran parte del carácter de este país ha sido destruido en nombre del progreso. Desearía que nuestros antepasados hubieran mostrado una actitud tan sensible con el equilibrio de la naturaleza como la que usted claramente demuestra en su película y que hubieran sido más inteligentes en su uso del hacha. Quizá haya llegado a sus oídos nuestra campaña para salvar el bosque de gomeros azules en el valle del río Grose con el objetivo de preservar esta bella zona para las generaciones venideras. Le escribo para saber si se uniría a nosotros en nuestra campaña y si nos permitiría utilizar su película para concienciar al público de este problema. A medida que acabamos con nuestros espacios naturales, nos destruimos a nosotros mismos en el proceso.

A la mañana siguiente conduje de vuelta a las montañas con la sensación de haber encontrado un objetivo más sólido de lo que había sentido en años.

Llegué justo después del anochecer y encontré a MP sacando la cabeza de su caja. Pensé en la población de pósums que había visto en Watsons Bay la noche anterior. Durante todo el tiempo que había pasado en las Montañas Azules, no había visto a MP con ningún otro animal de su especie. ¿Por qué no tenía una compañera? Sonreí cuando me di cuenta de que él podía estar pensando exactamente lo mismo de mí.

—Ya no eres un muchachito, MP —le dije—. Date prisa y fabrica unos cuantos bebés.

Al día siguiente me dirigí hasta la oficina de correos para recoger la correspondencia que me habían guardado. Había tantas cosas que la encargada de correos me lo entregó todo en un saco de arpillera para que lo pudiera transportar hasta mi coche. Cuando llegué a casa, me senté en la terraza y organicé las cartas. Docenas de ellas eran felicitaciones por
El Valle de la Esmeralda
, y había unas cuantas solicitudes para que acompañara a señoras en sus paseos por el bosque, cosa que me recordó el día en el que Hugh y yo fuimos al bar de Blackheath y no pude evitar echarme a reír. ¡Yo, guía turística, nada menos!

Ordené las cartas en tres montones: las personales de gente que conocía; las de gente a la que no conocía; y las facturas. Mi mirada se detuvo sobre una carta en la que figuraban las siglas SMA, el Servicio Médico Aéreo.

Me temblaron los dedos cuando la abrí. Se me nubló la vista y tuve que parpadear unas cuantas veces hasta que logré enfocar las dos frases que contenía:

¿Puedo ir a verte? Dime cuándo.

El sábado siguiente, me alisé la falda de mi vestido nuevo y esperé en la terraza a que llegara Philip. La modista me había confeccionado a toda prisa un vestido amarillo limón, porque me había dado cuenta de que, tras años poniéndome habitualmente pantalones, no tenía ninguna prenda de ropa femenina que no estuviera pasada de moda. Se apoderó de mí una coquetería que hacía años que ya no experimentaba. Cuando me levanté por la mañana, me contemplé en el espejo tratando de imaginar qué cambios percibiría Philip en mi aspecto. Casi tenía treinta años y el primer rubor de mi juventud había desaparecido prácticamente por completo. El rostro que me contemplaba en el espejo era más firme y el gesto de la boca, ligeramente más adusto que antes, pero esperaba que no demasiado.

Pasó una hora y seguía sin aparecer ningún coche por la carretera, por lo que empecé a desalentarme. ¿Y si Philip no venía? ¿Y si había tenido alguna emergencia? Seguía sin haber teléfono en mi casa, de modo que no tenía manera de enterarme. Quedaba la opción de ir a la oficina de correos para ver si me había llegado algún telegrama, pero entonces podía ser que me cruzara con él. Me senté sobre las manos y me mordí el labio.

Escuché un zumbido que provenía del aire. Me puse la mano de visera y vi un biplano que se aproximaba a la casa. El avión voló por encima de mi cabeza con gran estruendo y entonces dio media vuelta y regresó, esta vez volando tan bajo que me levantó la falda con su estela.

Me pregunté si Philip volaba en un Gipsy Moth como aquel.

El piloto aterrizó en una zona vacía junto a la casita. Caminé hacia allí, consciente de que debía guardar la distancia hasta que la hélice dejara de girar.

El piloto saltó de la cabina. Aquella silueta parecía más alta de lo que yo recordaba a Philip y por un momento pensé que podía ser algún turista que necesitaba un guía. Entonces, el piloto se quitó las gafas y me dio un salto el corazón cuando vi el rostro sonriente de Philip contemplándome. Apenas había cambiado desde la última vez que lo había visto. Tenía la piel algo más cuarteada y parecía más duro, pero su mirada seguía siendo brillante y vivaz.

—¡Un avión! —exclamé—. ¿Pertenece al SMA?

—No —me contestó Philip—. Los pilotos de Qantas nos llevan en el SMA. Este es mío.

Había una segunda cabina en el avión y en lugar de acercarse a mí, Philip se volvió hacia ella y sacó una chaqueta de aviador.

—Te daré un paseo ahora que el motor todavía está caliente —me anunció—. Hace un tiempo perfecto.

Se me cayó el alma a los pies. Me sentía emocionada de ver a Philip, pero volví a experimentar la sensación enfermiza que se me agarraba al estómago siempre que pensaba en aquel día en la tirolina. Si no podía colocar la caja de MP sin marearme, ¿cómo podría lograr volar en un aeroplano?

—¡Vamos, Adéla! —me animó Philip, tendiéndome la chaqueta, un casco y unas gafas—. ¡Póntelos!

Recordé la mirada en sus ojos cuando lo había rechazado tras la muerte de Freddy. Me avergoncé al pensar en el dolor que le había infligido. Lo había castigado porque yo misma me sentía corroída por la culpa. Pero Philip no había hecho nada malo: siempre había tratado de ayudar a la gente, quererlos sinceramente y comportarse con dignidad. Tanto Beatrice como yo lo habíamos defraudado. Levanté la mirada hacia él. Sus ojos rebosaban calidez. Lo que me estaba pidiendo ahora —que me montara en el Gipsy Moth con él— era mucho menos de lo que me había pedido hasta ahora. Seguramente podía sobreponerme y hacer algo tan simple para hacerle feliz.

Me temblaron las rodillas y el corazón me latió con fuerza mientras Philip me ayudaba a ponerme la chaqueta y me colocaba el cinturón de seguridad del asiento del copiloto. Remetí bien el borde de la falda de mi vestido contra el asiento. Cuando me vi sentada realmente en el avión, el miedo se apoderó de mí.

—Philip —le dije con voz suplicante—. No estoy segura de que pueda hacer esto.

Sin embargo, él no me oyó. Se ajustó el cinturón en la cabina trasera. Nuestros cascos llevaban incorporados unos auriculares unidos por un tubo de goma que terminaba en una boquilla. Aquel era nuestro medio de comunicación. Condujo el avión hasta el final de la planicie y giró en la dirección del viento. Entonces, abrió el acelerador y el aparato comenzó a correr a toda velocidad para despegar. Se me revolvió el estómago y traté con todas mis fuerzas de no vomitar. El Moth se dirigía directamente al borde del precipicio, y de no ser por el rugido del motor a medida que iniciábamos el vuelo, habría dejado sordo a Philip por el grito que proferí.

El avión vibró mientras nos elevábamos a toda velocidad.

—Demos una vuelta a las montañas —me dijo Philip por el tubo de comunicación.

Me sentí demasiado aterrorizada como para mirar por el lateral del avión. En tierra, había sido un día caluroso, pero arriba, en el aire, el viento me cortaba las mejillas y notaba como se me agrietaban los labios.

Tras unos minutos sobrevolando la vegetación, llegamos a un valle y Philip dirigió el morro del Moth hacia abajo para que pudiéramos ver el suelo más de cerca. Me di cuenta de que estábamos sobrevolando el valle del Grose y pude contemplar el majestuoso bosque de gomeros azules. Noté mi corazón palpitando por la emoción y durante un momento me olvidé del miedo. Era la imagen más inmensa de la naturaleza que jamás había visto. Me sentí sobrecogida.

El resto del vuelo me resultó asombroso. No podría haber imaginado la exquisita belleza de las montañas desde el aire. Descubrí que envidiaba a los pájaros. Ellos veían el mundo como si fueran criaturas celestiales: las copas de los árboles, los ríos centelleantes y los valles. Cuando Philip aterrizó junto a mi casita, la mujer nerviosa que se había subido al avión una hora antes emergió de él transformada.

—Entonces, ¿te gusta volar? —preguntó Philip, ayudándome a quitarme la chaqueta.

Me sentí tan emocionada que me eché a llorar.

—Me ha encantado —le contesté—. Muchísimas gracias.

Los ojos de Philip examinaron mi rostro.

—No has cambiado ni un ápice, Adéla. Siempre has sentido sensibilidad por la belleza.

Me sonrojé y miré hacia la casa.

—¿Tienes hambre? —le pregunté.

Después del almuerzo paseamos por el jardín y le mostré a Philip mis plantas de lavanda y la caja que había construido para MP. Nos paramos cerca del arce que yo había plantado en memoria de mi madre y mi padre, y que se erigía silencioso enfrente del valle. Philip alargó el brazo y me cogió de la mano. Entrelacé mis dedos con los suyos y noté que me los presionaba con más fuerza.

—Cuando vi
El Valle de la Esmeralda
supe que habías sanado. Que habías encontrado un nuevo propósito —me dijo mirándome a los ojos.

«Va a besarme», pensé. Cuando recibí la carta de Philip había decidido que, pasara lo que pasara, no volvería a rechazarle. Ahora teníamos una oportunidad de encontrar la felicidad y, si él seguía amándome, estaba dispuesta a aprovecharla.

Pero se volvió y miró hacia el cielo.

—Tengo que irme sin demora —me dijo—. Debo visitar a varios pacientes mañana por la mañana en Sídney.

—¿Has vuelto a Sídney? —le pregunté, decepcionada.

Philip no había venido buscando amor, solo quería compañía. En una ocasión yo misma le pregunté si podíamos ser amigos, y tendría que contentarme con eso. Me sentía agradecida por que, al menos, simplemente se marchara a Sídney y no a algún otro lugar lejano como Cloncurry.

—He ayudado a crear un nuevo servicio médico —me explicó—. Ahora ha llegado el momento de que vuelva a ejercer. Pero seguiré trabajando ocasionalmente de médico de urgencias para el servicio.

Caminamos de vuelta al avión de Philip y lo escuché fascinada mientras me hablaba sobre sus viajes desde Cloncurry al Territorio del Norte y los aterrizajes de emergencia en los campos mineros del monte Isa; sobre lugares remotos en la península del cabo York, y sobre la austeridad de los pueblos del interior y la capacidad de sus habitantes para soportar las condiciones más duras. Philip se subió la cremallera de su chaqueta de aviador.

—¿Puedo volver el próximo sábado? —me preguntó—. Podría llevarte al río Hawkesbury.

Other books

The Maidenhead by Parris Afton Bonds
The Carbon Murder by Camille Minichino
Shadow Lands by K. F. Breene
Tartok the Ice Beast by Adam Blade
Terror in the Balkans by Ben Shepherd