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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (27 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Salvo su madre.

El pensamiento lo asaltó de forma repentina y lo golpeó con la fuerza de una revelación. Ella no temía lo que él pudiera hacer. Ella era la única que no había intentado atraerlo, como las voces de la tormenta; no de persuadirlo, como la vidente. No había intentado atarlo a ella, ni siquiera sugerirle un camino. Lo había alejado de ella porque la elección le correspondía sólo a él, y era la única que deseaba que así fuera. Quizás, pensó de pronto, quizás confiaba en él.

En el bosquecillo, en medio de la oscuridad, vio las flores sobre el montículo donde había nacido Lisen, y las vio con la mirada nocturna de su padre, y al hacerlo pensaba en su madre.

Entonces, por alguna razón, se acordó de Vae y Shahar, los primeros padres que había conocido. Pensó en sus dos padres: uno, un simple e inofensivo soldado del ejército de Brennin, que obedecía las imperiosas órdenes del soberano rey y era incapaz de quedarse junto a su mujer y a sus hijos en el frío invierno, incapaz de proporcionarles calor; el otro, un dios y el más poderoso de los dioses, desencadenador del invierno y la guerra. Infundía tanto pavor como sentía él, Darien, por ser su hijo.

Se suponía que tenía que escoger entre los dos.

Por un lado, no había posibilidad de elección. La facultad de ver en la oscuridad, el pavor que infundía en los demás, la extinción de la Luz sobre su frente, todo lo evidenciaba. Era como si la elección ya hubiese sido hecha. Por otro lado…

No pudo redondear ese pensamiento.

-Me complacería mucho que rogaras por tu vida.

Si las rocas de la corteza de la Tierra pudieran hablar, lo harían con un sonido parecido. Las palabras retumbaron, se deslizaron como si gigantescas rocas se hubieran puesto en movimiento preludiando una avalancha y un terremoto.

Darien se volvió. En el claro había una silueta más oscura que la oscuridad, y en la yerba había un enorme agujero, dentado e irregular, junto a la criatura que había hablado con la voz de la tierra. Un pavor primitivo, instintivo, se apoderó de Darien, pese a la resignación que poco antes había sentido. Sintió que sus ojos relampagueaban con color rojo; levantó las manos, con los dedos extendidos, señalando…

Y no sucedió nada.

Retumbó una carcajada, profunda y baja, como si se pusieran en movimiento cantos rodados largo tiempo en reposo.

-Aquí no -dijo la silueta-, no en este bosquecillo, y menos siendo inexperto como eres.

Conozco tu nombre y el de tu padre. Es evidente en qué puedes convertirte; incluso habrías sido capaz de enseñarme algo si nos hubiéramos encontrado mucho tiempo después de esto. Pero esta noche, en este lugar, no eres nada. Estás muy lejos de haber profundizado lo suficiente. Me complacería mucho oírte suplicar.

Darien bajó los brazos. Sintió que sus ojos recobraban el color azul, el color que no había heredado de su padre ni de su madre, el color que sólo le pertenecía a él; quizás lo único que le pertenecía. Permaneció callado, y en silencio contempló lo que había aparecido bajo la media luna que se alzaba brillante al este sobre los árboles.

No tenía ni silueta ni color determinado. Mientras miraba, la criatura cambiaba sin cesar de forma. Tenía cuatro brazos, luego tres, luego ninguno. Tenía la cabeza de un hombre, luego la de una horrible y mutante silueta cubierta con babosas y gusanos, luego se transformaba en un canto rodado, informe, mientras los gusanos y las babosas iban cayendo sobre la yerba y en el abierto agujero. Era gris, a manchas marrones, negro; era enorme. En todas las borrosas formas que iba adoptando, tenía siempre dos piernas, y Darien vio que una de ellas era deforme. En una mano llevaba un martillo de color negro grisáceo, de arcilla húmeda, y casi tan voluminoso como Darien.

En medio del absoluto y pavoroso silencio del bosque, volvió a hablar y dijo de nuevo:

-¿No me suplicarás, portador de la Diadema? Dime algo que pueda devolverme a mi lecho bajo tierra. Me han rogado que te deje con vida, incendiario de árboles. Quieren despellejarte y enloquecerte cuando te hayan quitado la Diadema de la frente. Yo te proporcionaré un descanso más cómodo y rápido, pero sólo si me lo pides. Pídemelo, profanador del bosquecillo. Sólo tienes que pedirmelo; no te queda más remedio que hacerlo.

Ahora tenía un rostro casi humano, pero enorme y gris, cubierto de lombrices que salían y entraban por la nariz y la boca. Tenía la voz espesa de la tierra y de la piedra.

-Es de noche en el bosquecillo sagrado, hijo de Maugrim -dijo-. A mi lado no eres nada, menos que nada. Estás muy lejos de haber profundizado lo suficiente para obligarme a blandir el martillo.

-Yo si -dijo otra voz, y Lancelot du Lac penetró en el bosquecillo a la luz de la Luna.

Dormían en la playa, en la parte sur del Anor. Brendel había desobedecido las órdenes de Flidais y había entrado en la torre para buscar mantas y ropa de cama en las habitaciones de la planta baja donde habían dormido los guardias de Lisen. No subió, por temor de que, una vez mas, Galadan captara la presencia de alguien en aquel lugar.

En un camastro junto a Arturo, un poco separados de los demás, Jennifer dormía sin hacer ningún movimiento, completamente exhausta. Tenía la cabeza apoyada en un hombro de él; la mano descansaba sobre su pecho, y los rubios cabellos se esparcían sobre la almohada que ambos compartían. El Guerrero permanecía despierto, escuchando la respiración y el latido del corazón de la que tanto amaba.

Luego los latidos del corazón cambiaron de ritmo. Se incorporó con la celeridad de un rayo, súbitamente despierta, y su mirada se clavó en la alta y vigilante Luna. La palidez de su rostro era tal que oscurecía el color de sus cabellos. Él vio que exhalaba un estremecido y afligido suspiro, y sintió en su corazón idéntico dolor.

-¿Está en peligro, Ginebra? -preguntó.

Ella no respondió; sus ojos no se separaban de la Luna. Con una mano se tapaba la boca. El le cogió la otra con tanto cariño como pudo. Temblaba como una hoja de álamo con el viento de otoño, y estaba más fría de lo que podría haber estado en la apacible noche del solsticio de verano.

-¿Qué estás viendo? ¿Está en peligro, Ginebra? -preguntó.

-Los dos lo están -contestó ella con la mirada fija en la Luna-. Los dos lo están, amor mío. Y yo soy quien hizo que ambos se marcharan.

El no dijo nada. Miró la Luna y pensó en Lancelot. Estrechó una mano de Ginebra entre las suyas, anchas y grandes, y deseó que el corazón de ella alcanzara la paz y la tranquilidad con un anhelo más intenso y apasionado que el que jamás había sentido por librarse de una vez por todas de su propio destino.

Yo he profundizado tanto como tú -dijo con calma el hombre alto al tiempo que penetraba en el bosquecillo. Blandía en la mano la espada desenvainada, que brillaba débilmente con la luz de la Luna-. Sé quién eres -continuó diciendo, con voz tranquila y pausada-. Sé que eres Curdardh, y sé de dónde vienes. He venido aquí como paladín de este niño. Si deseas que muera, antes tendrás que matarme a mí.

-¿Quién eres tú? -rugió aquel demonio.

Darien se dio cuenta de que en torno a ellos los árboles volvían a hacer ruido. Miró al hombre que acababa de llegar y se sintió lleno de admiración.

-Soy Lancelot -le oyó decir.

Un recuerdo se agitó en lo más profundo de su memoria, un recuerdo de los juegos con Finn sobre la nieve invernal. El juego del Guerrero, con el personaje del rey Lanza y de su amigo; su tanist, lo había llamado Finn. El más sobresaliente de los compañeros del Guerrero, que se llamaba Lancelot. El que había amado a la reina del Guerrero, cuyo nombre, cuyo nombre…

El demonio, Curdardh, cambió de postura produciendo el sonido del granito al moverse bajo la yerba. Levantó el martillo y dijo:

-No se me había ocurrido que pudiera encontrarte aquí, pero no me sorprende.

Rió suavemente, como la grava al resbalar por una ladera, y de nuevo cambió de forma. Ahora tenía dos cabezas, y ambas eran cabezas de demonio.

-No tengo intención de pelear contigo, Lancelot, y Pendaran sabe que viviste durante todo un invierno en un bosque sin causar mal alguno. No recibirás daño alguno si te marchas ahora mismo, pero tendré que matarte si te quedas.

Con una tranquilidad total y absolutamente controlada, Lancelot dijo:

-Tendrás que intentar matarme. Y no es tarea fácil, ni siquiera para ti, Curdardh.

-Soy tan profundo como el alma de la tierra, espadachín. Mi martillo fue forjado en una sima tan profunda que el fuego arde hacia abajo.

Lo decía con naturalidad, sin bravuconería alguna.

-He vivido aquí desde que existe Pendaran -siguió Curdardh, el Más Anciano-. Durante todo este tiempo he protegido este sacrosanto bosquecillo y me he despertado sólo cuando ha sido violado. Tienes una espada y sabes manejarla con incomparable habilidad. Pero no será suficiente. Aún me cabe una cierta clemencia. ¡Márchate!

A la última y atronadora orden, los árboles del limite del bosquecillo se estremecieron y la tierra tembló. Darien luchó por mantener el equilibrio. Luego, mientras cesaba el temblor, Lancelot dijo con una cortesía que por alguna misteriosa razón encajaba muy bien con aquel lugar:

-Tengo más de lo que imaginas, aunque te agradezco la amabilidad de tu ruego. Debes saber, antes de que empecemos a luchar, pues es indudable que vamos a librar una batalla aquí, Curdardh, que he yacido muerto en Caer Sidi, que es también Cader Sedat, que es también la Corona Borealis de los Reyes en medio de las estrellas. Con seguridad sabes que esa fortaleza está en el árbol-eje de todos los mundos y que las olas del mar rompen contra sus muros y todas las estrellas del cielo dan vueltas en torno.

El corazón de Darien latía aceleradamente, aunque sólo entendía en parte lo que oía.

Se había acordado de algo más: Finn, que en aquellos días parecía conocer todas las cosas que en el mundo se podían conocer, le había dicho que su madre había sido una reina. Esa certeza hacia todo más confuso de lo que era. Tragó saliva. Se sentía como un niño.

-Aun así -estaba diciendo Curdardh a Lancelot-, pese al lugar donde has yacido, eres mortal, espadachin. ¿Acaso querrías morir por el hijo de Rakoth Maugrim?

-Aquí me tienes -contestó lacónicamente Lancelot.

Y comenzó la batalla.

Capítulo 8

En aquel preciso instante, Shalhassan de Cathal decidió que su secretario no había nacido para la vida milirar. Raziel era sólo una sombra -hablando en un sentido casi literal- de su antigua eficiencia. Por su causa el supremo señor de Cathal se había visto obligado por dos veces a hacer una pausa en el dictado mientras Raziel se revolvía frenéticamente sobre la silla de montar esforzándose por reemplazar el punzón roto. A la espera de que lo consiguiera, Shalhassan se acariciaba la rizada barba y escrutaba el camino que a la luz de la Luna se extendía ante su carro de combate.

Estaban en Brennin, en la carretera que llevaba de Seresh a la capital, y cabalgaban a la luz de la Luna con celeridad porque la guerra exigía a los hombres innumerables obligaciones. Era una apacible noche de verano, aunque la cola de una violenta tormenta había alcanzado Seresh a última hora del día, cuando él y los refuerzos que traía desde Cathal habían atravesado el río.

Raziel volvió a coger el punzón, pero enseguida se le cayó al intentar agarrar las riendas del caballo. Shalhassan no se traicionó ni con el más leve parpadeo. Con los pies sobre la tierra, Raziel era muy hábil en todo lo que hacia; Shalhassan estaba dispuesto por ahora a disculparle esa desviación de su habitual competencia. Con un simple movimiento de mano indicó a su secretario que volviera a tomar su lugar entre las filas del ejército: lo que quería dictarle podía esperar a que llegaran a Paras Derval.

No estaban demasiado lejos. Shalhassan recordó de pronto vívidamente la última vez que, al frente de su ejército, había recorrido esa carretera que conducía hacia el este.

Había sido un día de invierno, resplandeciente como un diamante, y en la misma carretera le había salido al encuentro el príncipe, vestido con un manto de piel de color blanco y un gorro también de color blanco, con una pluma roja de djena que destacaba sobre la nieve como único adorno.

Y ahora, dos semanas después, la nieve se había fundido por completo y el atractivo príncipe era el prometido de la hija de Shalhassan. Y se había hecho a la mar, y no se había recibido noticia alguna en Seresh de la suerte que había corrido el barco en su travesía hacia el Castillo en Espiral.

En cambio, sí se habían recibido noticias del soberano rey: había partido a caballo hacia el norte a la cabeza del ejército de Brennin y de las fuerzas de Cathal que se habían quedado allí, en respuesta al cristal que se había encendido con la llamada recibida desde Daniloth, la misma noche, en que había zarpado el Piydwen. Shalhassan hizo un lacónico gesto con la cabeza a su auriga y se asió a la barandilla delantera con más firmeza aún a medida que aumentaba la velocidad. Sabía que seguramente aquella prisa era innecesaria. Lo más probable era que él y el segundo contingente de sus tropas llegaran tarde como para constituir algo más que una simple retaguardia de los acontecimientos, pero quería llegar a tiempo de ver a Gorlaes, el canciller, para confirmar esa suposición, y sobre todo sentía deseos de ver a su hija.

Avanzaba deprisa a la luz de la Luna. Poco después se encontraba en Paras Derval, y luego, rendido por el viaje, sin concederse siquiera tiempo para cambiarse de ropas, era introducido en el Gran Salón, alumbrado por antorchas, donde lo aguardaba Gorlaes, respetuosamente de pie en el escalón inferior del trono vacio. El canciller se inclinó tres veces ante él en señal de obediencia, en un gesto inesperado y gratificante. Junto a Gorlaes, un escalón por debajo de él, había otro hombre que también se inclinó, con la misma deferencia pero con menos elegancia, lo cual era comprensible teniendo en cuenta quién era.

A continuación Tegid de Rhoden, el intermediario del príncipe Diarmuid, le contó a Shalhassan, supremo señor de Cathal, que su hija Sharra se había marchado y aguardó, con anticipada cobardía, la explosión de ira que sin duda iba a tener lugar.

E, interiormente, la hubo. El miedo y la cólera explotaron en el corazón de Shalhassan, pero no alteraron ni la expresión de su rostro ni su porte. Sin embargo su voz sonó gélida cuando preguntó adónde y con quién se había marchado.

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