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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (12 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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Aún no habían acabado los encuentros. El dédalo de galerías la llevó a un mirador semicircular que se asomaba al oeste. Allí, tumbada en una camilla forrada de cuero y con la cabeza apoyada en la barbilla, Afrodita contemplaba el paisaje. Aunque aquél era un sitio de paso, la diosa del amor, entre cuyas virtudes no se hallaba el recato, estaba tan desnuda como cuando surgió de las olas. Su piel era más dorada que blanca, y poseía un cuerpo voluptuoso que enloquecía por igual a hombres y dioses. Salvo a Zeus, que por alguna razón nunca se había acostado con ella. Era curioso, pensó Atenea. Entre ambos habían fornicado con todo el Olimpo y con media tierra, pero se mantenían apartados el uno del otro.

Dos hieródulos atendían a la diosa, masajeando sus piernas y su espalda con una mezcla de aceite, mirto y ambrosía. Al ver entrar a Atenea agacharon la cabeza y se ruborizaron, pues el embrujo de Afrodita era tan poderoso que se notaba en sus túnicas levantadas.

—¿No crees que tendrías más intimidad en tus aposentos? —preguntó Atenea, molesta de encontrarla así.

Afrodita se giró sobre un codo. A Atenea le turbó un poco verle los pezones, pintados de un rosa carmesí.

—¿No estás en la reunión de las comadres?

—No me han invitado. ¿Cómo es que a ti tampoco?

—Ya sabes que no me tienen simpatía —dijo Afrodita, sin lamentarlo. Como tantos otros dioses, no necesitaba demasiado la compañía de los demás. En su caso, le solía bastar con la contemplación de su propia belleza—. Ésas andan tramando algo. Te lo digo yo.

Lo mismo sospecho yo
, pensó Atenea, pero se lo calló. Miró a su alrededor. De una percha colgaba la ropa de Afrodita, pero no estaba allí el célebre ceñidor que se ponía bajo la túnica para realzar su busto; precaución innecesaria, pues los divinos pechos se erguían enhiestos por sí solos y seguramente seguirían así mucho tiempo.

—¿Y tu ceñidor? ¿Has vuelto a prestárselo a Hera?

—¿A esa bruja? De ninguna manera. Es una desagradecida. —Sonrió picara y añadió—: No, es para otra diosa.

—Espero que no pretenda usarlo para seducir a Zeus. No creo que a mi padre le haga gracia que alguien intente repetir el mismo truco una segunda vez.

—¡Oh, no tengo el menor interés en saber para quién lo quiere mi amiga!

—¿A quién se lo has prestado?

—No te lo voy a decir. Sé guardar un secreto.

—Seguro.

—Es mejor así. De esa manera sabrás que, si alguna vez me quieres confiar algo, no se lo contaré a nadie.

Atenea enrojeció. Sentado en el alféizar del mirador había un extraño bebé en el que hasta entonces no había reparado. Tan sólo vestía un pañal blanco, y del hombro le colgaba la cinta de un carcaj. Lo llevaba vacío, pues hacía poco que Zeus le había castigado por usar sus flechas contra otros dioses. Aquel bebé perpetuo, que parecía abanicarse con las alitas blancas y que solía mirar a todos con los ojos entrecerrados en un gesto de enojo, no era otro que Eros. Afrodita había aparecido con él cuando llegó al Olimpo desde la isla de Chipre. Ella aseguraba que era su hijo, y él, con la media habla de quien apenas tiene dientes, la llamaba «madre». Pero Hefesto aseguraba que no era así.

—Ese crío es más viejo que todos nosotros —decía—. Si no hubiera existido desde el principio, ¿cómo se habría enamorado Urano de Gea?

Eros a veces obedecía a Afrodita, pero más a menudo se dejaba llevar por su propio capricho. Guardaba un arsenal de flechas de oro aguzadas que provocaban un enamoramiento irresistible en quienes recibían su herida; pero también tenía un buen puñado de dardos de caña con la punta de plomo embotada que causaban el efecto contrario. Muchos dioses habían sufrido por su más que dudoso sentido del humor, y sobre todo Apolo, que había amado en vano a Bolina, Ocírroe y a Dafne, y que había sufrido la humillación de que Marpesa despreciara su amor para elegir el de un mortal.

Atenea había amenazado a Eros con terribles represalias si se acercaba a ella, y la advertencia había funcionado. Hasta ahora.

¿
Y si...?
Atenea espantó aquel pensamiento. No podía ser. No eran los dardos de Eros los que la habían impulsado a acostarse con Ganímedes, sino el enojo con su padre, y tal vez la curiosidad y el anhelo de aquel goce que todos los demás conocían. Pero ella no estaba enamorada, no deseaba compartir su tiempo ni su morada con aquel mortal, por bello que fuese. Sólo tenderse desnuda junto a él, acariciar su cuerpo, besar sus labios jugosos, anudarse con sus piernas...

Atenea se dio cuenta de que había apretado los muslos y un calor líquido le subió por el vientre. En ese momento, Eros batió las alas con la velocidad de un colibrí y se acercó a ella olisqueando como un cachorro de sabueso.

—¡Huele a mí! —chilló con su media lengua—. ¡La virgen huele a mí! ¡La diosa
guededa
huele a Eros!

—¡Aparta de aquí! —le dijo Atenea, dándole un manotazo en la cabeza.

Eros se posó sobre la espalda de Afrodita y se abrazó a su cuello.

—¡
Mad’e
! ¡Atenea me ha pegado!

—¿Qué ha olido mi hijo, Atenea? —dijo Afrodita—. ¿Te has excitado de verme desnuda? A ver si tú vas a ser doncella a la manera de Ártemis.

—No digas estupideces.

—Hablando de Ártemis, ¿sabes que me pidió hace unos días la red mágica con la que mi marido me atrapó en la cama? ¿Qué diablura crees que pretenderá hacer con ella? —Afrodita chasqueó la lengua—. Vaya, vaya, parece que a las diosas vírgenes les empieza a picar la entrepierna.

Atenea se enfureció.

—Cállate de una vez, y mantén a tu maldito hijo lejos de mí si no quieres que adorne mi Égida con sus alas. ¡Y haz el favor de vestirte o ir a tus aposentos!

Se fue de allí, seguida por las carcajadas burlonas de Afrodita. No, se dijo. Eros y su madre no podían saberlo. No podían adivinar que ya no era virgen. Pero, ¿acaso no eran ésos sus dominios, los del sexo y el amor?

 

 

Por fin, Atenea llegó al Cranón. Sobre la mole blanca del palacio se alzaba un estilizado pilar negro, rodeado por una escalera de caracol. Al pie de aquella columna hacía guardia un pelotón de Consagrados, que se apartaron al paso de Atenea y entrechocaron lanzas y escudos con marcialidad. La diosa subió los treinta codos de escaleras hasta salir a la terraza que rodeaba el santuario privado de Zeus. En aquel lugar, conocido como la Atalaya, el rey de los dioses tenía una pequeña alcoba asomada al oeste, en la que llevaba durmiendo desde que discutiera con Hera, y también un despacho donde recibía a los dioses más allegados. El conjunto formaba un pequeño domo, cubierto por una cúpula de losas doradas y rodeado por una balconada circular desde la que se dominaban los cuatro puntos cardinales.

Atenea pasó al despacho de su padre. En aquella estancia no abundaban los muebles. Aparte del sitial de piedra del propio Zeus, bajo el centro de la cúpula había una gran mesa circular con un fino mosaico que representaba todas las tierras del mundo. El resto de la decoración era un cuadro colgado del tabique que separaba el despacho de la alcoba y cubierto por un lienzo. Atenea sabía que era un espejo porque el paño se había resbalado una vez, pero Zeus se había apresurado a ponerlo de nuevo en su sitio y ella no se atrevió a hacer preguntas.

El señor del Olimpo la esperaba sentado en el sitial, mientras removía pensativo el vino en una copa de jade con asas de plata.

Al hacerlo, las fibras de sus hombros masivos se contraían como drizas. A Atenea siempre la habían fascinado los músculos de su padre. Tenía una fuerza colosal, tanta que era capaz de partir una gruesa plancha de mármol entre tres dedos de su mano izquierda. Un día que había bebido más de la cuenta, se jactó ante su familia: «Colgad del cielo una cadena de oro y agarradla entre todos, dioses y diosas. Aún así, por más que tiréis y os esforcéis no conseguiréis sacar del cielo a Zeus, el amo supremo. Pero si yo me decido a tirar de ella, os levantaré a todos vosotros, junto con la tierra y el mar, enrollaré la cadena en un pico del Olimpo y todo quedará suspendido en el aire. En tanto os supero a los dioses y a los hombres.» Los demás le rieron la ocurrencia, pero él se la tomó en serio y ordenó a Hefesto que forjara una cadena lo bastante sólida para tal menester. Por suerte, al día siguiente había olvidado la baladronada.

—¿Te pasa algo, padre? —preguntó Atenea, al verlo tan meditabundo.

—¿Tú crees que soy un tirano? —respondió él.

Ella se acercó y se sentó junto a sus rodillas, buscando los ojos de su padre, que seguían fijos en la copa.

—¿Por qué dices eso?

Él la miró, por fin. El azul de sus ojos parecía más pálido que otros días.

—Ayer maté a un hombre. Mientras agonizaba, me dijo que era un tirano, pero que mi tiranía expiraría antes de una luna. No consigo olvidar esas palabras.

—¿Cómo era ese hombre? ¿Merece respeto lo que dijo?

Zeus pareció pensárselo, como si su hija le hubiera revelado un enfoque distinto del asunto.

—Era un hombre cruel —dijo después de un rato—. Le castigué porque despreciaba las sagradas leyes de la hospitalidad. Delante de mí sirvió a sus invitados carne de crías humanas, y no contento con eso asesinó a uno de sus propios huéspedes.

—Entonces, ¿por qué tener en cuenta las palabras de un hombre tan abominable?

—Hasta un hombre cruel puede decir la verdad. Urano, mi abuelo, gobernó como un tirano, y mi padre Cronos no se comportó mucho mejor que él. Los dos creían que podían obrar a su antojo. Para ellos, todas las criaturas que poblaban el mundo estaban al servicio de sus caprichos. ¡Ni siquiera respetaban a sus propios hijos! Yo soy su descendiente y su sucesor. ¿Y si he heredado su conducta?

—Tú no eres como ellos, padre.

Era cierto que Zeus obraba a menudo siguiendo sus caprichos. Pero ahora, al verlo desmoralizado, Atenea comprendió que lo único que necesitaba era que le escucharan y le dieran la razón.

—Yo no creo que Tique me haya destinado la soberanía del mundo para servirme de él. No, yo tengo una misión. ¿Sabes cómo era todo cuando yo nací?

Atenea asintió. Zeus prosiguió, con la mirada ausente.

—El mundo era un lugar de fuego y de hielo. Siempre cambiante, catastrófico. Estaba dominado por los violentos titanes y por otras criaturas innombrables y aún más aterradoras. Tuve que encerrarlos a todos en el Tártaro, salvo a aquellos de los titanes y su prole que me juraron fidelidad. ¿Te he contado que en aquel tiempo, hasta que cargué a Atlas con la bóveda del cielo, ni siquiera los días y las estaciones tenían la misma duración? Los campesinos se habrían vuelto locos intentando seguir un calendario. Pero por entonces ni siquiera había campesinos, y los hombres malvivían recolectando y cazando lo que podían. ¡Y algunos cretinos se atreven a llamar a aquel tiempo la Edad de Oro!

»Mucho me costó poner orden, y poca ayuda he recibido de mis hermanos en esa tarea. ¿Qué han hecho en todo este tiempo? Quejarse, siempre quejarse. Mi hermano Poseidón no sólo permite que sigan pululando monstruos en los mares, sino que él mismo se dedica a engendrarlos, creyendo que yo no sé lo que pasa en su reino. Y de Hades... Para qué hablar de ese resentido que ni siquiera se contentó cuando le ayudé a casarse con Perséfone. ¡Me conformo con que mantenga vigilada la puerta del Tártaro y no deje que los titanes y otras criaturas peores se desparramen por la tierra!

—¡Aquí estamos, padre! —le interrumpió el vozarrón gutural de Ares, que entraba en la sala seguido por Hermes y Apolo.

Zeus se quedó sentado, pero Atenea se apresuró a levantarse del suelo. Ares sonrió burlón al verla junto a las rodillas de su padre. El dios de la guerra venía ataviado con su armadura, pero en vez de su gran hacha de bronce llevaba al costado una espada de hierro de dos codos. Al parecer, se había modernizado.

Por fin, Zeus se levantó del sitial, y abandonó el tono casi plañidero que había utilizado con Atenea. Volvía a ser el señor del mundo, el dios que tomaba decisiones instantáneas. Ordenó a sus hijos que rodearan el mapa y señaló una zona al norte del Olimpo.

—Quiero que vayas aquí, Ares. Alistarás un ejército y detendrás a los gigantes en cuanto crucen el río Istro. Sin duda, lo harán por este punto.

Zeus señaló un recodo del Istro, muy al norte del Olimpo. Atenea no conocía demasiado esas tierras, pero comprobó que aquel meandro estaba a la salida de un desfiladero por el que bajaba la ruta de Hiperbórea.

—¿Detenerlos? ¿Es que acaso se han puesto ya en marcha?

—¿Crees que han mandado a su embajador para pedirnos permiso de verdad? No, Bóreas me ha informado de que ya tienen ultimados los preparativos para avanzar hacia el sur. Lo único que pretendían hoy era romper hostilidades, y sembrar el miedo y la división entre los dioses menores aprovechando que la simple visión de un gigante les aterroriza.

—Bah —masculló Ares, abriendo su enorme manaza—. Si me hubieras dejado, habría convertido a ese fanfarrón en cascajo. ¡Ni cien gigantes juntos son rivales para el señor de la guerra!

—No deberías subestimar a los gigantes, hermano —dijo Hermes—. ¿O tal vez no deberías sobreestimarte tanto a ti mismo?

Ares le lanzó un revés que zumbó inútil en el aire, pues su hermano se había materializado al otro lado de la mesa.

—¡Nadie ha pedido tu opinión, dios de los cobardes!

—¡Vosotros dos, basta! —les amenazó Zeus, a quien mortificaban las desavenencias entre sus hijos. Para su desgracia, tenía trabajo de sobra reprimiéndolas—. Aunque la situación ha sido algo embarazosa —prosiguió—, me complace que Ticio nos haya amenazado con tal insolencia. Gea siempre ha defendido a esa raza de criaturas sin cerebro. Ahora con una declaración de guerra formal, tendremos la excusa que necesitamos para aniquilarlos, y a mi abuela no le quedará más remedio que aceptarlo. Quiero que los destroces, Ares. Puedes darles rienda suelta a tus perros.

Fobos y Deimos. Aunque caminaban a dos patas, todos los dioses los conocían como
los perros de la guerra
, dos criaturas espantosas de cuya compañía sólo parecía disfrutar el propio Ares.

—Descuida, padre. Cuando termine con los gigantes, usaré sus pedacitos para construirte un castillo y un templo.

Al pensar en el honor que había recaído en su hermanastro Atenea se mordió los labios. Después de cometer adulterio y violar el juramento más sagrado del mundo, Zeus no sólo perdonaba a Ares dos años antes del plazo, sino que además le otorgaba como recompensa el mando de la mayor guerra que se hubiera librado desde la Titanomaquia. Ella sabía que lo podía hacer mucho mejor que su hermanastro. Y Zeus también debía saberlo, a no ser que se estuviera volviendo senil.

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