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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Sentido y Sensibilidad (21 page)

BOOK: Sentido y Sensibilidad
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El coronel respondió con su acostumbrada mansedumbre a todas sus preguntas, pero sin satisfacer su curiosidad en ninguna de ellas. Elinor había comenzado a preparar el té, y Marianne se vio obligada a volver a la habitación.

Tras su entrada el coronel Brandon se puso más pensativo y silencioso que antes, y la señora Jennings no pudo convencerlo de que se quedara más rato. Esa tarde no llegó ningún otro visitante, y las damas estuvieron de acuerdo en irse a la cama temprano.

Marianne se levantó al día siguiente con renovados ánimos y aire contento. Parecía haber olvidado la decepción de la tarde anterior ante las expectativas de lo que podía ocurrir ese día. No hacía mucho que habían terminado su desayuno cuando el birlocho de la señora Palmer se detuvo ante la puerta, y pocos minutos después entró riendo a la habitación, tan encantada de verlos a todos, que le era difícil decir si su placer era mayor por ver a su madre o de nuevo a las señoritas Dashwood. ¡Tan sorprendida de su llegada a la ciudad, aunque más bien era lo que había estado esperando todo ese tiempo! ¡Tan enojada porque habían aceptado la invitación de su madre tras rehusar la de ella, aunque al mismo tiempo jamás las habría perdonado si no hubieran venido!

—El señor Palmer estará tan contento de verlas —dijo—; ¿qué creen que dijo cuando supo que venían con mamá? En este momento no recuerdo qué fue, ¡pero fue algo tan gracioso!

Tras una o dos horas pasadas en lo que su madre llamaba una tranquila charla o, en otras palabras, innumerables preguntas de la señora Jennings sobre todos sus conocidos, y risas sin motivo de la señora Palmer, la última propuso que todas la acompañaran a algunas tiendas donde tenía que hacer esa mañana, a lo cual la señora Jennings y Elinor accedieron prontamente, ya que también tenían algunas compras que hacer; y Marianne, aunque declinó la invitación en un primer momento, se dejó convencer de ir también.

Era evidente que, dondequiera fuesen, ella estaba siempre alerta. En Bond Street, especialmente, donde se encontraba la mayor parte de los lugares que debían visitar, sus ojos se mantenían en constante búsqueda; y en cualquier tienda a la que entrara el grupo, ella, absorta en sus pensamientos, no lograba interesarse en nada de lo que tenía enfrente y que ocupaba a las demás. Inquieta e insatisfecha en todas partes, su hermana no logró que le diera su opinión sobre ningún artículo que quisiera comprar, aunque les atañera a ambas; no disfrutaba de nada; tan sólo estaba impaciente por volver a casa de nuevo, y a duras penas logró controlar su molestia ante el tedio que le producía la señora Palmer, cuyos ojos quedaban atrapados por cualquier cosa bonita, cara o novedosa; que se enloquecía por comprar todo, no podía decidirse por nada, y perdía el tiempo entre el éxtasis y la indecisión.

Ya estaba avanzada la mañana cuando volvieron a casa; y no bien entraron, Marianne corrió ansiosamente escaleras arriba, y cuando Elinor la siguió, la encontró alejándose de la mesa con desconsolado semblante, que muy a las claras decía que Willoughby no había estado allí.

—¿No han dejado ninguna carta para mí desde que salimos? —le preguntó al criado que en ese momento entraba con los paquetes. La respuesta fue negativa—. ¿Está seguro? —le dijo. ¿Está seguro de que ningún criado, ningún conserje ha dejado ninguna carta, ninguna nota?

El hombre le respondió que no había venido nadie.

—¡Qué extraño! —dijo Marianne en un tono bajo y lleno de desencanto, a tiempo que se alejaba hacia la ventana.

«¡En verdad, qué extraño!», dijo Elinor para sí, mirando a su hermana con gran inquietud. «Si ella no supiera que él está en la ciudad, no le habría escrito como lo hizo; le habría escrito a Combe Magna; y si él está en la ciudad, ¡qué extraño que no haya venido ni escrito! ¡Ah, madre querida, debes estar equivocada al permitir un compromiso tan dudoso y oscuro entre una hija tan joven y un hombre tan poco conocido! ¡Me muero por preguntar, pero cómo tomarán que
yo
me entrometa!».

Decidió, tras algunas consideraciones, que si las apariencias se mantenían durante muchos días tan ingratas como lo eran en ese momento, le haría ver a su madre con la mayor fuerza posible la necesidad de investigar seriamente el asunto.

La señora Palmer y dos damas mayores, conocidas íntimas de la señora Jennings, a quienes había encontrado e invitado en la mañana, cenaron con ellas. La primera las dejó poco después del té para cumplir sus compromisos de la noche; y Elinor se vio obligada a completar una mesa de
whist
para las demás. Marianne no aportaba nada en estas ocasiones, pues nunca había aprendido ese juego, pero aunque así quedaron las horas de la tarde a su entera disposición, no le fueron de mayor provecho en cuanto a distracción de lo que fueron para Elinor, porque transcurrieron para ella cargadas de toda la ansiedad de la espera y el dolor de la decepción._ A ratos intentaba leer durante algunos minutos; pero pronto arrojaba a un lado el libro y se entregaba nuevamente a la más interesante ocupación de recorrer la habitación de un lado a otro, una y otra vez, deteniéndose un momento cada vez que llegaba a la ventana, con la esperanza de escuchar el tan ansiado toque en la puerta.

CAPITULO XXVII

—Si se mantiene este buen tiempo —dijo la señora Jennings cuando se encontraron al desayuno la mañana siguiente sir John no querrá abandonar Barton la próxima semana; es triste cosa para un deportista perderse un día de placer. ¡Pobrecitos! Los compadezco cuando eso les ocurre… parecen tomárselo tan a pecho.

—Es verdad —exclamó Marianne alegremente, y se encaminó hacia la ventana mientras hablaba, para ver cómo estaba el día—. No había pensado en
eso
. Este clima hará que muchos deportistas se queden en el campo.

Fue un recuerdo afortunado, que le devolvió todo su buen ánimo.

—En verdad es un tiempo maravilloso para
ellos
—continuó, mientras se sentaba a la mesa con aire de felicidad—. ¡Cómo estarán disfrutándolo! Pero —otra vez con algo de ansiedad—, no puede esperarse que dure demasiado. En esta época del año, y después de tantas lluvias, seguramente no seguirá así de bueno. Pronto llegarán las heladas, y lo más probable es que sean severas. Quizá en uno o dos días; este clima tan suave no puede seguir mucho más… no, ¡quizá hiele esta noche!

—En todo caso —dijo Elinor, con la intención de impedir que la señora Jennings pudiera descifrar los pensamientos de su hermana tan claramente como ella—, diría que tendremos a sir John y a lady Middleton en la ciudad a fines de la próxima semana.

—Claro, querida, te aseguro que así será. Mary siempre se sale con la suya.

«Y ahora», conjeturó en silencio Elinor, «Marianne escribirá a Combe en el correo de hoy».

Pero si fue que lo
hizo
, la reserva con que la carta fue escrita y enviada logró eludir la vigilancia de Elinor, que no pudo constatar el hecho. Cualquiera fuese la verdad, y lejos como estaba Elinor de sentirse completamente satisfecha al respecto, mientras viera a Marianne de buen ánimo, ella tampoco podía sentirse muy a disgusto. Y Marianne estaba de buen ánimo, feliz por la suavidad del clima y más contenta aún con sus expectativas de una helada.

Pasaron la mañana principalmente repartiendo tarjetas de visita en las casas de los conocidos de la señora Jennings para informarles de su vuelta a la ciudad; y todo el tiempo Marianne se mantenía ocupada observando la dirección del viento, vigilando las mudanzas del cielo e imaginando que cambiaba la temperatura del aire.

¿No encuentras que está más frío que en la mañana, Elinor? A mí me parece que hay una marcada diferencia. Apenas puedo mantener las manos calientes ni siquiera en el manguito. Creo que ayer no estuvo así. Parece que está aclarando también, luego saldrá el sol y tendremos una tarde despejada.

Elinor se sentía a ratos divertida, a ratos apenada; pero Marianne no se daba por vencida y cada noche en el resplandor del fuego, y cada mañana en el aspecto de la atmósfera, veía los indudables signos de una cada vez más próxima helada.

Las señoritas Dashwood no tenían más motivos para estar descontentas con la forma de vida y el grupo de relaciones de la señora Jennings que con su comportamiento hacia ellas, que siempre era bondadoso. Todos sus arreglos domésticos se hacían según las más generosas disposiciones, y a excepción de unos pocos amigos antiguos de la ciudad, a los cuales, para disgusto de lady Middleton, nunca había dejado de tratar, no se visitaba con nadie cuyo conocimiento pudiera en absoluto turbar a sus jóvenes acompañantes. Contenta de encontrarse en ese aspecto en mejores condiciones que las que había previsto, Elinor se mostraba muy dispuesta a transigir con lo poco entretenidas que resultaban sus reuniones nocturnas, las cuales tanto en casa como fuera de ella se organizaban sólo para jugar a los naipes, algo que le ofrecía escasa diversión.

El coronel Brandon, invitado permanente a la casa, las acompañaba casi todos los días; venía a contemplar a Marianne y a hablar con Elinor, que a menudo disfrutaba más de la conversación con él que con ningún otro suceso diario, pero al mismo tiempo veía con gran preocupación cómo persistía el interés que mostraba por su hermana. Temía incluso que fuera cada vez más intenso. Le apenaba ver la ansiedad con que solía observar a Marianne y cómo parecía realmente más desalentado que en Barton.

Alrededor de una semana después de su llegada, fue evidente que también Willoughby se encontraba en la ciudad. Cuando llegaron de la salida matinal, su tarjeta se encontraba sobre la mesa.

—¡Ay, Dios! —exclamó Marianne—. Estuvo aquí mientras habíamos salido.

Elinor, regocijándose al saber que Willoughby estaba en Londres, se animó a decir:

—Puedes confiar en que mañana vendrá de nuevo.

Marianne apenas pareció escucharla, y al entrar la señora Jennings, huyó con su preciosa tarjeta.

Este suceso, junto con levantarle el ánimo a Elinor, le devolvió al de su hermana toda, y más que toda su anterior agitación. A partir de ese momento su mente no conoció un momento de tranquilidad; sus expectativas de verlo en cualquier momento del día la inhabilitaron para cualquier otra cosa. A la mañana siguiente insistió en quedarse en casa cuando las otras salieron.

Elinor no pudo dejar de pensar en lo que estaría pasando en Berkeley Street durante su ausencia; pero una rápida mirada a su hermana cuando volvieron fue suficiente para informarle que Willoughby no había aparecido por segunda vez. En ese preciso instante trajeron una nota, que dejaron en la mesa.

—¡Para mí! —exclamó Marianne, yendo apresuradamente hacia ella.

—No, señorita; para mi señora.

Pero Marianne, no convencida, la tomó de inmediato.

—En verdad es para la señora Jennings. ¡Qué pesadez!

—Entonces, ¿esperas una carta? —dijo Elinor, incapaz de seguir guardando silencio.

—¡Sí! Un poco… no mucho.

—No confías en mí —dijo Elinor, tras una corta pausa.

—¡Vamos, Elinor!
¡Tú
haciendo tal reproche… tú, que no confías en nadie!

—¡Yo! —replicó Elinor, algo confundida—. Es que, Marianne, no tengo nada que decir.

—Tampoco yo —respondió enérgicamente Marianne—; estamos entonces en las mismas condiciones. Ninguna de las dos tiene nada que contar; tú porque no comunicas nada, y yo porque nada escondo.

Elinor, consternada por esta acusación de exagerada reserva que no se sentía capaz de ignorar, no supo, en tales circunstancias, cómo hacer que Marianne se le abriera.

No tardó en aparecer la señora Jennings, y al dársele la nota, la leyó en voz alta. Era de lady Middleton, y en ella anunciaba su llegada a Conduit Street la noche anterior y solicitaba el placer de la compañía de su madre y sus primas esa tarde. Ciertos negocios en el caso de sir John, y un fuerte resfrío de su lado, les impedían ir a Berkeley Street. Fue aceptada la invitación, pero cuando se acercaba la hora de la cita, aunque la cortesía más básica hacia la señora Jennings exigía que ambas la acompañaran en esa visita, a Elinor se le hizo difícil convencer a su hermana de ir, porque aún no sabía nada de Willoughby y, por lo tanto, estaba tan poco dispuesta a salir a distraerse como renuente a correr el riesgo de que él viniera en su ausencia.

Al terminar la tarde, Elinor había descubierto que la naturaleza de una persona no se modifica materialmente con un cambio de residencia; pues aunque recién se habían instalado en la ciudad, sir John había conseguido reunir a su alrededor a cerca de veinte jóvenes y entretenerlos con un baile. Lady Middleton, sin embargo, no aprobaba esto. En el campo, un baile improvisado era muy aceptable; pero en Londres, donde la reputación de elegancia era más importante y más difícil de ganar, era arriesgar mucho, para complacer a unas pocas muchachas, que se supiera que lady Middleton había ofrecido un pequeño baile para ocho o nueve parejas, con dos violines y un simple refrigerio en el aparador.

El señor y la señora Palmer formaban parte de la concurrencia; el primero, al que no habían visto antes desde su llegada a la ciudad dado que él evitaba cuidadosamente cualquier apariencia de atención hacia su suegra y así jamás se le acercaba, no dio ninguna señal de haberlas reconocido al entrar. Las miró apenas, sin parecer saber quiénes eran, y a la señora Jennings le dirigió una mera inclinación de cabeza desde el otro lado de la habitación. Marianne echó una mirada a su alrededor no bien entró; fue suficiente:
él
no estaba ahí… y luego se sentó, tan poco dispuesta a dejarse entretener como a entretener a los demás. Tras haber estado reunidos cerca de una hora, el señor Palmer se acercó distraídamente hacia las señoritas Dashwood para comunicarles su sorpresa de verlas en la ciudad, aunque era en su casa que el coronel Brandon había tenido la primera noticia de su llegada, y él mismo había dicho algo muy gracioso al saber que iban a venir.

—Creía que las dos estaban en Devonshire —les dijo.

—¿Sí? —respondió Elinor.

—¿Cuándo van a regresar?

—No lo sé.

Y así terminó la conversación.

Nunca en toda su vida había estado Marianne tan poco deseosa de bailar como esa noche, y nunca el ejercicio la había fatigado tanto. Se quejó de ello cuando volvían a Berkeley Street.

—Ya, ya —dijo la señora Jennings—, sabemos muy bien a qué se debe eso; si una cierta persona a quien no nombraremos hubiera estado allí, no habría estado ni pizca de cansada; y para decir verdad, no fue muy bonito de su parte no haber venido a verla, después de haber sido invitado.

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