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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Sentido y Sensibilidad (33 page)

BOOK: Sentido y Sensibilidad
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No sabía Elinor muy bien cuáles eran en verdad sus propias expectativas al respecto, aunque se esforzó seriamente en alejar de ella la idea de que pudiera terminar de otra forma que con el matrimonio de Edward y Lucy. Sí estaba ansiosa de saber lo que diría y haría la señora Ferrars, aunque no cabían muchas dudas en cuanto a su naturaleza, y más ansiosa aún de saber cómo se comportaría Edward. Sentía bastante compasión por
él
; por Lucy, muy poca… e incluso le costó algo de trabajo procurar ese poco; por el resto, ninguna.

Como la señora Jennings no cambiaba de tema, muy pronto Elinor advirtió que sería necesario preparar a Marianne para discutirlo. Sin pérdida de tiempo había que desengañarla, ponerla al tanto de la verdad y conseguir que escuchara los comentarios de los demás sin revelar ninguna inquietud por su hermana, y tampoco ningún resentimiento hacia Edward.

Penosa era la tarea que debía cumplir Elinor. Iba a tener que destruir lo que en verdad creía ser el principal consuelo de su hermana: dar detalles acerca de Edward que temía lo harían desmerecer para siempre a los ojos de Marianne; y hacer que por el parecido entre sus situaciones, que ante la viva imaginación
de ella
parecería enorme, debiera revivir una vez más su propia desilusión. Pero ingrata como debía ser tal tarea, había que cumplirla y, en consecuencia, Elinor se apresuró a hacerlo.

Lejos estaba de desear detenerse demasiado en sus propios sentimientos o de mostrar que sufría mucho, a no ser que el dominio sobre sí misma que había practicado desde el momento en que supo del compromiso de Edward le indicara que sería útil frente a Marianne. Su relato fue claro y sencillo; y aunque no pudo estar desprovisto de emoción, no fue acompañado ni de agitación violenta ni de arrebatos de dolor. Eso correspondía más a la
oyente
, porque Marianne escuchó todo horrorizada y lloró sin parar. Por lo general, Elinor tenía que consolar a los demás cuando
ella
estaba afligida tanto como cuando ellos lo estaban; y así, confortó a Marianne al ofrecerle la certidumbre de su propia tranquilidad y una vigorosa defensa de Edward frente a todos los cargos, salvo el de imprudencia.

Pero Marianne no dio crédito durante un buen rato a ninguno de los argumentos de Elinor. Edward parecía un segundo Willoughby; y si Elinor admitía, como lo había hecho, que

lo había amado muy sinceramente, ¡cómo podía sentir menos que ella! En cuanto a Lucy Steele, la consideraba tan absolutamente despreciable, tan completamente incapaz de atraer a ningún hombre sensible, que no la iban a poder convencer primero de creer, y después de perdonar, que Edward hubiera sentido antes ningún afecto por ella. Ni siquiera admitía que hubiese sido algo natural; y Elinor abandonó sus esfuerzos, dejando que algún día la convenciera de que así eran las cosas lo único que podía llegar a convencerla: un conocimiento más profundo de la humanidad.

En su primer intento de comunicación, no había podido ir más allá de establecer el hecho del compromiso y el tiempo que tenía de existencia. Irrumpieron entonces las emociones de Marianne, poniendo fin a todo orden en la descripción de los Pormenores; y durante algunos momentos, todo lo que pudo hacerse fue calmar su aflicción, tranquilizar sus temores y combatir su resentimiento. La Primera pregunta que hizo, que abrió el camino a nuevos detalles, fue:

—¿Y hace cuánto tiempo que lo sabes, Elinor? ¿Te ha escrito él?

—Lo he sabido desde hace cuatro meses. Cuando Lucy fue por primera vez a Barton Park en noviembre pasado, me habló en privado de su compromiso.

Ante estas palabras, Marianne expresó con sus ojos lo que sus labios no podían formular. Tras un momento de asombrado silencio, exclamó:

—¡Cuatro meses! ¿Lo has sabido durante cuatro meses?

Elinor lo confirmó.

—¡Cómo! ¿Mientras cuidabas de mí cuando yo estaba sumida en el dolor, tu corazón cargaba con todo esto? ¡Y yo que te he reprochado ser feliz!

—No era conveniente que en esos momentos tú supieras cuán opuesto a eso era mi sentir.

—¡Cuatro meses! —volvió a exclamar Marianne—. ¡Y tú tan tranquila, tan alegre! ¿En qué te has sostenido?

—En sentir que estaba cumpliendo mi deber. Mi promesa a Lucy me imponía el secreto. Le debía a ella, entonces, evitar cualquier indicio de la verdad; y le debía a mi familia y a mis amigos evitarles una preocupación por causa mía que no estaría en mis manos solucionar.

Lo anterior pareció sacudir fuertemente a Marianne.

—A menudo he querido sacarte a ti y a mamá del engaño —añadió Elinor—, y una o dos veces he intentado hacerlo; pero sin traicionar la confianza que habían depositado en mí, jamás las habría convencido.

—¡Cuatro meses! ¡Y todavía lo amabas!

—Sí, pero no lo amaba sólo a él; y mientras me importara tanto el bienestar de otras personas, me alegraba ahorrarles el conocimiento de lo mucho que sufría. Ahora puedo pensar y hablar de todo ello sin gran emoción. No querría que sufrieras por causa mía; porque te aseguro que yo ya no sufro excesivamente. Tengo muchas cosas en qué apoyarme. No creo haber causado esta desilusión con ninguna imprudencia mía y la he sobrellevado, en lo que me ha sido posible, sin esparcirla a mi alrededor. Absuelvo a Edward de toda conducta en esencia impropia. Le deseo mucha felicidad; y estoy tan segura de que siempre cumplirá con su deber que, aunque ahora pueda abrigar algún arrepentimiento, a la larga será feliz. Lucy no carece de juicio, y ése es el fundamento sobre el que se puede construir todo lo que es bueno. Y después de todo, Marianne, después de lo fascinante que puede ser la idea de un amor único y permanente y de todo cuanto pueda ponderarse una felicidad que depende por completo de una persona en especial, las cosas no son así… no es adecuado… no es posible que lo sean. Edward se casará con Lucy; se casará con una mujer superior en aspecto e inteligencia a la mitad de las personas de su sexo; y el tiempo y la costumbre le enseñarán a olvidar que alguna vez creyó a alguna otra superior a
ella
.

—Si es así como piensas —dijo Marianne—, si puede compensarse tan fácilmente la pérdida de lo que es más valioso, tu aplomo y tu dominio sobre ti misma son quizá un poco menos asombrosos. Se acercan más a lo que yo puedo comprender.

—Te entiendo. Supones que mis sentimientos nunca han sido muy fuertes. Durante cuatro meses, Marianne, todo esto me ha pesado en la mente sin haber podido hablar de ello a nadie en el mundo; sabiendo que, cuando lo supieran, tú y mi madre serían enormemente desgraciadas, y aun así impedida de prepararlas para ello ni en lo más mínimo. Me lo contó… de alguna manera me fue impuesto por la misma persona cuyo más antiguo compromiso destrozó todas mis expectativas; y me lo contó, así lo pensé, con aire de triunfo. Tuve, por tanto, que vencer las sospechas de esta persona intentando parecer indiferente allí donde mi interés era más profundo. Y no ha sido sólo una vez; una y otra vez he tenido que escuchar sus esperanzas y alegrías. Me he sabido separada de Edward para siempre, sin saber de ni siquiera una circunstancia que me hiciera desear menos la unión. Nada hay que lo haya hecho menos digno de aprecio, ni nada que asegure que le soy indiferente. He tenido que luchar contra la mala voluntad de su hermana y la insolencia de su madre, y he sufrido los castigos de querer a alguien sin gozar de sus ventajas. Y todo esto ha estado ocurriendo en momentos en que, como tan bien lo sabes, no era el único dolor que me afligía. Si puedes creerme capaz de sentir alguna vez… con toda seguridad podrías suponer que he sufrido
ahora
. La tranquila mesura con que actualmente he llegado a tomar lo ocurrido, el consuelo que he estado dispuesta a aceptar, han sido producto de un doloroso esfuerzo; no llegaron por sí mismos; en un comienzo no contaba con ellos para aliviar mi espíritu… no, Marianne.
Entonces
, si no hubiera estado atada al silencio, quizá nada… ni siquiera lo que le debía a mis amigos más queridos… me habría impedido mostrar abiertamente que era
muy
desdichada.

Marianne estaba completamente consternada.

—¡Ay, Elinor! —exclamó—. Me has hecho odiarme para siempre. ¡Qué desalmada he sido contigo! Contigo, que has sido mi único consuelo, que me has acompañado en toda mi miseria, ¡que parecías sufrir únicamente por mí! ¿Así es como te lo agradezco? ¿Es ésta la única recompensa que puedo ofrecerte? Porque tu valía me abrumaba, he estado intentando desconocerla.

A esta confesión siguieron las más tiernas caricias. Dado el estado de ánimo en que se encontraba ahora, Elinor no tuvo dificultad alguna para obtener de ella todas las promesas que requería; y a pedido suyo, Marianne se comprometió a no tocar nunca el tema con la más mínima apariencia de amargura; a estar con Lucy sin dejar traslucir el menor incremento en el desagrado que sentía por ella; e incluso, al ver al mismo Edward, si el azar los juntaba, sin disminuir en nada su habitual cordialidad. Todas eran grandes concesiones, pero cuando Marianne sentía que había hecho algún daño, nada que pudiera hacer para repararlo le parecía demasiado.

Cumplió a la perfección su promesa de ser discreta. Prestó atención a todo lo que la señora Jennings tenía que decir sobre el tema sin cambiar de color, no discrepó con ella en nada, y tres veces se la escuchó decir «Sí, señora». Su única reacción al escucharla alabar a Lucy fue cambiar de asiento, y cuando la señora Jennings mencionó el cariño de Edward, tan sólo se le apretó la garganta. Tantos avances en el heroísmo de su hermana hicieron que Elinor se sintiera capaz de afrontar todo.

La mañana siguiente las puso nuevamente a prueba con la visita de su hermano, que llegó con un aspecto muy serio a discutir el terrible asunto y traerles noticias de su esposa.

—Habrán escuchado, supongo —les dijo con gran solemnidad, no bien se hubo sentado—, del insólito descubrimiento que ayer tuvo lugar bajo nuestro techo.

Todos hicieron gestos de asentimiento; parecía un momento demasiado atroz para las palabras.

—Mi esposa —continuó— ha sufrido espantosamente. También la señora Ferrars… en suma, ha sido una escena muy difícil y dolorosa; pero confío en que capearemos la tormenta sin que ninguno de nosotros resulte demasiado abatido. ¡Pobre Fanny! Estuvo con ataques histéricos todo el día de ayer. Pero no quisiera alarmarlas demasiado. Donovan dice que no hay nada demasiado importante que temer; es de buena constitución y capaz de enfrentarse a cualquier cosa. ¡Lo ha sobrellevado con la entereza de un ángel! Dice que no volverá a pensar bien de nadie; ¡y no es de extrañar, tras haber sido engañada en esa forma! Recibir tanta ingratitud tras mostrar tanta bondad y entregar tanta confianza. Fue obedeciendo a la generosidad de su corazón que invitó a estas jóvenes a su casa; simplemente porque pensó que se merecían algunas atenciones, que eran unas muchachas inofensivas y bien educadas y que serian una compañía agradable; porque por otra parte ambos deseábamos enormemente haberte invitado a ti y a Marianne a quedarse con nosotros, mientras la gentil amiga donde se están quedando ahora atendía a su hija. ¡Y ahora verse así recompensados! «Con todo el corazón», dice la pobre Fanny con su modo afectuoso, «querría que hubiéramos invitado a tus hermanas en vez de a ellas».

Hizo en este momento una pausa, esperando los agradecimientos del caso; y habiéndolos obtenido, continuó.

—Lo que sufrió la pobre señora Ferrars cuando Fanny se lo contó, es indescriptible. Mientras ella, con el más sincero afecto, había estado planificando la unión más conveniente para él, ¡cómo suponer que todo el tiempo él había estado comprometido con otra persona! ¡No se le habría pasado por la mente sospechar algo así! Y si hubiera sospechado la existencia de
cualquier
predisposición de parte de él, no la hubiera buscado por
ese
lado.
«Ahí
, se los aseguro», dijo, «me habría sentido a salvo». Ha sido una verdadera agonía para ella. Conversamos entre nosotros, entonces, sobre lo que debía hacerse, y finalmente ella decidió enviar por Edward. El acudió. Pero me es muy triste contarles lo que siguió. Todo lo que la señora Ferrars pudo decir para inducirlo a poner fin al compromiso, reforzado, como pueden suponer, por mis argumentos y los ruegos de Fanny, resultó inútil. El deber, el cariño, todo lo desestimó. Nunca había pensado que Edward fuese tan obstinado, tan insensible. Su madre le explicó los generosos proyectos que tenía para él, en caso de que se casase con la señorita Morton; le dijo que le traspasaría las propiedades de Norfolk, las cuales, descontando las contribuciones, producen sus buenas mil libras al año; incluso le ofreció, cuando las cosas se pusieron desesperadas, subirlo a mil doscientas; y por el contrario, si persistía en esta unión tan desventajosa, le describió las inevitables penurias que acompañarían su matrimonio. Le insistió en que las dos mil libras de que personalmente dispone serían todo su haber; no lo volvería a ver nunca más; y estaría tan lejos de prestarle la menor ayuda, que si él fuera a asumir cualquier profesión con miras a obtener un mejor ingreso, haría todo lo que estuviera en su poder para impedirle progresar en ella.

Ante esto, Marianne, en un arrebato de indignación, golpeó sus manos exclamando:

—¡Dios bendito! ¡Cómo es posible!

—Bien puede extrañarte, Marianne —replicó su hermano—, la obstinación capaz de resistir argumentos como ésos. Tu exclamación es absolutamente natural.

Marianne iba a replicar, pero recordó sus promesas, y se abstuvo.

—Todos estos esfuerzos, sin embargo —continuó él—, fueron en vano. Edward dijo muy poco; pero cuando habló, lo —hizo de la manera más decidida. Nada podría convencerlo de renunciar a su compromiso. Cumpliría con él, sin importar el costo.

—Entonces —exclamó la señora Jennings con brusca sinceridad, incapaz de seguir guardando silencio—, ha actuado como un hombre honesto. Le ruego me perdone, señor Dashwood, pero si él hubiera hecho otra cosa, habría pensado que era un truhán. En algo me incumbe este asunto, al igual que a usted, porque Lucy Steele es prima mía, y creo que no hay mejor muchacha en el mundo, ni otra más merecedora de un buen esposo.

John Dashwood no cabía en sí— de asombro; pero era tranquilo por naturaleza, poco dado a irritarse, y nunca tenía intenciones de ofender a nadie, en especial a nadie con dinero. Fue así que replicó, sin ningún resentimiento:

—Por ningún motivo hablaría yo sin respeto de algún familiar suyo, señora. La señorita Lucy Steele es, me atrevería a decir, una joven muy meritoria, pero en el caso actual, debe saber usted que la unión es imposible. Y haberse comprometido en secreto con un joven entregado al cuidado de su tío, especialmente el hijo de una mujer de tan gran fortuna como la señora Ferrars, quizá es, considerado en conjunto, un poquito extraordinario. En pocas palabras, no es mi intención desacreditar el comportamiento de nadie a quien usted estime, señora Jennings. Todos le deseamos la mayor felicidad a su prima, y la conducta de la señora Ferrars ha sido en todo momento la que adoptaría cualquier madre buena y consciente en parecidas circunstancias. Se ha comportado con dignidad y generosidad. Edward ha echado sus propias suertes, y temo que le van a salir mal.

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