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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (13 page)

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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—No todo el mundo —comentó Elinor— siente tu pasión por el sargazo.

—Cierto; mis sentimientos no son compartidos con frecuencia, ni comprendidos. Pero en ocasiones, sí. —Al decir eso, se sumió durante unos instantes en sus reflexiones.

—¿Están cómodas en su vivienda aquí? —preguntó Edward—. ¿Son agradables los Middleton?

—En absoluto —respondió Marianne—. No podríamos vivir en un lugar más lamentable.

—¿Cómo puedes decir eso, Marianne! —protestó su hermana—. ¿Cómo puedes ser tan injusta? Son una familia muy respetable, señor Ferrars, y con nosotras se han comportado con gran amabilidad. ¿Has olvidado, Marianne, cuántas jornadas agradables les debemos?

—No —contestó ella en voz baja—, ni tampoco cuántos momentos penosos.

Pasando por alto ese comentario, Elinor se dirigió hacia el visitante, tratando de conversar con él refiriéndose a su presente residencia, su excelente situación y los ingeniosos y arcaicos métodos de sir John para defender la costa, al margen de la medusa del tamaño de un hombre que había irrumpido en el baile organizado en la playa. Esas anécdotas sólo consiguieron arrancar a Edward alguna que otra pregunta y comentario. Su frialdad y reserva disgustaron profundamente a Elinor, que se sentía entre contrariada y furiosa. Pero decidida a comportarse con él siguiendo las pautas del pasado más que del presente, evitó toda muestra de resentimiento o enojo, y le trató como creía que debía tratarlo dado su parentesco con la familia.

17

La señora Dashwood se mostró sorprendida sólo unos instantes al ver a Edward, a quien recibió con extremada amabilidad. La timidez, la frialdad y la reserva del joven se desmoronaron ante semejante acogida. Lo cierto es que habían empezado a flaquear antes de que entrara en la casa, y fueron definitivamente derrotadas por los cautivadores modales de la señora Dashwood. De hecho, un hombre no podía enamorarse de ninguna de sus hijas sin que su pasión se extendiera a la madre. Elinor tuvo la satisfacción de observar que al poco rato Edward se comportaba como de costumbre, y supuso que probablemente se estaba recobrando de la larga e incómoda travesía desde Sussex, incluso creyó detectar unos minúsculos restos de vómitos en el cuello de su levita.

El afecto de Edward pareció reanimarse hacia todas ellas, y su interés por las damas se hizo claramente perceptible. No obstante, aunque se mostró atento y amable, parecía un tanto decaído. Toda la familia se dio cuenta de ello, y durante la cena la señora Dashwood, suponiendo que su bajo estado de ánimo se debía a una falta de generosidad por parte de la madre del joven, se sintió indignada contra todos los padres egoístas.

—¿Qué planes tiene actualmente la señora Ferrars con respecto a usted, Edward? —preguntó la dama cuando terminaron de cenar y se sentaron alrededor del hogar. La noche era insólitamente fría, y la niebla cubría todas las ventanas de la casita y se filtraba por debajo de la puerta—. ¿Sigue deseando que se convierta en un gran político, pese a que usted no lo desea?

—No. Espero que mi madre se haya convencido de que tengo tan poco talento como afición por la política.

—Pero ¿cómo piensa llegar a ser famoso? Porque está claro que debe ser famoso para satisfacer a toda su familia, y sin una tendencia al derroche, ninguna predisposición a entablar amistad con extraños, ninguna profesión y ninguna garantía, le resultará más que difícil.

—No pienso intentarlo. No deseo convertirme en un personaje célebre, y tengo fundados motivos para creer que nunca lo seré. ¡Gracias a Dios!

—Sé bien que no es ambicioso. Sus aspiraciones son moderadas.

—Tan moderadas como las del resto de la gente. Deseo, como todo el mundo, ser feliz; pero, al igual que todo el mundo, debo conseguirlo por los medios que quiero. La grandeza no es el camino.

—¡Me chocaría que lo fuera! —terció Marianne—. ¿Qué tiene que ver la riqueza o la grandeza con la felicidad?

—La grandeza, poco —respondió Elinor—, pero la riqueza tiene mucho que ver en ello.

—¿No te da vergüenza decir eso, Elinor? —protestó Marianne—. El dinero sólo procura felicidad cuando no puede procurarla otra cosa. Aparte de una renta holgada, el dinero no puede proporcionarte una auténtica satisfacción, al menos en el terreno personal.

—Es posible —dijo su hermana cogiendo una tercera manta para cubrirse— que lleguemos a la misma conclusión. Lo que tú consideras una renta holgada y lo que yo considero riqueza se parecen mucho; sin ellas, no puedes gozar de ningún tipo de confort externo. Tus ideas tan sólo son más nobles que las mías. ¿Qué consideras tú una renta holgada, Marianne?

—Unas mil ochocientas o dos mil libras anuales; no más que

eso.

Elinor soltó una carcajada.

—¡Dos mil libras anuales! ¡Yo considero que alguien es rico cuando dispones de mil libras anuales! Supuse que la discusión acabaría así.

—Dos mil libras anuales es una renta muy discreta —insistió Marianne—. Una familia no puede subsistir con menos. Tienes que tener sirvientes que se ocupen de las antorchas, una o dos canoas, y perros adiestrados para localizar tesoros. Sólo las barras de plomo para proteger las ventanas que dan al mar cuestan como mínimo quinientas libras. No creo que mis exigencias sean excesivas.

Elinor sonrió de nuevo al oír a su hermana describir con tanta precisión los futuros gastos que Willoughby y ella tendrían en Combe Magna.

—¡Perros adiestrados para localizar tesoros! —repitió Edward—. Pero ¿qué necesidad hay de tenerlos? No todo el mundo se dedica a ir en busca de tesoros.

—Pero la mayoría de las personas, sí —contestó Marianne ruborizándose.

—Me gustaría —dijo Margaret, que estaba sentada ante la ventana cubierta de niebla que daba al sur, mirando el misterioso panorama que se extendía más allá, y que hablaba por primera vez en muchas horas— que alguien nos concediera una cuantiosa fortuna a cada una.

—¡Ojalá! —exclamó Marianne con las mejillas encendidas de gozo ante semejante dicha imaginaria.

—También me gustaría —añadió Margaret en voz baja y trémula, aunque la conversación discurría por otros derroteros—, que nos halláramos muy lejos de este lugar tan extraño y aterrador, y que sus secretos, sean los que sean, permanecieran enterrados aquí para siempre.

—Deduzco que nuestro deseo de ser ricos es unánime —observó Elinor—, pese a las deficiencias que comporta la riqueza. Pero me pregunto qué haría cada uno con ella.

Marianne parecía no tener ninguna duda al respecto.

—¡Imagino los magníficos encargos que harían ustedes a Londres si se dieran esas circunstancias! —dijo Edward—. ¡Colmarían de felicidad a los libreros, los vendedores de música y los coleccionistas de madera de deriva! Usted, señorita Dashwood, pediría que le enviaran cada nuevo fragmento de madera de deriva que hallaran, para tallarlo con su singular pericia. En cuanto a Marianne, conozco su grandeza de alma, por lo que no habría suficientes partituras de música en Londres para satisfacerla. ¡Por no hablar de libros! La enciclopedia de personas que mueren ahogadas en el mar, El auténtico relato de la odisea de Roger Smithson en la panza de una ballena... ¡Estoy seguro de que adquiriría cada ejemplar para impedir que cayera en manos indignas! ¿No es así, Marianne? Disculpe mi impertinencia. Esta bebida es muy potente.

—Nos la envía sir John —comentó la señora Dashwood—. No le aconsejo que beba más de una copa.

Volviéndose de nuevo hacia Marianne, Edward concluyó diciendo:

—Quería demostrarle que no he olvidado, ni mucho menos, nuestras viejas disputas.

—Me encanta que me recuerde el pasado, Edward, ya sea melancólico o alegre. Me entusiasma recordarlo, y no me ofende hablar de tiempos pretéritos. Tiene razón al imaginar cómo emplearía mi dinero, al menos una parte de él. Lo que me sobrara lo destinaría a llenar mis estanterías con diarios de naufragios.

—Y buena parte de su fortuna deduzco que la destinaría a recompensar a la persona que escribiera la defensa más hábil de su máxima favorita, que nadie puede enamorarse más de una vez en la vida. Supongo que su opinión al respecto no habrá variado.

—Desde luego. A estas alturas mis opiniones son muy firmes. No es probable que vea u oiga algo que me obligue a modificarlas.

—Como ve, Marianne sigue tan inconmovible como siempre —dijo Elinor bebiendo pausadamente una copa del potente ponche de ron—. No ha cambiado en absoluto.

—Sólo tiene un aspecto un poco más grave.

—No, Edward —replicó Marianne—, no debe censurarme. Usted tampoco es un dechado de alegría.

—¿Qué la induce a pensar eso? —preguntó él suspirando—. Aunque reconozco que la alegría nunca ha formado parte de mi carácter.

—Ni del carácter de Marianne —apostilló Elinor—. No puede decirse que fuera nunca una joven alegre; es muy seria, se lo toma todo muy a pecho. A veces habla por los codos y con gran vehemencia, pero no suele mostrarse alegre.

—Creo que tiene razón —respondió Edward—, aunque siempre la he considerado una joven muy animada.

—Con frecuencia he detectado en mí misma ese error —dijo Elinor—. A veces nos guiamos por lo que decimos de nosotros mismos, y a menudo por lo que otros dicen de nosotros, sin tomarnos la molestia de reflexionar y juzgar. Como los peces voladores: en realidad, no vuelan, simplemente brincan muy alto.

—Un excelente ejemplo —declaró la señora Dashwood.

—Pues yo creía que hacíamos bien, Elinor —dijo Marianne—, en guiarnos por las opiniones de los demás.

—No, Marianne. Mi doctrina nunca ha pretendido someter a la inteligencia. Sólo he intentado influir en la conducta. No debes confundir mi propósito. A menudo he deseado que trataras a la gente más atentamente, pero ¿cuándo te he aconsejado que te sometieras a su criterio en cuestiones importantes?

—No ha sido capaz de convencer a su hermana sobre su concepto de la cortesía en términos generales —dijo Edward a Elinor—. ¿No ha ganado terreno alguno a ese respecto?

—Todo lo contrario —replicó ella mirando a Marianne con una expresión cargada de significado.

—Mi razón —dijo Edward— se inclina a favor de usted, pero me temo que en la práctica me parezco más a su hermana. Jamás pretendo ofender, pero mi reserva suele ser interpretada por otros como indiferencia, cuando lo único que me impide mostrarme más cordial es mi natural timidez. A menudo pienso que la naturaleza debió de pretender que tuviera pocos amigos, dada mi torpeza en presencia de extraños.

—Marianne no puede esgrimir su timidez para disculpar su falta de atención —dijo Elinor—. Disculpe...

Aunque enfrascada en la conversación, y deseosa de aclarar sus conceptos, Elinor se distrajo al observar una misteriosa oscuridad en la periferia de su visión.

—Marianne conoce demasiado bien sus méritos como para fingir hipocresía —contestó Edward—. La timidez no es sino consecuencia de un sentimiento de inferioridad, o a veces el resultado de una lombriz solitaria que te causa tal malestar que resulta imposible prestar a los demás la debida atención. Si estuviera convencido de que poseo un talante agradable y cordial, no me mostraría tímido.

—Pero seguiría siendo reservado —dijo Marianne—, lo cual es peor.

Mientras la conversación discurría, Elinor se frotó los ojos para eliminar la oscuridad que nublaba su visión. Tenía la sensación de que la habitación se movía, como si estuviera en un barco. Las piernas le temblaban; las palabras de los demás se convirtieron en un murmullo de fondo. De pronto, en la envolvente oscuridad aparecieron unos puntitos de luz, que formaron una constelación: era el mismo dibujo, la estrella de cinco puntas que la atormentaba desde que habían llegado a la isla.

—¡Reservado! —protestó Edward—. ¿Le parezco reservado, Marianne?

—Sí, mucho.

—No la comprendo —respondió él—. ¿Reservado en qué sentido?

Elinor pestañeó al recuperar su visión normal, profundamente aliviada, aunque el resto de la noche sintió un frío intolerable, y la espesa niebla que se acumulaba ante las ventanas saledizas no presagiaba nada bueno. Se arrebujó en las mantas, y, tratando de burlarse del húmedo y viscoso terror que la atenazaba, preguntó a Edward:

—¿Acaso no conoce a mi hermana lo suficiente para saber a qué se refiere? Marianne califica de reservadas a todas las personas que no hablan tan rápidamente como ella, ni admiran lo que ella admira con el mismo entusiasmo.

Edward no respondió. Habiendo recobrado toda su gravedad y talante meditabundo, permaneció un rato silencioso y apaga do. Elinor tiritó, deseando que la noche concluyera y diera paso al amanecer.

18

Elinor observó con gran inquietud el abatimiento de su amigo. La visita de Edward le proporcionó una satisfacción a medias, dado que éste no parecía gozar de ella como cabía esperar. Lo único que pareció animarlo fue una visita a la isla Viento Contrario, donde, mientras paseaban por la playa, ella le mostró el lugar donde la señorita Bellwether había hallado una muerte espeluznante en el estómago de la bestia. Pero la desazón de Edward era evidente; Elinor deseó que fuera igualmente evidente el afecto que ella sin duda le había inspirado antes, pero los sentimientos del joven Ferrars le parecieron muy inciertos.

A la mañana siguiente Edward se reunió con Elinor y Marianne en la cocina, antes de que las demás bajaran para ayudar a remover la gigantesca cazuela de estofado, espesado con cartílago de tiburón, que constituiría el desayuno de ese día, y del siguiente, y del otro, y Marianne, que siempre se mostraba dispuesta a promover la felicidad de Edward y Elinor en la medida de sus posibilidades, no tardó en dejarlos solos, lo cual por una parte fue muy considerado, pero, por otra, muy inoportuno, dado que el hecho de remover adecuadamente un estofado de cartílago de tiburón requiere, como es sabido, el esfuerzo de tres personas como mínimo. Antes de que Marianne alcanzara la cima de la escalera, la puerta de la cocina se abrió y, al volverse, se sorprendió al ver a Edward salir de ella.

—Como ustedes aún no están dispuestas para desayunar, iré a dar un paseo y regresaré dentro de un rato. —Marianne oyó en la cocina los inconfundibles gruñidos de su hermana, debido al esfuerzo de tener que remover ella sola el estofado.

A su regreso Edward manifestó una renovada admiración por la campiña circundante, y una nota de cautela.

—Cuando me detuve en una encantadora meseta para admirar el paisaje, aproximadamente a una milla al suroeste de la casita, y a la sombra de la escarpada colina que se alza en el centro de la isla, observé preocupado que el terreno era menos firme de lo deseable. Al cabo de unos momentos comprendí que no se trataba de una encantadora meseta, sino de una ciénaga, y que tenía los pies y los tobillos hundidos en arenas movedizas. De pronto comprobé que me había sumergido con una rapidez pasmosa hasta las rodillas, luego hasta la cintura, y luego hasta el pecho.

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