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Authors: Kathy Lette

Sexy de la Muerte (27 page)

BOOK: Sexy de la Muerte
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—¿Cómo puedo ser tu nueva madre si ya tienes una?

—Es una marisca.

—Perdona. ¿Tu madre es un molusco comestible?

—Digo que no se puede tratar con ella —respondió Matilda.

—¿No la echas de menos, Matty? —dijo Shelly sacando restos de
Malteser
del fondo de su oreja.

—Mi papá es el mejorcísimo. Y mi mamá es la peorcísima. Me gusta… es sólo que he empezado a superarla —explicó con gravedad, lamiendo una mancha de
Malteser
de la manga de su pijama.

—Pero seguro que te quiere…

Matty negó con su pálida cabeza y apretó su peluche de polietileno de
Hissy
la serpiente contra su corazón.

—Pero papá me quiere. Así que nos marchamos. Y ahora ella tendrá que ahogarse en las consecuencias.

—¿Ah sí? —Shelly no pudo evitar sonreír.

—¿Tu madre te quiere? —preguntó la niña.

—Me quería. Mucho. Pero ahora está en el cielo con Dios.

Sus ojos verde mar se ensancharon con entusiasmo.

—Dios es nocturno, sabes.

—Quieres decir eterno.

—Eso es lo que he dicho, tonta. ¿Ahora tu papá cuida de ti?

—Hum… no. En realidad no.

—Oh, bueno, entonces mi papá cuidará de ti también. Un adulto es suficiente, sabes.

—Sí, ¿Pero cuál? —dijo Shelly, lanzando una mirada significativa a Kit, que acababa de abrir un ojo.

Kit puso una sonrisa diabólica.

—¡Oh, Shelly… despertarse contigo así me recuerda al tiempo en que éramos felices!

—¿De veras? —dijo Shelly fríamente—. Debí de estar dormida ese día. Tú, Kit Kinkade, eres el lugar al que van los buenos tiempos a morir.

Kit soltó una carcajada, que estaba llena de su viejo encanto excepcional y de su brío, la tranquilidad de no tener que mentir más, supuso Shelly, y la alegría de su inminente huida.

—Me alegro de que lo encuentres gracioso. Yo probablemente también le veré el lado gracioso… dentro de una década o dos.

Cuando comenzaron los golpetazos en la puerta, Shelly supuso que era Gaspard y entró en acción, escondiendo a Matilda bajo las ropas de cama.

—¡Dios! Ha descubierto que escondimos a Coco. ¡Vamos a ir todos a la cárcel! ¡A por suicidios asistidos!

Kit estaba menos convencido.

—Ese tipo no podría encontrar ni su propia polla sin la ayuda de una orden de registro —dijo en voz baja para que Matilda no lo oyera.

La alegría de Shelly al descubrir que era Dominic el que llamaba a la puerta no duró mucho. El día anterior, lo que creyeron que eran truenos resultaron disparos. Hoy, lo que creyeron que eran disparos resultaron ser truenos. Unos truenos muy fuertes. Acompañados por ráfagas de viento lo bastante potentes como para hacer temblar a un
búngalo
como en su última agonía. El ciclón se aproximaba, intolerante y despiadado… el síndrome premenstrual de la Madre Naturaleza.

—Los
búngalos
más segcanos al mag se los ha llevado el agua —dijo Dominic jadeando—. Eso es cuando dos olas de distintas diguecciones estallan contga un edificio. Y va a ponegse peog. Tienes que ig al gguefuh'io,
chérie
—insistió, mirando a Kit con hostilidad.

—Ve tú, Shelly. Yo no puedo —Kit pasó sus manos por su pelo enmarañado—. ¡Quiero decir, necesito el dinero de Gaby, pero Dios! No quiero fastidiar la tapadera de Matty —susurró, con la ceja rayada de arrugas de preocupación.

—Oye —dijo Shelly, replegándose—. No te conviertas en un extraterrestre del planeta Perdición. Ese es mi trabajo.

—¿Gaby? —escuchó a hurtadillas Dominic—. ¡Qué hegoína! Ella y su equipo están ahí fuega ahoga, filmando el ciclón.

—Es demasiado arriesgado —pronosticó Kit, con la voz áspera de alarma.

—Mira, Kinkade. —Shelly se llevó a Kit a un lateral—. Tengo casi tantas ganas de pasar más tiempo contigo como de que me ejecuten. Pero Matilda no está a salvo aquí. Además, habrá tanta gente en el refugio que podría ser la hija de cualquiera. Mantendremos que es la hija de la estrella de rock. Sé que él dice que no tiene prole, pero apuesto a que su contable tiene otra opinión.

—¡Dépêche-toi!
—apremió Dominic, mostrando poco interés en la niña de ocho años que Kit aparentemente había hecho salir de un sombrero y estaba apretando contra su pecho.

Para cuando llegaron a la puerta del dormitorio, el camisón de Matty estaba revoloteando alrededor de ella como una cometa. Fuera era mucho, mucho peor. El cielo parecía tener una hemorragia. El aire era de un frío mentolado. Shelly disparó su paraguas plegable hacia el diluvio, pero éste se agitó de dentro afuera y a continuación voló de sus manos. Se empapó en el segundo que dejaron el refugio del
búngalo
. El viento estaba hambriento, tragándose todo lo que se encontraba en el camino. Los árboles se tambaleaban ebrios, con las copas dobladas en ángulos disparatados, con el follaje, en su día exuberante, retorcido y entretejido como el pelo de una Gorgona.

El mar estaba negro y feo. Olas blancas como colmillos mordieron la orilla. Mar adentro, se abalanzaban unas olas descomunales, arrojándose verticalmente cuando chocaban contra los arrecifes de coral.

El agua salada golpeaba los árboles destrozados con un silbido. Justo entonces, una ola gigante, como enorme sonrisa maliciosa, amenazó desde el horizonte. Estalló sobre el complejo de vacaciones, y la espuma toqueteó los edificios con dedos codiciosos. Se hizo imposible ver siquiera el océano, de tan denso que estaba el aire por la espuma. Los cuatro se apiñaron en la arboleda para recobrar el aliento antes de lanzarse a la recta final a campo traviesa hasta el
bunker
. La grandiosidad del clima les rugió. Los troncos de las palmeras, desnudos de vegetación, se defendían en forma de signos de interrogación. «Y tenían muchas razones para estar alarmados», pensó Shelly.

—No te pgueocupes,
chérie
—gritó Dominic por encima de la ráfaga de viento, pasando su brazo firme de manera protectora alrededor de la cintura de Shelly—. Yo siempgue estagué de tu pagte.

—Oh, ¿de veras? —Kit escondió la cabeza de Matilda bajo su chaqueta vaquera—. Yo creía que sólo llegarías a tener una amante a largo plazo… tu mano derecha.
Okay
. Vamos.

Con las cabezas agachadas, se inclinaron en el viento como dibujos animados, viajando un centímetro por hora bajo la incontinente lluvia a través del césped empapado. Irrumpieron en el refugio anticiclones, un
bunker
de cemento enmohecido enterrado bajo la zona de recepción principal del hotel. Con sólo un tragaluz con malla metálica y unas pocas contraventanas pequeñas que daban al césped y dos cubículos minúsculos de
váter,
el lugar tenía la atmósfera de baño público, sólo que menos espacioso. Ni siquiera una sardina se sentiría como en casa. «Obviamente tendría que haber algún tipo de lista preparada que determinase de quién era el turno de respirar», pensó Shelly penosamente.

—Parece que hemos entrado en una trampa para cucarachas —dijo Shelly tristemente a sus compañeros empapados y temblorosos.

Kit miró el grupo de cojines arrugados y raídos esparcidos contra la pared del fondo.

—¿Qué? ¿Aquí no te ponen chocolates rellenos de menta sobre la almohada? ¿Qué clase de complejo de lujo es éste? ¿Creéis que habrá servicio de
bunker
?

Pero la única comida disponible era una provisión abundante de sándwiches de mermelada preparados en la época de Enid Blyton… es decir, en torno a 1945.

El menú humano era más variado. Pasada una hora, aproximadamente cuarenta de los huéspedes del complejo se encontraban embutidos, cadera contra cadera, en esta caja de cemento. Los esnifacoca, la gentuza de clase alta, los contables sudafricanos sinvergüenzas, un magnate de la cerveza australiano, un pornógrafo francés, ex presentadores de tertulias de televisión y otras microcelebridades ofrecían un rechinamiento general de ortodoncia estética. Estaban echando espumajarros por la boca de la indignación. ¡Esta gente tenía cita con el
solárium
! ¡Y una depilación de ingles pendiente! Con sus rostros resentidos color remolacha, permanecían totalmente ajenos a la gravedad de la situación. Shelly podía visualizar el titular: ATROCIDAD EN EL TRÓPICO. MODELO DENIEGA EL ACCESO A CLASES DE REHIDRATACIÓN DE TOBILLOS.

La estrella de rock decadente irrumpió en el
búnker
con un aletargamiento de pastillas. De manera instintiva impulsó una de las ingles más famosas de los sesenta hacia el centro de la multitud y acampó junto a un editor colaborador de
Vanity Fair
con traje de cachemira color limón. El editor comenzó a murmurar algo a un barón o alguien por el estilo, la clase de hombre que considera que el «nuevo rico» es simplemente un «viejo rico» de menor alcurnia. El barón, que no había podido superar la vergüenza social de que el hijo menor de un marqués hubiera comparecido una vez ante un juez del Tribunal de Apelación, se encontró ahora frotando muslos con una chica «popular» que parecía decidida a enseñarle los
piercings
de sus labios, los cuales, informó al espantado lord, ella llamaba «anillas de cortina».

El mánager, a pesar de su curso reciente sobre cómo escalar un acantilado de estrategias para dirigir un hotel, estaba mal equipado para la crisis y paso la batuta organizativa a Dominic, el cual se puso a ensayar sin demora con sus alumnas de aeróbic acuático una versión alentadora de
Captown Races y Kum Ba Yah,
con el acompañamiento descompasado de sus contrariados maridos. Shelly miró alrededor, pero la única actividad opcional en oferta era unirse a los especímenes de la senectud francesa con bocas babeantes que estaban intentando recordar la palabra inglesa para
Scrabble
… una actividad que hacía que la televisión diurna de Albania pareciera fascinante.

*

Manteniendo su determinación de no hablar con su «marido», Shelly pronto se vio inmersa en un profundo debate sobre los hongos comestibles de la isla con el entrenador de tenis del hotel.

Kit, entre tanto, estaba agotando las posibilidades conversacionales con la masajista del hotel, cuya canalización con
Ramtha
, una reina guerrera de treinta mil años, estaba siendo bloqueada por alguna médium de Santa Fe.

Para cuando llegó la noche, si querían evitar lobotomías de bricolaje, Shelly y Kit no tenían otra opción que hablar entre ellos.

—Esta es la clase de momento en que la mayoría de parejas casadas se unirían y sacarían fuerzas el uno del otro. ¿Qué hacemos nosotros? —preguntó Kit con humor.

—¿Podrías por favor no sentarte cerca de mí? No quiero que la gente piense que estamos juntos o algo de eso —respondió Shelly.

—Y no digamos ya casados —añadió Kit chistosamente—. ¿Cena? —Le ofreció un paquete envuelto en papel transparente proveniente de una bandeja que pasaba por delante—. ¿Sabes lo que más me gusta de estas vacaciones tropicales en una isla? —le preguntó, haciendo un intento de camaradería—. La sal, la arena, los insectos exóticos… ¡y eso está en los
sándwiches
!

—Un brindis por ti, Kinkade —respondió Shelly, pegando un trago a su botella de agua tibia—. Sin el cual la malaria, las quemaduras solares, las picaduras de mosquitos infectados, hongos en los pies y muerte prematura no habrían sido posibles.

—Tengo que hablar con el mánager sobre llegar a Madagascar cuando el aeropuerto reabra después del ciclón. También necesito encontrar a Gaby para recibir el resto de mi dinero del premio. Y todo sin que nadie se dé cuenta de Matty.

—Gaby sigue ahí fuera filmando, pobre mujer. ¿Pero qué importa si lo descubre? La próxima entrega de su programa…
Luna de miel desde el Infierno
… no estará en antena hasta el mes que viene.

—Los de la televisión son como cazadores. Tienden trampas con cepo, luego atraen a presas confiadas… nunca se puede confiar en ellos.

—No, no como yo puedo confiar en ti —dijo Shelly a la ligera—. De todas formas, te equivocas con ella, Kit. En realidad conmigo ha sido una buena amiga.

—¿Amiga? Shelly, esas periodistas de pacotilla de televisión creen que las únicas mujeres que necesitan amigas especiales son las lesbianas.

—Vale, es demasiado ambiciosa, lo admito, pero ¿te haces a la idea de lo difícil que es para las mujeres conseguir trabajos de dirección en esa industria machista?

—Sí, y ella vendería diapositivas de su frotis cervical si eso beneficiara al índice de audiencia.

Kit sonrió a Matilda, qué estaba metiendo y sacando sus muñecos rellenos de bolitas de polietileno de barco para la
Barbie
en un juego intenso e intrincado.

—En cualquier caso, necesito que alguien vigile a Matty por mí mientras hablo con el mánager. Y ante la ausencia de un adulto responsable, supongo que vas a tener que hacerlo tú.

—¡Responsable! Si el irresponsable eres tú. Yo no me casé fuera del matrimonio. Y soy profundamente capaz de cuidar de un niño. La mayoría de las mujeres lo son —añadió con mordacidad.

Pero en cuanto papá desapareció, Matilda se puso a intentar ejercer sus derechos en virtud de la Convención de Pekín sobre los Derechos del Niño de no acostarse pasadas las ocho de la noche, y de tomar caramelos en vez de té. La sugerencia de Shelly de que en realidad una ensalada de verduras sería una opción de cena más aconsejable, en lo que a salud respecta, que el regaliz, fue acogida con una respuesta facial más fácilmente asociable con la ingestión accidental de una babosa.

—Soy eléctrica a las verduras —Matty se tapó la boca.

—¿Alérgica? —sugirió Shelly.

—Eso es lo que he dicho, tonta. Además tengo un dolor de cabeza en la pierna.

—Oh, bueno, ¿y qué hace tu padre habitualmente cuando tienes dolores de cabeza en la pierna?

—Me da una de estas pastillas. La mitad de una. —Escarbó en su cartera de peluche rellena de bolitas de polietileno en busca de una botella de
Panadol
infantil.

—Aquí está, deja que te lo abra. Tiene un tapón a prueba de niños.

—¿Pero cómo sabe que soy una niña? —preguntó con los ojos de par en par.

—Buena pregunta. —Shelly sonrió—. ¿No te deberías tomar ese líquido?

—¿Calpol? —Matilda le lanzó una mirada deliberadamente distante—. Eso era, como, cuando era superpequeña.

—Oh, de acuerdo —se rió Shelly—. No como ahora.

Matilda se pasó el resto del tiempo haciendo preguntas.

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